H.C.F. Mansilla 08 de noviembre de 2016
Los
estudios favorables al populismo, que a comienzos del siglo XXI son una
verdadera legión, atribuyen una relevancia excesiva a los (modestos) intentos
de los regímenes populistas de integrar a los explotados y discriminados, a las
etnias indígenas y a los llamados movimientos sociales dentro de la nación
respectiva. Resumiendo toda caracterización ulterior se puede decir aquí que
estos estudios presuponen, de modo acrítico, que las intenciones y los
programas de los gobiernos populistas corresponden ya a la realidad cotidiana
de los países respectivos. Es decir: los análisis proclives al populismo
desatienden la compleja dialéctica entre teoría y praxis y confunden, a veces deliberadamente,
la diferencia entre proyecto y realidad.
En el
contexto de estos estudios se puede constatar una cierta uniformidad desde la
sencilla apología socialista de Heinz Dieterich hasta los estudios sofisticados
de Ernesto Laclau. El esfuerzo teórico de Heinz Dieterich, que se distingue por
una cierta ingenuidad, tiene el propósito de construir una defensa cerrada del
personalismo de los caudillos, aseverando que estos últimos encarnan
fehacientemente una voluntad democrática clara y sin mácula, adecuada a las
necesidades contemporáneas de los pueblos latinoamericanos, que se
diferenciaría de manera inequívoca de la democracia liberal, representativa y
pluralista, presunta fuente de contubernios y engaños. La democracia directa y
participativa, basada en plebiscitos y elecciones permanentes, estaría
fundamentada en un sujeto colectivo responsable, activo y autónomo, aunque, al
mismo tiempo, Dieterich destaca y justifica por todos los medios la figura
decisiva y omnipotente del caudillo. Esta concepción personalista conlleva una
marcada devaluación del rol de las clases sociales, las instituciones estatales
y la opinión pública basada en el discurso libre y argumentativo. La teoría de
Dieterich se apoya en una curiosa exégesis de los cimientos económicos del
marxismo; simultáneamente este autor tiene la pretensión de haber producido una
"auténtica" interpretación de los padres fundadores del marxismo y
socialismo, aplicada ahora a la realidad del siglo XXI.
Para
comprender mejor el nexo entre caudillo y masa no es superfluo mencionar un
teorema propuesto por un Ministro de Educación del gobierno populista
boliviano. El vínculo entre gobernantes y gobernados en esos sistemas podría
ser descrito como "una especie de autoritarismo basado en el consenso",
expresión que se halla bastante cerca de la prosaica realidad cotidiana. Uno de
los problemas de esta posición es que este "consenso" ha sido creado
desde arriba mediante procedimientos poco democráticos. En el mismo tenor
escribe Hans-Jürgen Burchardt: el "aporte" de los partidos de
oposición en los regímenes populistas sería importante para vitalizar en
general los procedimientos democráticos, pero en países como Venezuela y
Bolivia las fuerzas de oposición a los gobiernos populistas sufrirían bajo una
debilidad argumentativa y, en el fondo, debilitarían el proceso democrático
como una totalidad. El populismo actual constituiría una "forma de
política" que estaría en condiciones de superar crisis de variado origen y
crear un nuevo equilibrio global, además de establecer una "novedosa"
modalidad de comunicación entre gobernantes y gobernados. Sería, por lo tanto,
un nuevo vehículo de amplia movilización política y desembocaría en el
ensanchamiento de los derechos democráticos, con lo cual la mera existencia de
partidos de oposición se convertiría en un asunto secundario.
Por lo
general los autores de estos estudios no se percatan adecuadamente de la
dimensión de autoritarismo, intolerancia y antipluralismo, contenida en los
movimientos populistas, pues a menudo tienden a subestimar la relevancia a
largo plazo de aquella dimensión. Sus opciones teóricas, influidas por diversas
variantes del postmodernismo y por un marxismo purificado de su radicalidad
original, van a parar frecuentemente en un relativismo axiológico y pasan por
alto la dimensión de la ética social y política. Para estos autores los
regímenes populistas practican formas contemporáneas y originales de una
democracia directa y participativa, formas que serían, por consiguiente, más
adelantadas que la democracia representativa occidental, considerada hoy en día
como obsoleta e insuficiente.
La
base argumentativa de Ernesto Laclau está asentada en un imaginario populista
tradicional, diferente y a menudo opuesto al imaginario moderno. Se trata, en
el fondo, de un enfoque teórico que analiza y luego justifica los fenómenos
prerracionales, colectivistas y premodernos del populismo latinoamericano en su
colisión con el ámbito de la modernidad, y les otorga de modo compensatorio las
cualidades de una genuina democracia, distinta y superior a la democracia
liberal pluralista. En un pasaje central de su obra más ambiciosa, Ernesto
Laclau afirma que la razón populista es idéntica a la razón política. En el
contexto de las teorías postmodernistas, entre las cuales se mueve la
concepción de Laclau, esto equivale a devaluar todo esfuerzo racionalista para
comprender y configurar fenómenos políticos, pues la razón
"occidental" representaría sólo una forma de reflexión entre muchas
otras que operan en el mercado de ideas para captar el interés del público
participante. La deliberación racional se transforma en uno más de los varios
procedimientos posibles, y no conforma el más importante. En el marco de un
claro rechazo a la tradición racionalista y liberal de Occidente, Laclau
asevera que la persona no debe ser vista como anterior a la sociedad; el
individuo no posee una dignidad ontológica superior al Estado y no es el
portador de derechos naturales inalienables, a los cuales la actividad estatal
debería estar subordinada. Laclau sostiene que todo individuo nace y crece en
un contexto cultural y lingüístico, del cual no se puede abstraer libremente
(por ejemplo mediante un acto de voluntad racionalista). Este contexto y su
conjunto de prácticas sociales es el que otorga sentido y dirección a las
actividades humanas. Usando una expresión de Sigmund Freud, Laclau dice que
desde un comienzo la psicología individual es simultáneamente psicología
social. Esta concepción tiende necesariamente a enaltecer el valor de la tradición
y a rebajar el rol de la acción racional; un legado histórico autoritario
aparece, entonces, como un fenómeno que paulatinamente adquiere una cualidad
positiva porque está profundamente enraizado en el alma popular. Además: la
racionalidad, afirma Laclau de modo explícito, no es un "componente
dominante", ni desde la perspectiva individual ni desde el aspecto
dialógico. Más allá del "juego de las diferencias", asevera Laclau,
no existe ningún fundamento racional que pueda ser privilegiado por encima de fenómenos
contingentes.
Uno de
los fundamentos centrales de todo el pensamiento de Laclau la celebración de lo aleatorio es un relativismo lingüístico fundamental.
Apoyado en Gustave Le Bon y en autores cercanos al postmodernismo, Laclau
afirma que el lenguaje es liminarmente impreciso, que no hay diferencias
evidentes e indubitables entre teoremas científicos y manipulaciones
interesadas y, por consiguiente, entre "las formas racionales de
organizaciones social" y los "fenómenos de masas"; prosiguiendo
esta argumentación se postula que no es posible discernir entre lo normal y lo
patológico, entre lo lícito y lo amoral. Puesto que, de acuerdo a Laclau, la
"indeterminación y la vaguedad" no constituyen "defectos"
de un discurso sobre la realidad social y la retórica no es un
"epifenómeno" de la estructura conceptual, la imprecisión y los
elementos retóricos se convierten en partes principales y obviamente positivas
del populismo y de la comprensión teórica del mismo. "[...] el populismo
es la vía real para comprender algo relativo a la constitución ontológica de lo
político como tal". A esto no hay mucho que agregar, máxime si nuestro
autor admite que no importa mucho la calidad ética e intelectual de los líderes
populistas y que es indiferente cómo se mantiene satisfecho al elector. Lo que
importa es que la jefatura populista pueda establecer un orden estable y un
mínimo de homogeneidad. "[...] la identificación con un significante vacío
es la condición sine qua non de la emergencia de un pueblo".
La
razón populista es una obra de notables pretensiones conceptuales, muy
apreciada en un ambiente intelectual que premia la combinación de ambigüedad
teórica con una vaga reminiscencia de posiciones progresistas que se reclaman
de un marxismo actualizado, mejorado y "enriquecido" por la
experiencia histórica. El libro es una discusión sobre discusiones muy
abstractas en el contexto del postmodernismo político radical, sin mucha
relación con la prosaica realidad y ni siquiera con regímenes populistas concretos.
Uno de
los peligros de las interpretaciones de Laclau, Burchardt, Dieterich y autores
similares consiste en lo siguiente. La devaluación de los instrumentos y
caminos habituales para la formulación y canalización de voluntades políticas los partidos, el parlamento, la opinión
pública, el debate racional lleva a
conferir una enorme importancia a la voz del pueblo, de la calle y de los
llamados movimientos sociales. Las demandas y los postulados de esta voz, en la
mayoría de los casos, no pueden ser verbalizados de manera clara y directa,
sino mediante "alguna forma de representación simbólica". La voz del
pueblo se manifestaría clara y abiertamente por medio de plebiscitos y
referéndums, es decir a través de métodos relativamente simples, en los cuales
la población se expresa de acuerdo al binomio sí o no. Esto tendría la ventaja
de una gran cercanía al pensamiento popular y a la voluntad definitiva del
pueblo. Esta alternativa decisoria, evidentemente fácil de comprender,
corresponde a la dicotomía "amigo / enemigo", que, como se sabe, es
parte integral de teorías e ideologías autoritarias que, bajo ciertas
circunstancias, son proclives al totalitarismo. Como ya lo vio Carl Schmitt, la
dicotomía "amigo / enemigo" ayuda a expresar fácilmente la identificación
del "pueblo" con el gobierno que propone esta disyuntiva
plebiscitaria, y esta identificación contribuye, a su vez, a consolidar una
democracia homogénea que expulsa sin grandes complicaciones a los elementos
heterogéneos. Este tipo de democracia con reminiscencias rousseaunianas se
exime de elementos liberales y pluralistas, como lo expuso inequívocamente Carl
Schmitt. Las teorías favorables al populismo comparten estos aspectos con las
doctrinas autoritarias. Ambas corrientes devalúan el carácter racional de los
discursos políticos en general, lo que, sin lugar a dudas, sirve para exculpar
de toda responsabilidad histórica a las tendencias autoritarias y totalitarias.
Y, finalmente, el antiliberalismo de ambas corrientes se manifiesta en la
disolución de la diferencia entre la esfera privada y la estatal, pues en ambos
casos el Estado toma a su cargo la indoctrinación de la consciencia de los
"ciudadanos" y la manipulación de sus valores éticos. La mención de
Carl Schmitt no es gratuita ni fuera de lugar: este pensador ha pasado a ser
uno de los más leídos y "aprovechados" por todas las corrientes
postmodernistas. Sus postulados, de un gran refinamiento conceptual, han
servido de inspiración a los nuevos teóricos del populismo, especialmente en la
devaluación del individuo (en favor de la colectividad) y en la contraposición
entre democracia y liberalismo. Ambos elementos configuran nociones esenciales
de corrientes autoritarias y totalitarias.
De
acuerdo a estos enfoques teóricos nos queda el consuelo, expresado por Marc
Saint-Upéry, de que el populismo venezolano y los otros de la región
constituirían un "autoritarismo anárquico y desorganizado", cuyo
resultado puede ser calificado como una desinstitucionalización considerable,
pero no como la supresión violenta de las libertades democráticas. Aguzando
esta tesis se puede llegar fácilmente a una de las conclusiones caras al
populismo contemporáneo: esta tendencia garantizaría, en el fondo, la
democracia y evitaría que esta última se convierta en la mera administración de
procesos formales.
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