Humberto García Larralde 05 de diciembre de 2023
Una
relectura del libro de Hannah Arendt, Sobre la revolución, ayuda a
aclarar mejor las vulnerabilidades que exhibió la democracia venezolana en el
pasado, así como elementos que contribuirán a fortalecerla —cuando logremos
desplazar a la actual oligarquía criminal del poder—, ante posibles arremetidas
dictatoriales a futuro. El libro de la célebre filósofa y politóloga
judeo-alemana se centra en el examen de aspectos aleccionadores de las dos
revoluciones más emblemáticas en la determinación de la modernidad política en
los países avanzados: la Revolución francesa y la que emancipó a las 13
colonias de Norteamérica del dominio británico, que ella refiere como
Revolución “americana”.
Para Arendt el uso de la violencia no es la característica definitoria de una revolución. Ésta se distingue por su propósito central, que es conquistar condiciones para ejercer la libertad. Cónsono con la visión liberal, ésta se asienta en el individuo, pero lo más importante es que, a partir de ahí, fundamenta la acción pública de los integrantes de una comunidad. Abolido el régimen autocrático asentado en privilegios de nacimiento, de derecho divino o en expolios de conquista, la libertad fundamenta su soberanía para abordar los desafíos de la justicia y del bienestar social, conforme a criterios que surgen del debate en su seno. En su libro explica cómo puede comprometerse esta condición básica de libertad cuando se le subordina a la prosecución de una justicia social como fin central de la revolución.
Al
comparar Hannah Arendt a las revoluciones francesa y americana, señala que la
primera terminó secuestrada por la preeminencia de resolver la injusticia
social, desbordada como estaba por la marejada de sans-culottes recientemente
empoderados por su liberación de las estructuras de sumisión del Ancien
Régime. En un escenario de gran efervescencia social, llevó a asumir
potestades dictatoriales para atender sus exigencias, desplazando el interés
acerca de la nueva arquitectura política que mejor resguardaría la libertad y
de cómo debía expresarse en una constitución cuya discusión empezaba.
Desembocó, como se sabe, en el reino del terror de Robespierre y,
posteriormente, en el régimen imperial napoleónico que, si bien, impuso —a
cañonazo limpio— la modernización de las estructuras de poder en buena parte de
Europa, no consagró el ambiente de libertad esperado, como la entendemos hoy.
Tampoco pudo asegurar la justicia social tan anhelada, siendo que aún no se contaba
con el desarrollo tecnológico para ello. A través de este recuento, Arendt
acentúa la distinción entre liberación, que frecuentemente
involucra el uso de la violencia, y libertad, que es el fin
deseado.
Para
la Revolución americana, perpetrada por una población comparativamente menor
pero más próspera de colonos, dada la riqueza del Nuevo Mundo, la preocupación
central era cómo mantener y fortalecer las libertades asociadas al autogobierno
que había surgido gracias a la lejanía del poder monárquico, y sobre las cuales
descansaba el ejercicio de la libre iniciativa y las normas de respeto a la
propiedad y a las libertades de los demás (salvo los esclavos) como pilares de
la sociedad deseada. El reto de erigir un Estado federal a partir de las trece
colonias autónomas, que no ahogara la soberanía popular conquistada, lleva a
Arendt a argumentar a favor de la permanente participación de la población
conjurada en la toma de decisiones políticas, garantía única de que la
revolución no fuese secuestrada progresivamente por una casta cada vez más
poderosa que decidiera, a distancia, en nombre de la sociedad. Es decir,
aparece el problema de la representatividad –necesaria en un país de las
dimensiones del que se estaba constituyendo— ante la inviabilidad de ejercer
una democracia directa al estilo de las ciudades-estado de la antigüedad
clásica. El peligro que observaron algunos “Padres Fundadores” del nuevo estado
federal, notablemente Jefferson, era que un poder constituido por una minoría
de representantes que decidían “en nombre de”, tendía a propiciar que las
mayorías utilizaran su libertad para refugiarse en su esfera privada de
intereses, abandonando la política, salvo cuando les tocaba votar. Desaparecía
la polis, espacio fundamental para el ejercicio de la libertad.
De ahí
puede derivarse una noción de revolución centrada en la constitución de un
régimen político que asegure la participación activa y directa de los
individuos en los asuntos que les conciernen, plasmado en transformaciones
institucionales fundamentales. El cambio de manos del poder político a través
de proclamadas “revoluciones” que han salpicado tanto nuestra historia no
pasaría de ser, en realidad, un golpe de Estado. Fueron revueltas que
violentaron los mecanismos aceptados para el traspaso del poder, frecuentemente
definidos por el autócrata de turno, pero no se asociaron a vuelcos
significativos y duraderos en sus instituciones. Podrán haber sido acciones
cruentas, capaces de desplazar a buena parte de la élite existente, pero no fueron
revoluciones en el concepto de Arendt.
En
Venezuela, la llamada “revolución bolivariana” ha estado muy distante de todo
lo planteado. Si bien se caracterizó como ruptura del marco institucional de la
democracia representativa adeco-copeyana, lo hizo para entronizar una
autocracia que fue acorralando y reprimiendo los ámbitos autónomos de
participación y acción política de los venezolanos. Sólo admitía la
conformación de espacios para la única expresión de “pueblo” aceptada, aquellos
que plasmaran ciegamente la voluntad de Chávez. Bajo su personalismo
irresponsable, la “revolución” desembocó en la instalación de un régimen de
expoliación militarizado, excluyente, amparado en la represión y en la negación
de los derechos constitucionales; un caso claro de involución. Pero, al lado de
esta ruptura (para peor) hubo también mucho de continuidad. Potenció
enormemente las peores lacras del pasado, notablemente el populismo, el
clientelismo y la corrupción asociadas al manejo discrecional de la enorme
renta petrolera que pasó por sus manos.
De ahí
que el desplazamiento de este régimen bien podría entenderse como una
revolución de verdad, en los términos arendtianos, si logra, a la vez que
supera definitivamente al rentismo estatista, desarrollar y consolidar una democracia
de avanzada basada en la descentralización, la apertura de la gestión de
gobierno en todos los niveles al escrutinio público, el libre flujo de la
información y, con ello, espacios para la potenciación de la iniciativa y la
libertad de los venezolanos.
El
concepto clave aquí es el de empoderamiento ciudadano. Nuestro gran reto, más
allá de un programa económico coherente y eficaz, capaz de sacar a Venezuela
del abismo en que la arrojó la mafia dominante, será forjar una cultura de
participación, con su marco institucional correspondiente, que reconozca y
potencie las potestades de organismos de base —sindicatos, gremios,
asociaciones de vecinos, culturales, de consumidores, ecológicas, etc.— para
aportar en la solución de los problemas e inquietudes que les conciernen, como
para la vigilancia y llamado de atención activa a las acciones instrumentadas
por los distintos niveles de gobierno. Se trata de crear espacios para lo que,
en otro plano, conforma el capital social: la asociatividad, confianza mutua y
reconocimiento, para que venezolanos bien informados y conscientes puedan
motorizar los cambios y las respuestas requeridas ante los desafíos y
oportunidades de la reconstrucción de Venezuela. El ingreso petrolero siempre
será bienvenido, pero no debemos depender de él, más cuando, en manos del
Estado, refuerza una cultura paternalista que consintió políticas populistas y
clientelares que desembocaron en el actual régimen.
Estas
referencias a una tensión ciudadana por inmiscuirse en los asuntos que le competen,
así planteadas, podrían señalarse como una ilusión. Es, claramente, la
aspiración de los demócratas a nivel mundial, en contraposición a las
autocracias populistas que amenazan hoy las libertades públicas. La propia
Hannah Arendt, al final del libro, tantea la idea de una arquitectura política
enraizada en órganos de gobierno participativo local –municipios, cabildos,
etc.– sin atreverse a afirmar que sería la solución al problema de cómo reducir
la desafectación de la gente por la polis, espacio de participación política de
la ciudadanía. Quizás sean, como figura ideal, una ilusión. Pero su
conceptualización como referencia a la cual aspirar será un ingrediente
permanente para la defensa de las libertades públicas que constituyen la
esencia de la democracia. En la educación, la formación ciudadana y la apertura
de espacios de participación están las garantías para la democracia futura en
Venezuela.
Humberto
García Larralde
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