Francisco Fernández-Carvajal 31 de octubre de 2022
@hablarcondios
— Personas que se santificaron a través de
una vida corriente.
— Todos hemos sido llamados a la santidad.
— La caridad, distintivo de los que han
alcanzado la bienaventuranza.
I. Alegrémonos
todos en el Señor, al celebrar este día de fiesta en honor de todos los santos:
de esta solemnidad se alegran los ángeles y alaban al Hijo de Dios1.
La fiesta de hoy recuerda y propone a la meditación común algunos componentes fundamentales de nuestra fe cristiana señalaba el Papa Juan Pablo II-. En el centro de la Liturgia están sobre todo los grandes temas de la Comunión de los Santos, del destino universal de la salvación, de la fuente de toda santidad que es Dios mismo, de la esperanza cierta en la futura e indestructible unión con el Señor, de la relación existente entre salvación y sufrimiento y de una bienaventuranza que ya desde ahora caracteriza a aquellos que se hallan en las condiciones descritas por Jesús. Pero la clave de la fiesta que hoy celebramos «es la alegría, como hemos rezado en la antífona de entrada: Alegrémonos todos en el Señor al celebrar este día de fiesta en honor de todos los Santos; y se trata de una alegría genuina, límpida, corroborante, como la de quien se encuentra en una gran familia donde sabe que hunde sus propias raíces...»2. Esta gran familia es la de los santos: los del Cielo y los de la tierra.
La
Iglesia, nuestra Madre, nos invita hoy a pensar en aquellos que, como nosotros,
pasaron por este mundo con dificultades y tentaciones parecidas a las nuestras,
y vencieron. Es esa muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de
toda nación, raza, pueblo y lengua, según nos recuerda la Primera
lectura de la Misa3.
Todos están marcados en la frente y vestidos con vestiduras blancas,
lavadas en la sangre del Cordero4.
La marca y los vestidos son símbolos del Bautismo, que imprime en el hombre,
para siempre, el carácter de la pertenencia a Cristo, y la gracia renovada y
acrecentada por los sacramentos y las buenas obras.
Muchos
Santos de toda edad y condición- han sido reconocidos como tales por la Iglesia,
y cada año los recordamos en algún día preciso y los tomamos como intercesores
para tantas ayudas como necesitamos. Pero hoy festejamos, y pedimos su ayuda, a
esa multitud incontable que alcanzó el Cielo después de pasar por este mundo
sembrando amor y alegría, sin apenas darse cuenta de ello; recordamos a
aquellos que, mientras estuvieron entre nosotros, hicieron, quizá, un trabajo
similar al nuestro: oficinistas, labriegos, catedráticos, comerciantes,
secretarias...; también tuvieron dificultades parecidas a las nuestras y
debieron recomenzar muchas veces, como nosotros procuramos hacer; y la Iglesia
no hace una mención nominal de ellos en el Santoral. A la luz de la fe, forman
«un grandioso panorama: el de tantos y tantos fieles laicos a menudo inadvertidos
o incluso incomprendidos; desconocidos por los grandes de la tierra, pero
mirados con amor por el Padre, hombres y mujeres que, precisamente en la vida y
actividad de cada jornada, son los obreros incansables que trabajan en la viña
del Señor; son los humildes y grandes artífices por la potencia de la gracia,
ciertamente del crecimiento del Reino de Dios en la historia»5.
Son, en definitiva, aquellos que supieron «con la ayuda de Dios conservar y
perfeccionar en su vida la santificación que recibieron»6 en
el Bautismo.
Todos
hemos sido llamados a la plenitud del Amor, a luchar contra las propias
pasiones y tendencias desordenadas, a recomenzar siempre que sea preciso,
porque «la santidad no depende del estado soltero, casado, viudo, sacerdote,
sino de la personal correspondencia a la gracia, que a todos se nos concede»7.
La Iglesia nos recuerda que el trabajador que toma cada mañana su herramienta o
su pluma, o la madre de familia dedicada a los quehaceres del hogar, en el
sitio que Dios les ha designado, deben santificarse cumpliendo fielmente sus
deberes8.
Es
consolador pensar que en el Cielo, contemplando el rostro de Dios,
hay personas con las que tratamos hace algún tiempo aquí abajo, y con las que
seguimos unidas por una profunda amistad y cariño. Muchas ayudas nos prestan
desde el Cielo, y nos acordamos de ellas con alegría y acudimos a su intercesión.
Hacemos
hoy nuestra aquella petición de Santa Teresa, que también ella misma escuchará,
en esta Solemnidad: «¡Oh ánimas bienaventuradas, que tan bien os supisteis
aprovechar, y comprar heredad tan deleitosa...! Ayudadnos, pues estáis tan
cerca de la fuente; coged agua para los que acá perecemos de sed»9.
II. En
la Solemnidad de hoy, el Señor nos concede la alegría de celebrar la
gloria de la Jerusalén celestial, nuestra madre, donde una multitud de hermanos
nuestros le alaban eternamente. Hacia ella, como peregrinos, nos encaminamos
alegres, guiados por la fe y animados por la gloria de los Santos; en ellos,
miembros gloriosos de su Iglesia, encontramos ejemplo y ayuda para nuestra
debilidad10.
Nosotros
somos todavía la Iglesia peregrina que se dirige al Cielo; y, mientras
caminamos, hemos de reunir ese tesoro de buenas obras con el que un día nos
presentaremos ante nuestro Dios. Hemos oído la invitación del Señor: Si
alguno quiere venir en pos de Mí... Todos hemos sido llamados a la
plenitud de la vida en Cristo. Nos llama el Señor en una ocupación profesional,
para que allí le encontremos, realizando aquella tarea con perfección humana y,
a la vez, con sentido sobrenatural: ofreciéndola a Dios, ejercitando la caridad
con las personas que tratamos, viviendo la mortificación en su realización,
buscando ya aquí en la tierra el rostro de Dios, que un día veremos
cara a cara. Esta contemplación trato de amistad con nuestro Padre Dios podemos
y debemos adquirirla a través de las cosas de todos los días, que se repiten
muchas veces, con aparente monotonía, pues «para amar a Dios y servirle, no es
necesario hacer cosas raras. A todos los hombres sin excepción, Cristo les pide
que sean perfectos como su Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48).
Para la gran mayoría de los hombres, ser santo supone santificar el propio
trabajo, santificarse en su trabajo, y santificar a los demás con el trabajo, y
encontrar así a Dios en el camino de sus vidas»11.
¿Qué
otra cosa hicieron esas madres de familia, esos intelectuales o aquellos
obreros..., para estar en el Cielo? Porque a él queremos ir nosotros; es lo
único que, de modo absoluto, nos importa. Esta santa decisión tiene mucha
importancia para los demás. Si, con la gracia de Dios y la ayuda de tantos,
alcanzamos el Cielo, no iremos solos: arrastraremos a muchos con nosotros.
Quienes
han llegado ya, procuraron santificar las realidades pequeñas de todos los
días; y si alguna vez no fueron fieles, se arrepintieron y recomenzaron el
camino de nuevo. Eso hemos de hacer nosotros: ganarnos el Cielo cada día con lo
que tenemos entre manos, entre las personas que Dios ha querido poner a nuestro
lado.
III.
Muchos de los que ahora contemplan la faz de Dios quizá no tuvieron ocasión, a
su paso por la tierra, de realizar grandes hazañas, pero cumplieron lo mejor
posible sus deberes diarios, sus pequeños deberes diarios.
Tuvieron errores y faltas de paciencia, de pereza, de soberbia, tal vez pecados
graves. Pero amaron la Confesión, y se arrepintieron, y recomenzaron. Amaron
mucho y tuvieron una vida con frutos, porque supieron sacrificarse por Cristo.
Nunca se creyeron santos; todo lo contrario: siempre pensaron que iban a
necesitar en gran medida de la misericordia divina. Todos conocieron, en mayor
o menor grado, la enfermedad, la tribulación, las horas bajas en
las que todo les costaba; sufrieron fracasos y tuvieron éxitos. Quizá lloraron,
pero conocieron y llevaron a la práctica las palabras del Señor, que hoy
también nos trae la Liturgia de la Misa: Venid a Mí, todos los que
estáis trabajados y cargados, y Yo os aliviaré12.
Se apoyaron en el Señor, fueron muchas veces a verle y a estar con Él junto al
Sagrario; no dejaron de tener cada día un encuentro con Él.
Los
bienaventurados que alcanzaron ya el Cielo son muy diferentes entre sí, pero
tuvieron en esta vida terrena un común distintivo: vivieron la caridad con
quienes les rodeaban. El Señor dejó dicho: en esto conocerán todos que
sois mis discípulos, si os amáis unos a otros13.
Esta es la característica de los Santos, de aquellos que están ya en la
presencia de Dios.
Nosotros
nos encontramos caminando hacia el Cielo y muy necesitados de la misericordia
del Señor que es grande y nos mantiene día a día. Hemos de pensar muchas veces
en él y en las gracias que tenemos, especialmente en los momentos de tentación
o de desánimo.
Allí
nos espera una multitud incontable de amigos. Ellos «pueden prestarnos ayuda,
no solo porque la luz del ejemplo brilla sobre nosotros y hace más fácil a
veces que veamos lo que tenemos que hacer, sino también porque nos socorren con
sus oraciones, que son fuertes y sabias, mientras las nuestras son tan débiles
y ciegas. Cuando os asoméis en una noche de noviembre y veáis el firmamento
constelado de estrellas, pensad en los innumerables santos del Cielo, que están
dispuestos a ayudarnos...»14.
Nos llenará de esperanza en los momentos difíciles. En el Cielo nos espera la
Virgen para darnos la mano y llevarnos a la presencia de su Hijo, y de tantos
seres queridos como allí nos aguardan.
*La
Iglesia nos invita a levantar el pensamiento y a dirigir la oración a esa
inmensa multitud de hombres y mujeres que siguieron a Cristo aquí en la tierra
y se encuentran ya con Él en el Cielo. La fiesta se celebra en toda la Iglesia
desde el siglo viii. En ella se nos recuerda que la santidad es asequible
a todos, en las diversas profesiones y estados, y que para ayudarnos a alcanzar
esa meta debemos vivir el dogma de la Comunión de los Santos.
1 Antífona
de entrada. —
2 Juan
Pablo II, Homilía 1-XI-1980. —
3 Apoc 7,
9. —
4 Cfr. Apoc 7,
3-9. —
5 Juan
Pablo II, Exhort. Apost. Christifideles laici, 30-XII-1988,
17. —
6 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 40. —
7 San
Josemaría Escrivá, Amar a la Iglesia, p. 67. —
8 Cfr. Juan
Pablo II, Exhort. Apost. Christifideles laici, cit. —
9 Santa
Teresa, Exclamaciones, 13, 4. —
10 Cfr. Misal
Romano, Prefacio de la Misa. —
11 Conversaciones
con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 55. —
12 Aleluya.
Mt 11, 28. —
13 Jn 13,
34-35. —
14 R.
A. Knox, Sermón a los colegiales de Alli Hallws, 1-XI-1950.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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