Francisco Fernández-Carvajal 02 de octubre de 2024
@hablarcondios
—
Urgencia de nuevos apóstoles para reevangelizar el mundo.
— La
caridad, fundamento del apostolado.
— La
alegría que ha de acompañar al mensaje de Cristo.
I. Entre los que seguían a Jesús había un numeroso grupo de discípulos1. Entre ellos se contaban quienes acompañaron a Jesús desde el bautismo de Juan hasta la Ascensión: de algunos nos dan noticias los Hechos de los Apóstoles, como José, llamado Barsabas, y Matías2; también estarían en este grupo Cleofás y su compañero, a quienes Cristo resucitado se les apareció en el camino de Emaús3. Sin pertenecer al círculo de los Doce, estos discípulos llegaron a formar una categoría especial entre los oyentes y amigos de Jesús, siempre dispuestos para lo que el Maestro los necesitase4. Con toda seguridad formaron el núcleo de la primitiva Iglesia después de Pentecostés. En el Evangelio de la Misa5 leemos que, de estos que le seguían con plena disponibilidad, Jesús designó a setenta y dos para que fueran delante de Él, preparando las almas para la llegada de Cristo. Y les dijo: La mies es mucha y los obreros pocos.
Hoy,
también, el campo apostólico es inmenso: países de tradición cristiana que es
necesario evangelizar de nuevo, naciones que han sufrido durante tantos años la
persecución a causa de la fe y que necesitan nuestra ayuda, los nuevos pueblos
sedientos de doctrina... Basta echar una mirada a nuestro alrededor –al lugar
de trabajo, a la Universidad, a los medios de comunicación...– para darnos
cuenta de todo lo que falta por hacer. La mies es mucha... «Enteros
países y naciones, en los que en un tiempo la religión y la vida cristiana
fueron florecientes y capaces de dar origen a comunidades de fe viva y
operativa, están ahora sometidos a dura prueba e incluso alguna que otra vez
son radicalmente transformados por el continuo difundirse del indiferentismo,
del secularismo y del ateísmo. Se trata, en concreto, de países y naciones del
llamado Primer Mundo, en el que el bienestar económico y el consumismo –si bien
entremezclado con espantosas situaciones de pobreza y miseria– inspiran y
sostienen una existencia vivida “como si no hubiera Dios”. Ahora bien, el
indiferentismo religioso y la total irrelevancia práctica de Dios para resolver
los problemas, incluso graves, de la vida, no son menos preocupantes y desoladores
que el ateísmo declarado. Y también la fe cristiana –aunque sobrevive en
algunas manifestaciones tradicionales y ceremoniales– tiende a ser arrancada de
cuajo de los momentos más significativos de la existencia humana, como son los
momentos del nacer, del sufrir y del morir. De ahí proviene el afianzarse de
interrogantes y de grandes enigmas, que, al quedar sin respuesta, exponen al
hombre contemporáneo a inconsolables decepciones, o a la tentación de suprimir
la misma vida humana que plantea esos problemas»6.
Ahora es tiempo de esparcir la semilla divina y también de cosechar. Hay
lugares en los que no se puede sembrar por falta de operarios, y mieses que se
pierden porque no hay quien las recoja. De ahí la urgencia de nuevos
apóstoles. La mies es mucha; los obreros, pocos.
En los
primeros tiempos del Cristianismo, en un mundo con una situación parecida a la
nuestra –con abundancia de recursos materiales pero espiritualmente
menesteroso–, la naciente Iglesia tuvo el necesario vigor, no solo para
protegerse de ser paganizada desde fuera, sino para transformar, desde dentro,
una civilización tan alejada de Dios. No parece que el mundo de hace dos mil
años estuviera mejor o peor preparado que el nuestro para ser evangelizado. A
primera vista podía presentarse cerrado al mensaje de Cristo, como el de ahora;
pero aquellos primeros cristianos, apóstoles todos, con las mismas armas que
nosotros, el espíritu de Jesús, supieron transformarlo. ¿No vamos a poder
nosotros cambiar el mundo que nos rodea: la familia, los amigos, los compañeros
de trabajo...?
El
mundo actual quizá esté necesitado de muchas cosas, pero ninguna otra le es
precisa con más urgencia que la de apóstoles santos, alegres, convencidos,
fieles a la doctrina de la Iglesia, que con sencillez den a conocer que Cristo
vive. Es el mismo Señor quien nos indica el camino para conseguir nuevos
operarios que trabajen en su viña: Rogad, pues, al Señor de las mies
que envíe operarios a su mies. Rogad..., nos dice. «La oración es el medio
más eficaz de proselitismo»7.
Nuestro afán apostólico ha de traducirse, en primer lugar, en una petición
continuada, confiada y humilde de nuevos apóstoles. La oración ha de ir siempre
por delante.
«Desgarra
el corazón aquel clamor –¡siempre actual!– del Hijo de Dios, que se lamenta
porque la mies es mucha y los obreros son pocos.
»—Ese
grito ha salido de la boca de Cristo, para que también lo oigas tú: ¿cómo le
has respondido hasta ahora?, ¿rezas, al menos a diario, por esa intención?»8.
II. La
mies es mucha... «Para la mies abundante –comenta San Gregorio Magno–
son pocos los obreros – cosa que no podemos decir sin gran tristeza–; porque si
bien no faltan los que oyen las cosas buenas, faltan sin embargo quienes las
difundan»9. El Señor quiere servirse ahora de nosotros, como lo hizo en aquella
ocasión con quienes le acompañaban y después con todos aquellos que le han
querido seguir de cerca,
El
Maestro, antes de enviar a los suyos al mundo entero, les hizo vivir como
amigos en su intimidad, les dio a conocer al Padre, les reveló su amor y, sobre
todo, se lo comunicó. Como el Padre me amó, Yo también os he amado a
vosotros10; os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a
mi Padre os lo he dado a conocer. Y añadió, a modo de conclusión: os
he destinado para que vayáis y deis fruto11.
Con esta caridad hemos de ir a todos los lugares, pues el apostolado consiste
sobre todo en «manifestar y comunicar la caridad de Dios a todos los hombres y
pueblos»12, esa caridad con la que nos ama el Señor y con la que quiere
que amemos a todos. El cristiano será apóstol en la medida en que sea amigo de
Dios y viva esa amistad con quien se encuentra cada día en su camino. En un
mundo en el que la desconfianza y la agresividad parecen ir ganando terreno,
nuestra primera preocupación ha de ser la de vivir con esmero la caridad en
todas sus manifestaciones. Cuando quienes nos tratan –por muy alejados que se
encuentren de Dios– vean que nos fiamos de ellos, que estamos dispuestos a
prestar una ayuda, a sacrificarnos por el bien de personas que incluso no
conocemos, que no guardamos rencor, que no somos negativos ni hablamos nunca
mal de nadie, que siempre nos encontrarán dispuestos a colaborar..., pensarán
que los cristianos somos muy diferentes, porque seguimos a Alguien,
a Cristo, muy particular. No quiere decir esto que nunca tengamos diferencias
con los demás, sino que las manifestamos sin aire de agravio, sin poner en duda
la buena fe de las personas, sin atacar, aunque estemos muy lejos de sus ideas.
Cuando nadie queda excluido de nuestro trato y de nuestra ayuda, entonces
estamos dando testimonio de Cristo.
III.
Junto a la caridad, hemos de manifestar al mundo nuestra alegría. Aquella que
el Señor nos prometió en la Última Cena13,
la que nace del olvido de nuestros problemas y de la intimidad con Dios. La
alegría es esencial en el apostolado, pues ¿quién puede sentirse atraído por una
persona triste, negativa, que se queja continuamente? Si la doctrina del Señor
se propagó como un incendio en los primeros siglos fue, en buena parte, porque
los cristianos se mostraban con la seguridad y la alegría de ser portadores de
la Buena Nueva: eran los mensajeros gozosos de Aquel que había traído la
salvación al mundo, Ciertamente constituían un pueblo feliz en medio de un
mundo triste, y su alegría transmitía su fe en Cristo, era portadora de la
verdad que llevaban en el corazón y de la que hablaban en el hogar, en la
intimidad de la amistad..., en todo momento, porque era la razón de su vida.
La
alegría del cristiano tiene un fundamento bien firme, el sentido de su
filiación divina, el saberse hijos de Dios en cualquier circunstancia. «Como
sugiere Chesterton, es alegría no porque el mundo pueda colmar todas nuestras
aspiraciones, sino al revés. No estamos donde hemos de permanecer: estamos en
camino. Habíamos perdido la senda y Alguien ha venido a buscarnos y nos lleva
de vuelta al hogar paterno. Es alegría no porque todo lo que nos sucede esté
bien –no es así–, sino porque Alguien sabe aprovecharlo para nuestro bien. La
alegría cristiana es consecuencia de saber enfrentarse con el único hecho
auténticamente triste de la vida, que es el pecado: y de saber contrarrestarlo
con un hecho gozoso aun más real y más fuerte que el pecado: el amor y la
misericordia de Dios»14,
Hemos
de preguntarnos si realmente reflejamos en nuestra vida ordinaria tantos
motivos como tenemos para estar alegres: el gozo de la filiación divina, del
arrepentimiento y el perdón, de sentirnos en camino hacia una felicidad sin
fin..., ¡la inmensa alegría de poder comulgar con tanta frecuencia! «El primer
paso para acercar a otros a los caminos de Cristo es que te vean contento,
feliz, seguro en tu andar hacia Dios»15.
Y,
junto a la alegría y la caridad de Cristo, hemos de saber expresar la posesión
de la única verdad que puede salvar a los hombres y hacerlos felices. «Solo los
cristianos convencidos tienen la posibilidad de convencer a los demás. Los
cristianos convencidos a medias no convencerán a nadie»16.
1 Cfr. Mc 2,
15. —
2 Cfr. Hech 1,
21-26. —
3 Cfr. Lc 24,
13-35. —
4 Cfr. P.
R. Bernard, El misterio de Jesús, J. Flors, Barcelona 1965,
vol. I, pp. 88 ss. —
5 Lc 10,
1-12. —
6 Juan
Pablo II, Exhort. Apost. Christifideles laici, 30-XII-1988,
34. —
7 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 800. —
8 ídem, Forja,
n. 906. —
9 San
Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, 17, 3.
—
10 Jn 15,
9. —
11 Jn 15,
16. —
12 Conc.
Vat. II, Decr. Ad gentes, 10. —
13 Cfr. Jn 16,
22. —
14 C.
Burke, Autoridad y libertad en la Iglesia, p. 223. —
15 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 858. —
16 C.
Burke, o. c., p. 219.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx#google_vignette
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