Tulio Hernández 30 de septiembre de 2024
«Pensar
el país perdido desde las disciplinas de la conducta, del estudio de los
imaginarios, de los días llorosos, de la procesión que llevamos por dentro,
pero no queremos aceptar, ni demostrar, es un acto de valentía necesario»
El
dolor personal, las perturbaciones emocionales, las enfermedades mentales, los
efectos de lo que algunos sociólogos y psicólogos sociales llaman el
sufrimiento ético político producto de la crisis humanitaria compleja
que nos asedia, cobran cada vez más peso entre especialistas de la psique,
oenegés de asistencia humanitaria y organizaciones internacionales
especializadas en temas de migración.
Recientemente, he entrado en contacto con reflexiones complejas de venezolanos que intentan explicar el impacto afectivo de nuestro drama. Hoy solo citaré dos de ellas, de autores a quienes conozco personalmente y guardo gran respeto por su trabajo profesional. No tratan exactamente los mismos temas, ni parten de similares enfoques disciplinarios, pero son voces de una nación que sangra por la misma herida.
El
primer texto fue publicado en el portal Trópico Absoluto. Es
de Fernando Rodríguez, profesor de Filosofía de la Universidad Central de
Venezuela (UCV), editor, prolífico autor en diarios, revistas y libros. Su tema
es el dolor, la rabia, la ira y la tristeza. Así se titula, “Dolor y rabia”.
Como
el título lo anuncia, se trata de un desahogo de alguien que por un momento
abandona sus modales analíticos y se dedica —como quien no aguanta más— a
exhibir los sentimientos extremos que lo asedian desde los días posteriores a
la concreción del fraude de las elecciones presidenciales del pasado 28 de
julio.
El
autor confiesa estar poseído por la rabia desde aquella media noche cuando el
Consejo Nacional Electoral (CNE), dirigido por alguien de apellido irónico,
“Amoroso”, leyó unos datos groseramente acomodados, sin pantallas digitales, ni
actas, ni resultados desglosados por mesas y centros de votación, estados y
municipios, declarando ganador a esa pesadilla histórica llamada Nicolás
Maduro.
El
artículo es perturbador, pero la frase que más me descuadra emotivamente es la
que Rodríguez agrega con sentimiento adolorido: “Digamos también que de
tristeza porque es posible que Venezuela, que tanto ha sufrido en este cuarto
de siglo, va a entrar en una etapa todavía peor, lo que parecía imposible,
y habrá más millones de migrantes sin destino, más familias desechas, más
decibeles de miseria, más encarcelados sin razones, más lógica soldadesca, más
noches sin estrellas. Y por ende, una sanación cada día más distante y que hoy
aparece tan difícil”.
El
segundo texto que quiero comentar, en este esfuerzo por entender nuestra crisis
civilizatoria desde los espacios de la psique y las emociones profundas, se
desprende de una conferencia dictada desde Bogotá por el siquiatra venezolano
Eduardo Carvallo, presidente del Comité Latinoamericano de Psicología
Analítica, a quien tuve el gusto de acompañar en calidad de moderador.
«Aún
nos cuesta entender que ya no somos uno solo, sino tres países»
El
título de su ponencia también es directo: “Migración y salud mental”,
organizada por la Asociación Civil Ávila Monserrate, con el apoyo de la
fundación alemana Konrad Adenauer. La de Carvallo es una lúcida reflexión que
coloca en el análisis profundo de la mente humana, las implicaciones, no solo
del nuestro, sino de todos los fenómenos migratorios forzados, entendiéndolos
como un desplazamiento colectivo que demanda necesarios rituales de
transición.
No se
trató de una lectura, digamos, clásica de la cantidad de venezolanos que hemos
migrado —casi nueve millones, es lo que se calcula—, ni de las causas —la
crisis humanitaria compleja, la persecución política— que nos han impulsado a
marcharnos. Tampoco de las dificultades económicas que muchos padecemos una vez
que migramos, especialmente los de menores recursos.
Su
reflexión es sobre los conflictos psíquicos, anímicos, personales, que todo
desplazamiento humano trae consigo. Especialmente si el desplazamiento es
forzado, no elegido. Una cosa, explica Carvallo, es aquel que planifica emigrar
y se prepara, la persona o familia que saben con certeza a dónde van a llegar,
qué posible trabajo o estudio van a encontrar; y otra muy distinta, es salir de
un país de un día para otro, como le ha tocado hacer a millones de venezolanos,
por ejemplo, a los desesperados por la situación económica y de escasez de
servicios y productos que se produjo entre los años 2017 y 2019, o a los
perseguidos políticos que desde hace dos décadas han tenido que recoger
apresuradamente unas cuantas pertenencias en un maletín de mano y escapar antes
de que la policía política vaya por ellos.
En
todo caso, aun para los más planificados, el destierro, el exilio, la
migración, siempre generan situaciones emocionales complejas. Puede ser un
duelo, pero también una apertura. Son como dos puertas. La que se cierra: “dejo
atrás todo lo que había vivido, mi casa, mi familia, mis libros, mis plantas,
mis mascotas, mi ciudad”; y la que se abre hacia la libertad: “no iré a la
cárcel, no seré torturado, camino hacia la posibilidad de una vida mejor,
conseguiré trabajo, leche, café o papel higiénico; quizás vacunas para mis
hijos o ropa buena aunque sea usada”.
En su
conferencia, Carvallo nos recordó el peso del destierro en el devenir humano.
“Yo estoy en un determinado sitio y necesito irme para otro porque me siento
vulnerado, amenazado. La migración forzada es la más compleja porque es muy
difícil prepararse psicológicamente para ese cambio abrupto, rápido, que no
permite que se desarrollen unos mínimos elementos de adaptación inicial”.
Desde
la antigüedad, una de las mayores humillaciones que el colectivo oficia es
exiliar a una persona. Es uno de los castigos más atávicos. De ahí surgen las
prisiones, explica. “La prisión es un exilio, de manera controlada, realizado
por el colectivo”. Existe una gran cantidad de referencias en la historia de lo
que para muchas personas ha significado.
Recordaba
Carvallo, en su conferencia, que Ovidio, uno de los grandes poetas de la
humanidad, fue un exiliado. En su exilio, Ovidio registró valiosas notas sobre
su proceso de sufrimiento al ser forzado a salir de su entorno, de una dinámica
diaria personal, de un espacio que le era totalmente familiar, al cual
pertenecía, y al que estaba completamente adaptado. El poeta fue expulsado por
el Emperador, quien lo mandó a lo que sería el equivalente a la Siberia romana
de la época, a la parte más alejada de la civilización de aquel imperio. Y allí
se quedó hasta su muerte.
No
quiero dar una clase de psiquiatría junguiana sobre la migración. No es mi
campo. Pero me quedaron grabadas tres claves. La primera, la que Carvallo llama
“la luna de miel migratoria”, que es la alegría que produce salir del infierno
o, por lo menos, de la amenaza de la que se huye. Que, como toda luna de miel,
dura poco.
La
segunda, la del duelo. La tristeza por lo que se ha perdido y dejado atrás. “Es
que el cielo de acá no es como el de Caracas o el de Margarita”. “La gente no
es tan amable como la de Barquisimeto”. “La lluvia es muy pesada y frecuente”.
“No hay buenos quesos frescos como los de Upata”. “No son generosos como
nosotros”.
Y aquí
viene la tercera, la curativa. La que Carvallo denomina “el camino del héroe”,
que es cuando el migrante comienza a abrirse paso en el nuevo lugar que le ha
correspondido, sin estar atrapado por la idea de un regreso pendiente que nunca
llega.
Pensar
el país perdido desde las disciplinas de la conducta, del estudio de los
imaginarios, de los días llorosos, de la procesión que llevamos por dentro,
pero no queremos aceptar, ni demostrar, es un acto de valentía necesario.
Atractivo. Hay que prepararse.
Algunas
veces pienso que muchos de los venezolanos idos no queremos aceptar que nos
expulsaron. Que sentimos que estamos en una suerte de sala de espera. Que la
patada en el trasero, la expropiación de bienes, los largos años de cárcel, la
anulación de los pasaportes, los familiares que no hemos vuelto a abrazar, son
cosas temporales, que se revertirán.
Esto
podría explicar por qué, a diferencia de los españoles, italianos, portugueses,
judíos, sirios, libaneses que llegaron a nuestro país, Venezuela, huyendo de
sus guerras y penurias, y rápidamente entendieron que tenían que empezar una
vida nueva, y se organizaron —en el club italovenezolano, el hogar canario, el
centro portugués, la hermandad gallega, por nombrar algunos ejemplos—, los
venezolanos, que ya tenemos veinticinco años convertidos en parias, no hemos
querido iniciar algo similar.
Tal
vez, también, porque aún nos cuesta entender que ya no somos uno solo, sino
tres países. El de los rojos-verde oliva, militares narcos y civiles de
ultraizquierda, nuevos “amos del valle” y de los ríos, las montañas y las
minas. El de los venezolanos convertidos en extranjeros en su propia tierra,
que tratan de sobrevivir con la mayor dignidad posible o se unen resignadamente
al mundo de los nuevos amos. Y el de los que estamos afuera y sus
descendientes, que vamos construyendo un país sin territorio, una nacionalidad
sin suelo propio, basada en vínculos y símbolos comunes —canciones, comidas,
paisajes—, apoyados en recuerdos, fotografías y encuentros a distancia.
Este
es el tercer país. Una nueva forma de nacionalidad sin tierra ni fronteras.
Como diría Adriano González León, “un país portátil” transportado en un carry
on. Una comunidad imaginada donde la patria ya no es un mapa, sino vínculos
humanos profundos que se van difuminando hasta que un día, estoy seguro, renacerán,
transformados, con la fuerza de los árboles jóvenes.
Tulio
Hernández
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