Francisco Fernández-Carvajal 05 de noviembre de 2022
@hablarcondios
— La resurrección de los cuerpos,
declarada por Jesús.
— Los cuerpos están destinados a dar
gloria a Dios junto con el alma.
— Nuestra filiación divina, iniciada ya en
el alma por la gracia, será consumada por la glorificación del cuerpo.
I. La
liturgia de la Misa de este domingo propone a nuestra consideración una de las
verdades de fe recogidas en el Credo, y que hemos repetido muchas veces: la
resurrección de los cuerpos y la existencia de una vida eterna para la que
hemos sido creados. La Primera lectura1 nos
habla de aquellos siete hermanos que, junto con su madre, prefirieron la muerte
antes que traspasar la Ley del Señor. Mientras eran torturados, confesaron con
firmeza su fe en una vida más allá de la muerte: Vale la pena morir a
manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará.
Otros lugares del Antiguo Testamento también expresan esta verdad fundamental revelada por Dios. Era una creencia universalmente admitida entre los judíos en tiempos de Jesús, salvo por el partido de los saduceos, que tampoco creían en la inmortalidad del alma, en la existencia de los ángeles y en la acción de la Providencia divina2. En el Evangelio de la Misa3 leemos cómo se acercaron a Jesús con la intención de ponerle en un aprieto. Según la ley del levirato4, si un hombre moría sin dejar hijos, el hermano estaba obligado a casarse con la viuda para suscitar descendencia. Así –le dicen a Jesús– ocurrió con siete hermanos: Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella. Les parecía que las consecuencias de esta ley provocaban una situación ridícula a la hora de poder explicar la resurrección de los cuerpos.
Jesús deshace
esta cuestión, frívola en el fondo, reafirmando la resurrección y enseñando las
propiedades de los cuerpos resucitados, La vida eterna no será igual a esta:
allí no tomarán ni mujer ni marido..., pues son iguales a los ángeles e
hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección. Y, citando la Sagrada
Escritura5, pone de manifiesto el grave error de los saduceos, y
argumenta: No es Dios de muertos, sino de vivos; todos viven para Él.
Moisés llamó al Señor Dios de Abrahán, Dios de Isaac y Dios de Jacob, que hacía
tiempo que habían muerto. Por tanto, aunque estos justos hayan muerto en cuanto
al cuerpo, viven con verdadera vida en Dios, pues sus almas son inmortales, y
esperan la resurrección de los cuerpos6.
Los saduceos ya no se atrevían a preguntarle más.
Los
cristianos profesamos en el Credo nuestra esperanza en la
resurrección del cuerpo y en la vida eterna. Este artículo de la fe «expresa el
término y el fin del designio de Dios» sobre el hombre. «Si no existe la
resurrección, todo el edificio de la fe se derrumba, como afirma vigorosísimamente
San Pablo (cfr. 1 Cor 15). Si el cristiano no está seguro del
contenido de las palabras vida eterna, las promesas del Evangelio,
el sentido de la Creación y de la Redención desaparecen, e incluso la misma
vida terrena queda desposeída de toda esperanza (cfr. Heb 11,
l)»7. Ante la atracción de las cosas de aquí abajo, que pueden
aparecer en ocasiones como las únicas que cuentan, hemos de considerar
repetidamente que nuestra alma es inmortal, y que se unirá al propio cuerpo al
fin de los tiempos; ambos –el hombre entero: alma y cuerpo– están destinados a
una eternidad sin término. Todo lo que llevemos a cabo en este mundo hemos de
hacerlo con la mirada puesta en esa vida que nos espera, pues «pertenecemos
totalmente a Dios, con alma y cuerpo, con la carne y con los huesos, con los
sentidos y con las potencias»8.
II. La
muerte, como enseña la Sagrada Escritura, no la hizo Dios; es pena del pecado
de Adán9. Cristo mostró con su resurrección el poder sobre la
muerte: mortem nostram moriendo destruxit et vita resurgendo reparavit,
muriendo destruyó nuestra muerte, y resurgiendo reparó nuestra vida, canta la
Iglesia en el Prefacio pascual. Con la resurrección de Cristo la
muerte ha perdido su aguijón, su maldad, para tornarse redentora en unión con
la Muerte de Cristo. Y en Él y por Él nuestros cuerpos resucitarán al final de
los tiempos, para unirse al alma, que, si hemos sido fieles, estará dando
gloria a Dios desde el instante mismo de la muerte, si nada tuvo que purificar.
Resucitar
significa volver a levantarse aquello que cayó10,
la vuelta a la vida de lo que murió, levantarse vivo aquello que sucumbió en el
polvo. La Iglesia predicó desde el principio la resurrección de Cristo,
fundamento de toda nuestra fe, y la resurrección de nuestros propios cuerpos,
de la propia carne, de «esta en que vivimos, subsistimos y nos movemos»11.
El alma volverá a unirse al propio cuerpo para el que fue creada. Y precisa el
Magisterio de la Iglesia: los hombres «resucitarán con los propios cuerpos que
ahora llevan»12. Al meditar que nuestros cuerpos darán también gloria a Dios,
comprendemos mejor la dignidad de cada hombre y sus características esenciales
e inconfundibles, distintas de cualquier otro ser de la Creación. El hombre no
solo posee un alma libre, «bellísima entre las obras de Dios, hecha a imagen y
semejanza del Creador, e inmortal porque así lo quiso Dios»13,
que le hace superior a los animales, sino un cuerpo que ha de resucitar y que,
si se está en gracia, es templo del Espíritu Santo. San Pablo recordaba
frecuentemente esta verdad gozosa a los primeros cristianos: ¿no sabéis
que vuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo, que habita en vosotros?14.
Nuestros
cuerpos no son una especie de cárcel que el alma abandona cuando sale de este
mundo, no «son lastre, que nos vemos obligados a arrastrar, sino las primicias
de eternidad encomendadas a nuestro cuidado»15.
El alma y el cuerpo se pertenecen mutuamente de manera natural, y Dios creó el
uno para el otro. «Respétalo –nos exhorta San Cirilo de Jerusalén–, ya que
tiene la gran suerte de ser templo del Espíritu Santo. No manches tu carne y si
te has atrevido a hacerlo, purifícala ahora con la penitencia. Límpiala
mientras tienes tiempo»16.
III. La
altísima dignidad del hombre se encuentra ya presente en su creación, y con la
Encarnación del Verbo, en la que existe como un desposorio del Verbo con la
carne humana17, llega a su plena manifestación. Cada hombre «ha sido
comprendido en el misterio de la redención, con cada uno ha sido unido Cristo,
para siempre, por parte de este misterio. Todo hombre viene al mundo concebido en
el seno materno, naciendo de madre, y es precisamente por razón del misterio de
la Redención por lo que es confiado a la solicitud de la Iglesia. Tal solicitud
afecta al hombre entero y está centrada sobre él de manera del todo particular.
El objeto de esta premura es el hombre en su única e irrepetible realidad
humana, en la que permanece intacta la imagen y semejanza de Dios mismo»18.
Enseña
Santo Tomás que nuestra filiación divina, iniciada ya por la acción de la
gracia en el alma, «será consumada por la glorificación del cuerpo (...), de
forma que así como nuestra alma ha sido redimida del pecado, así nuestro cuerpo
será redimido de la corrupción de la muerte»19.
Y cita a continuación las palabras de San Pablo a los filipenses: Nosotros
somos ciudadanos del Cielo, de donde también esperamos al Salvador, al Señor
Jesucristo, el cual transformará nuestro humilde cuerpo conforme a su Cuerpo
glorioso en virtud del poder que tiene para someter a sí todas las cosas20.
El Señor transformará nuestro cuerpo débil y sujeto a la enfermedad, a la
muerte y a la corrupción, en un cuerpo glorioso. No podemos despreciarlo, ni
tampoco exaltarlo como si fuera la única realidad en el hombre. Hemos de
tenerlo sujeto mediante la mortificación porque, a consecuencia del desorden
producido por el pecado original, tiende a «hacernos traición»21.
Es de
nuevo San Pablo el que nos exhorta: Habéis sido comprados a gran
precio. Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo22.
Y comenta el Papa Juan Pablo II: «La pureza como virtud, es decir, capacidad
de mantener el propio cuerpo en santidad y respeto (cfr. 1
Tes 4, 4), aliada con el don de piedad, como fruto de la inhabitación
del Espíritu Santo en el templo del cuerpo, realiza en él una
plenitud tan grande de dignidad en las relaciones interpersonales, que Dios
mismo es glorificado en él. La pureza es gloria del cuerpo humano ante
Dios. Es la gloria de Dios en el cuerpo humano»23.
Nuestra
Madre Santa María, que fue asunta al Cielo en cuerpo y alma, nos recordará en
toda ocasión que también nuestro cuerpo ha sido hecho para dar gloria a Dios,
aquí en la tierra y en el Cielo por toda la eternidad.
1 2
Mac 7, 1-2; 9-14. —
2 Cfr. J.
Dheilly, Diccionario bíblico, voz Saduceos,
p. 921. —
3 Lc 20,
27-38. —
4 Cfr. Dt 25,
5 ss. —
5 Ex 3,
2; 6. —
6 Cfr. Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota
a Lc 20, 27-40. —
7 S.
C. para la Doctrina de la Fe, Carta sobre algunas cuestiones
referentes a la escatología. 17-V-1979. —
8 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 177. —
9 Cfr. Rom 5.
12. —
10 Cfr. San
Juan Damasceno, Sobre la fe ortodoxa, 27. —
11 Cfr. J.
Ibáñez-F. Mendoza, La fe divina y católica de la Iglesia,
Magisterio Español, Madrid 1978. nn. 7, 216 y 779. —
12 Ibídem.
—
13 San
Cirilo de Jerusalén, Catequesis, IV, 18. —
14 1
Cor 6, 19. —
15 Cfr. R.
A. Knox, El torrente oculto, Rialp, Madrid 1956, p. 346.
—
16 San
Cirilo de Jerusalén, Catequesis, IV, 25. —
17 Tertuliano, Sobre
la resurrección, 63. —
18 Juan
Pablo II, Enc. Redemptor hominis, 4-III-1979, 13. —
19 Santo
Tomás, Comentario a la Carta a los Romanos, 8, 5. —
20 Flp 3,
21. —
21 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 196 —
22 1
Cor 6, 20, —
23 Juan
Pablo II, Audiencia general 18-III-1981.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico