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lunes, 21 de mayo de 2012

Fuentes o la reinvención del mundo


Por Juan Gabriel Vásquez, 19/05/2012

De muy pocos se podrá decir esto: ha muerto a los 83 años y su muerte nos ha tomado por sorpresa. Los que lo conocimos en los últimos tiempos vivíamos, creo yo, bajo la ilusión de que duraría para siempre, pues la idea de la muerte no era compatible con su energía desbordada. La última vez que lo vi, Fuentes recorría una piscina de un lado al otro, y en las pausas de su ejercicio se acercaba al borde y recordaba un cuento de John Cheever, recitaba un diálogo de John Huston, preguntaba si había que leer a Ricardo Piglia. Su cuerpo, pero sobre todo su inteligencia, se habían declarado en abierta rebeldía contra el tiempo. La vejez lo obsesionaba: en Aura, una mujer joven es en realidad una anciana bajo un hechizo; en La muerte de Artemio Cruz, un moribundo contempla su propia desintegración en los espejuelos de un bolso de mujer; y en un pasaje de Gringo viejo asistimos a este monólogo revelador: “Nadie me verá decrépito. Siempre seré joven porque hoy me atrevo a volver a ser joven. Siempre seré recordado como fui”.
                                                              
¿Cómo fue Carlos Fuentes? Fue joven porque siempre se atrevió a serlo: recibió todos los honores del mundo literario y sin embargo se enfrentó a la literatura con el entusiasmo de quien apenas comienza. Fue un modelo de intelectual que ya no es frecuente (y en ciertas partes nunca lo ha sido: a los argentinos, educados en el magisterio de Borges, esta forma de ser escritor les resulta incomprensible). Fue un hombre público que vivió en tensión con su país: creo que fue Solzhenitsyn quien dijo que tener a un gran escritor es como tener dos gobiernos, y por eso a ningún régimen le han gustado los grandes escritores. Fue generoso pero insobornable, fue inagotablemente curioso, fue autor de por lo menos tres obras maestras: en su vasta y desigual obra, libros como La región más transparente o Terra Nostra bastarán para asegurar la supervivencia de su nombre.

Los escritores de otras lenguas no entienden fácilmente la relación que tenemos los latinoamericanos con eso que llamamos boom. Yo echo mano para explicarla de una idea que le escuché una vez a Jorge Volpi: lo que nos diferencia, la rara circunstancia que es nuestra carga y nuestro premio, es que nuestros clásicos están vivos. “Para nosotros”, decía Volpi, “poder hablar con Fuentes, con García Márquez, con Vargas Llosa, es lo que sería para un escritor francés del siglo XXI encontrarse con Balzac o con Flaubert, recomendarles un par de lecturas y escuchar sus recomendaciones”. Ya Fuentes no está vivo, pero es y será siempre uno de nuestros clásicos. ¿Cómo lo sabemos? Porque sus libros, muchos de ellos, no son sólo notables: son necesarios.

Hace unos años, hablando de él ante el público de Guadalajara, dije esto: “Más que ningún otro novelista de nuestra lengua, Fuentes se ha dedicado a indagar en el curioso matrimonio entre los hechos del pasado colectivo (eso que llamamos Historia) y el lenguaje intensamente individual de la mejor herramienta ideada por los seres humanos para explorarse a sí mismos (eso que llamamos novela). Ha comprendido que la novela que nos habla de nuestro pasado no reproduce el mundo, sino que lo reinventa”. Pasará el tiempo y me daré cuenta yo (y se darán cuenta otros) del privilegio inmenso que fue compartir con él este mundo, presenciar esa reinvención.


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