Francisco Fernández-Carvajal 19 de agosto de 2024
@hablarcondios
— Los
bienes de la tierra se han de ordenar al fin sobrenatural del hombre.
— La
riqueza y los talentos personales deben estar al servicio del bien. Cómo es la
pobreza de quien vive en medio del mundo y ha de santificarse con los
quehaceres temporales.
—
Desarrollar los talentos que el Señor nos ha dado en bien de los demás.
I. Los Apóstoles vieron con pena –el Señor también– cómo se marchaba el joven que no quiso dejar a un lado sus riquezas para seguir al Maestro. Le vieron partir con esa tristeza peculiar del que no corresponde a lo que Dios le pide. Todos quizá pensaron que podía haber sido uno del grupo de los más íntimos, aquellos que escucharon confidencias entrañables de Jesús y recibieron más tarde el mandato de evangelizar el mundo, de ir con la doctrina de Cristo hasta los confines de la tierra.
En
este clima, mientras reemprenden la marcha, el Señor les dijo: Difícilmente
entrará un rico en el Reino de los Cielos. Y añadió: Es más, os
digo que es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico
entrar en el Reino de Dios. Los discípulos quedaron muy asombrados1.
Quien
pone su corazón en los bienes de la tierra se incapacita para encontrar al
Señor, porque el hombre puede tener como fin a Dios, al que alcanza también a
través de las cosas materiales como simples medios que son, o poner las
riquezas como meta de su vida, en sus muchas manifestaciones de deseo de lujo,
de comodidad, de poseer más... El corazón se orienta según uno de estos dos
fines. Quien lo tiene repleto de bienes materiales no puede amar a Dios: no
se puede servir a Dios y a las riquezas2,
enseñó el Señor en otra ocasión.
El
término arameo original de riquezas que utilizó el Señor, es Mammon,
que «designa con irrisión un ídolo. ¿Por qué se trata de un ídolo? Por un doble
motivo. Primeramente porque el ídolo es un sustitutivo de Dios. Se trata del
uno o del otro (...). En segundo lugar, por su contenido. Más allá del dinero,
simple unidad monetaria, el ídolo Mammon simboliza un
instrumento de la voluntad de poder, un medio de posesión del mundo, una
expresión de la avidez de las cosas y también una desviación de las relaciones
de los hombres entre sí. El dominio que el ídolo ejerce sobre el hombre se
opone a lo que es propio de la persona humana creada a imagen y semejanza de
Dios, y por tanto a su relación con el Creador»3.
El que
pone su deseo en las cosas de la tierra como si fueran un bien absoluto comete
una especie de idolatría4,
corrompiendo su alma como se corrompe con la impureza5,
y, con frecuencia, acaba uniéndose a los «príncipes de este mundo», que se
levantan contra Dios, contra Cristo6.
El
amor desordenado a los bienes materiales, pocos o muchos, es un gravísimo
obstáculo para el seguimiento de Cristo, como se manifiesta en el pasaje del
joven rico que considerábamos en nuestra meditación de ayer, y en las duras y
enérgicas palabras con que el Señor condena el mal uso de las riquezas. Por
eso, el cristiano ha de examinar con frecuencia si ama la sobriedad y la
templanza, si está realmente desprendido de las cosas de la tierra, si valora
más los bienes del alma que los del cuerpo, si utiliza los bienes para hacer el
bien, si le acercan a Dios o lo separan de Él, si es parco en las necesidades
personales, restringiendo los gastos superfluos, no cediendo a los caprichos,
vigilando la tendencia a crearse falsas necesidades. Ha de ver si cuida las
cosas de su hogar, los instrumentos de trabajo... ¡Qué pena si alguna vez no
viéramos a Jesús que pasa a nuestro lado porque tuviéramos el corazón puesto en
algo que pronto hemos de dejar! ¡Algo que vale tan poco en comparación de las
riquezas sin límite que Cristo da a quienes le siguen!
II. El
cristiano que vive en medio del mundo no debe olvidar, sin embargo, que los
bienes materiales en sí mismos son bienes que debe hacer producir
en favor de la propia familia y de la sociedad, de las buenas obras que
sostiene con su esfuerzo, y que ha de santificarse con ellos. Nada más lejano
del verdadero espíritu de pobreza secular que la actitud encogida del que ve
con miedo el mundo y sus riquezas. El verdadero progreso y el desarrollo
–también material– son buenos y queridos por Dios. Y el Señor no predicó nunca
ni la suciedad ni la miseria. Todos hemos de luchar, en la medida de las
propias posibilidades, contra la pobreza, la miseria y cualquier situación de
indigencia que degrade al ser humano.
La
pobreza del cristiano corriente, que se ha de santificar en medio de sus tareas
seculares, no consiste en una circunstancia meramente exterior: tener o no
tener bienes materiales; se trata de algo más profundo que afecta al corazón,
al espíritu del hombre; consiste en ser humilde ante Dios, en sentirse siempre
necesitado ante Él, en ser piadoso, en tener una fe rendida que se manifiesta
en la vida y en las obras. Si se poseen estas virtudes y además abundancia de
bienes materiales, la actitud del cristiano ha de ser la de desprendimiento, de
caridad generosa. El que no posee bienes materiales abundantes no por ello está
justificado ante Dios, si no se esfuerza por adquirir las virtudes que constituyen
la verdadera pobreza. También en la escasez puede manifestar su generosidad, su
señorío, y también debe estar desprendido de lo poquísimo de que dispone.
Jesús
estuvo muy cerca de los pobres, de los enfermos, de quienes padecían cualquier
necesidad, pero entre los más allegados a su Persona no faltaron gentes de
fortuna más o menos cuantiosa. Las mujeres que subvenían a sus necesidades eran
gente acomodada. Algunos de sus Apóstoles, como Mateo y los hijos de Zebedeo,
tenían ciertos medios económicos. José de Arimatea, hombre rico, es mencionado
expresamente como discípulo suyo7;
él y Nicodemo tienen el privilegio de recibir el Cuerpo muerto de Jesús8,
para cuya sepultura trajo este último gran cantidad de aromas (unas cien
libras, ¡más de treinta kilos!). La familia de Betania con la que tenía una
especial amistad era, probablemente, de cierto relieve social, pues son muchos
los judíos que acuden a su casa a la muerte de Lázaro. Llama a Zaqueo para
hospedarse en su casa y le admite entre sus seguidores9.
El mismo vestido de Jesús no carecía de prestancia, pues llevaba una túnica
inconsútil, orlada...
«Los
bienes de la tierra no son malos; se pervierten cuando el hombre los erige en
ídolos y, ante esos ídolos, se postra; se ennoblecen cuando los convertimos en
instrumentos para el bien, en una tarea cristiana de justicia y de caridad. No
podemos ir detrás de los bienes económicos, como quien va en busca de un
tesoro; nuestro tesoro (...) es Cristo y en Él se han de centrar todos nuestros
amores (...)»10; Él es el verdadero valor que define toda nuestra vida, por
encima del cual nada hay. A Él debemos imitar, según las circunstancias
personales de cada uno. Y nunca debemos dar por supuesto el desprendimiento de
los bienes y su recto uso, porque la tendencia de todo hombre, de toda mujer,
es fabricarse sus propios ídolos, crearse «necesidades innecesarias», gastar
más de lo debido, poseer los bienes para los propios caprichos sin tener en
cuenta que «el hombre, al usarlas, no debe tener las cosas que legítimamente
posee como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de
que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás»11.
Examinemos
hoy la rectitud con que usamos los bienes y si tenemos el corazón puesto en el
Señor, desasido de lo mucho o de lo poco que poseamos, teniendo en cuenta que
«un signo claro de desprendimiento es no considerar –de verdad– cosa alguna
como propia»12.
III.
Debemos desarrollar sin miedo, sin falsa modestia ni timideces, todos los
talentos que el Señor nos ha dado, poner nuestras energías para que la sociedad
progrese y lograr que sea cada vez más humana, que se den las condiciones
necesarias para que todos lleven una vida digna, como corresponde a hijos de
Dios. Hemos de aprender a dar de lo nuestro, a fomentar y a ayudar, según
nuestras circunstancias, a instituciones y fundaciones que eleven y rediman al
hombre de su incultura o de sus condiciones menos humanas. Debemos procurar, en
lo que de nosotros depende, que no existan más esas desigualdades y diferencias
sociales que claman al Cielo: por un lado, personas que luchan cada día por
sobrevivir; por otro, despilfarros que ofenden a la criatura y al Creador.
Encontramos
muchas dificultades, internas –en nuestro corazón, donde subsisten las raíces
del egoísmo, de la posesión desordenada– y externas –las de un ambiente lanzado
sin freno hacia los bienes de consumo–. Este ambiente externo, que lleva
consigo frecuentemente una fuerte carga de sensualidad, es «el marco más
adecuado para que proliferen las desviaciones morales de todo signo: el
erotismo, la exaltación del placer estimado y cultivado por sí mismo, la
degradación por el abuso del alcohol y las drogas, etc. Es evidente que tales
excesos aparecen como consecuencia de la insatisfacción profunda que padece el
hombre cuando se aparta de Dios (...). El resultado está a la vista: hombres y
mujeres –incontables ya– faltos de ideales, sin criterio ni sentido claro de
las cosas y de la vida»13,
que se levantan contra el Señor y contra Cristo14.
Para
la mayoría de los cristianos, para aquellos que se han de santificar en medio
de las realidades temporales, seguir a Cristo significará desarrollar su
capacidad –también en cuanto a la creación y añoramiento de bienes materiales–
en bien de la sociedad entera, comenzando por la familia, que ha de tener los
medios necesarios, ayudando a quienes se encuentran más necesitados, creando
puestos de trabajo... Pero el fin del cristiano en la vida no puede ser
enriquecerse, acumular bienes, poseer lo más posible. Esto llevaría al mayor
empobrecimiento de su persona. La templanza en la posesión y en el uso de los
bienes da al cristiano una madurez humana y sobrenatural que permite seguir de
cerca a Cristo y llevar a cabo un gran apostolado en el mundo. La Virgen, que
supo vivir como nadie esta virtud de la pobreza, nos ayudará hoy a formular un
propósito, quizá pequeño, pero bien concreto.
1 Mt 19,
23-25. —
2 Mt 6.
24. —
3 J.
M. Lustiger, Secularidad y teología de la Cruz, Madrid
1987, pp. 155-156 —
4 Col 3,
5. —
5 Cfr. Ef 4,
19; 5, 3. —
6 Cfr. Sal 2,
2. —
7 Mt 27,
57. —
8 Jn 19,
38. —
9 Lc 19,
5. —
10 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 35. —
11 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 69. —
12 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 524. —
13 A.
Fuentes, El sentido cristiano de la riqueza, Rialp, Madrid
1988, pp. 186-187. —
14 Cfr. Sal 2,
2.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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