Mariano Nava Contreras 09 de abril de 2023
@MarianoNava
En su insuperable estudio La rama dorada, James Frazier notaba que la mayoría de las culturas antiguas tenían mitos de resurrección, leyendas en que un dios o un héroe muere y vuelve a la vida: los egipcios tenían a Osiris, los fenicios a Baal, los babilonios a Tammuz, los griegos a Dioniso. Estos mitos de muerte y resurrección están asociados a cultos de fertilidad y a la celebración del renacimiento y renovación de la naturaleza en la primavera. En cuanto a Dioniso, dios del vino y del teatro, Apolodoro en su Biblioteca mitológica y Eurípides en Las Bacantes cuentan que era hijo de Zeus y la mortal Semele. Ésta, llevada por la curiosidad, le pide a su amante que se muestre en todo su esplendor. Zeus no quiere, pero ante la insistencia de su amante, accede a complacerla. Semele cae fulminada ante la sola visión del dios, entonces Zeus se apresura a extraer el niño de su vientre y se lo cose en el muslo hasta que sea el tiempo de nacer. Por eso Dioniso es “el dios nacido dos veces”.
También
entre los griegos, Orfeo pierde a su amada Eurídice y consigue que los dioses
le permitan bajar al infierno a buscarla, eso sí, con la condición de no
voltear a verla hasta que ambos hayan salido a la luz del sol. A medio camino
Orfeo no soporta la curiosidad y voltea, y entonces la pierde para siempre.
Entre los nuestros, la mitología wayúu cuenta una historia parecida: Ulépala es
un joven que se enamora de una hermosa princesa wayúu, a la que rapta para
hacerla su esposa. Un día marcha de cacería y en su ausencia la princesa muere.
Al regresar, Ulépala se entera y se sume en una profunda tristeza. Esa noche,
mientras llora y bebe chirrinche, aparece el fantasma de su princesa que ha
vuelto de Jepira, la tierra de los guajiros muertos. Ambos se abrazan
apasionadamente y Ulépala intenta poseerla, pero la princesa le advierte que
entonces la perderá para siempre. Ulépala no hace caso y el fantasma en efecto
se desvanece. Su semen derramado se convierte en unas mariposas blancas que se
pierden en el cielo. Deseo, curiosidad y muerte. Los mitos parecen decirnos que
hay cosas de las que es mejor no saber.
Durante
años, críticos de la religión y la Biblia se dejaron llevar por esta
explicación antropológica de la Resurrección de Jesús, asociándola a estos
mitos de renovación y fecundidad de la naturaleza. Tales críticas han tratado
de desmitificar el hecho, ofreciendo explicaciones naturalistas. Siguiendo la
tesis de Frazier, en 1944 su amigo y colega de la Universidad de Oxford, C. S.
Lewis (sí, sí, el mismo de Las crónicas de Narnia)
escribió un ensayo titulado “Myth became fact”, algo así como “El mito se
convirtió en realidad”. El argumento del ensayo es sencillo y complementa la
tesis de Frazier: con el cristianismo, el viejo mito del dios que muere y
resucita se convierte en realidad.
Es lo
que se desprende de las mismas Escrituras, que son bastante claras. Marcos
cuenta que “el primer día de la semana” María Magdalena, María la madre de
Santiago y Salomé fueron a la tumba de Jesús para perfumar su cuerpo, pero
encontraron el sepulcro abierto y la tumba vacía, entonces un ángel les dijo
que había resucitado (Mc. 16, 1-8). Jesús se apareció primero a
María Magdalena, quien corrió a contarles a los apóstoles, pero éstos no le
creyeron (Mc. 16, 9). Algo parecido cuentan Juan y Lucas. Mateo,
por su parte, dice que esa mañana se acercó a un grupo de mujeres (las
“miróforas” de la tradición ortodoxa), “quienes tomaron sus pies y le adoraron”
(Mt. 28, 9). Pablo recordará pocos años después que Jesús “fue
sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras, que se apareció a
Cefas (Pedro) y después a los Doce; después se apareció a más de quinientos
hermanos a la vez, de los cuales todavía la mayor parte viven y otros murieron.
Luego se le apareció a Santiago, más tarde a todos los apóstoles, y en último
término se me apareció también a mí…” (1Co. 15, 3-8).
Lucas
cuenta cómo Jesús acompañó a unos discípulos cuando se dirigían a Emaús (Lc. 24,
13-15) y que también se le apareció a Simón Pedro (Lc. 24 33-34), y
Juan dice que se manifestó a un grupo de discípulos junto al mar de Tiberíades,
entre ellos Simón Pedro y Tomás (Jn. 21, 2-1). Pero las apariciones
de Jesús no se limitan a dejarse ver en un lugar y en un momento específicos,
sino que suceden también en sitios públicos: en el huerto donde está el
sepulcro, en el camino de Emaús, en el Cenáculo, a orillas del lago de
Genezaret, sobre un cerro de Galilea. Asimismo Jesús interactúa con sus
discípulos de las maneras más extraordinarias. Marcos recuerda que se les
apareció a los once “y les echó en cara su incredulidad, al no haber creído a
quienes le habían visto” (Mc. 16, 14), y Lucas dice que comió
pescado asado con sus discípulos (Lc. 24, 41-42). A Tomás, que
había dudado, le pide que toque con sus propias manos sus heridas, para que no
sea “incrédulo sino creyente” (Jn. 20, 24-29). Según los Hechos
de los apóstoles, Jesús siguió apareciéndose a sus discípulos durante
cuarenta días (Hc. 1, 3) y Lucas describe su ascenso al cielo desde
un lugar de Betania (Lc. 24, 50-51).
Según
las Escrituras, Jesús no fue el único en resucitar ni el primero. También Elías
clamó a Dios para que resucitara al hijo de la viuda de Sarepta (1Re. 17),
el mismo Jesús resucitó a Lázaro (Jn. 11, 38-44) y después Pablo
resucitó al niño Eutico, que había muerto al caer de un tercer piso (Hc. 20,
9-12). Sin embargo, todos ellos revivieron para volver a morir. Tampoco la
Resurrección es el único milagro que obra Jesús, pero entre todos es el milagro,
que había sido anunciado en el Antiguo Testamento (Dn. 12, 1; Is. 26,
19; Ez. 37, 1-14; 2Mac. 7, 9), que Él mismo
anunció en repetidas ocasiones (Lc. 18, 34; Jn. 2,
19-22) y cuya historicidad es cuidadosamente reivindicada desde los primeros
momentos del cristianismo. De este interés dan cuenta los Hechos de los
Apóstoles, donde se cuenta cómo Pedro y Juan fueron encarcelados por
anunciar la noticia. Los sacerdotes los amenazaron para que no la siguieran
divulgando, pero ellos replicaron que “no podían dejar de decir lo que habían
visto y oído” (Hc. 4, 1-22).
Que
los apóstoles fueron conscientes desde el primer momento de la importancia
fundamental de este hecho lo dice también Lucas, quien afirma que “los
apóstoles daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús” (Hc. 4,
33), y Pablo, quizás el principal constructor de la doctrina, escribió apenas
dos décadas después: “si se predica que Cristo ha resucitado entre los muertos,
¿cómo andan diciendo algunos de ustedes que no existe la resurrección de los
muertos? Si no existe la resurrección de los muertos, tampoco Cristo resucitó.
Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación y también vacía es
nuestra fe” (1Co. 15, 12-14).
El
misterio de la muerte y resurrección de Cristo continuó siendo el tema central
de las reflexiones de los primeros Padres de la Iglesia. Ya desde el siglo I,
Ignacio de Antioquía, en su Carta a los tralianos, se
esforzaba por defender la historicidad de la resurrección de Jesús, al tiempo
que Policarpo de Esmirna viajaba a Roma para hallar, junto con el papa Aniceto,
la fecha adecuada para celebrar la Pascua de Resurrección. Un siglo después,
Justino Mártir defenderá, desde la filosofía, la idea de la resurrección de los
muertos. Será en el 325, en el Primer Concilio de Nicea, cuando la doctrina de
la resurrección se convierta en dogma, al ser incluido en el llamado Credo
niceno, que define los dogmas de la fe cristiana: “… que por nosotros
los hombres y por nuestra salvación bajó, se encarnó y se hizo hombre, padeció
y resucitó al tercer día, y subió al cielo…”. Este credo fue adoptado y
ampliado por el Concilio de Constantinopla en el año 381.
Tomado
de: https://prodavinci.com/la-resurreccion-genesis-de-un-dogma-fundador/
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