RAFAEL LUCIANI 19 de noviembre de 2016
@rafluciani
Cuando
los dirigentes de un país se dejan seducir por el poder absoluto, la
irracionalidad permea a la política y produce el abandono de la senda de la
moralidad. La consecuencia, vivida por todos, es la gradual instalación de una
cultura de la sobrevivencia que va afectando todos los espacios de la vida
pública. Ésta consiste en considerar como normal la pérdida del valor sagrado
propio de toda vida humana, y en ver a los individuos como un bien relativo al
servicio de una ideología u opción de poder, sea político o económico. Se trata
de una «auténtica estructura de pecado que se configura como verdadera cultura
de muerte» (Evangelium Vitae), alimentándose del mal en todo lo que hace y proyecta,
sea por acción u omisión. De este modo se desfigura aquello que conocemos como
la vida cotidiana, haciéndose pesada de llevar.
Los
procesos de deshumanización a los que estamos siendo sometidos, tales como la
inflación desbocada, el desabastecimiento de medicinas y la inseguridad por
doquier, son los signos más evidentes que afectan a la gran mayoría del país.
Éstos no pueden ser vistos como meros problemas de una disfuncionalidad
económica, sino como la consecuencia de un sistema ideológico que se quiere
imponer y se ha hecho estructuralmente incapaz e indolente ante la realidad y
sus necesarios reajustes. Un sistema es moralmente cuestionable e
intencionalmente malo cuando deja vencer medicinas en los puertos del país
porque han sido enviadas como donativos internacionales por medio de Cáritas.
Por lo que debemos preguntarnos si el ser humano es centro y valor sagrado en
este momento político que vivimos.
Lo que
está en juego es la recuperación de la soberanía del pueblo. Se trata de
retomar la senda de la escucha ética a esa mayoría ciudadana que no puede
seguir aceptando la quiebra moral e institucional en la que hemos caído. La
oposición debe transmitir, nuevamente, señales claras, aunque no sean aún
definitivas, de la necesidad de cambiar el modelo ideológico para poder
comenzar a reencontrar la senda de la unidad, el progreso y la justicia que
todos nos merecemos. El diálogo no omite -como decíamos en artículos
anteriores- la protesta pacífica y el uso de los canales institucionales
garantizados en la Constitución por medio de la Asamblea Nacional. Lo que está
en la Constitución es un derecho de todos.
Sí es
posible llegar a un proceso de conciliaciones políticas que de pie a cambios
para enrumbar al país por la senda electoral. Pero el hecho, nos guste o no, es
que mientras muchos se empeñen en criticar todo lo que haga la oposición, el
gobierno seguirá ganando espacio y tiempo, porque cuando se polariza sólo gana
quien tiene el poder. Éticamente estamos llamados a expresar un rotundo no al
modo anticonstitucional como se ejerce el poder político hoy. Pero también a no
caer de nuevo en el juego polarizador del gobierno. Debemos despolarizar los
discursos o nunca encontraremos una salida política. La polarización ha sido
siempre el instrumento del gobierno en sus momentos más frágiles.
Podemos
terminar recordando las palabras de Jacques Maritain: «la democracia no exige
en modo alguno un acuerdo compartido sobre los fines últimos, sino la
aceptación de referencias mínimas comunes, como el respeto de las minorías, la
preocupación por los DDHH, el sentido y la necesidad de una vida común
compartida en el destino de la nación. En todo esto, lo que menos debe dominar,
en sentido estricto, es el diálogo, sino la preocupación y el deseo de
reconocer al otro».
Rafael
Luciani
Doctor
en Teología
rlteologia@gmail.com
@rafluciani
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