Humberto García Larralde 09 de agosto de 2022
La conclusión de Lord Acton, recogida arriba, es axiomática: en ausencia de contrapesos, quien ostenta el poder puede hacer lo que le da la gana. Y el poder absoluto se define, precisamente, por eso, por la ausencia de contrapoderes que lo limiten. La famosa máxima del historiador y político inglés partía de señalar, como se sabe, que el poder en sí tiende a corromper. De ahí la importancia decisiva de erigir instituciones que lo acoten, hagan inviolables los derechos ciudadanos, y obliguen a la rendición de cuentas y a la transparencia de la gestión de los poderes públicos. En una democracia auténtica, en la que reina el equilibrio de poderes independientes, conforme a la fórmula de Montesquieu, y existen medios de comunicación libres y una ciudadanía protagónica, tiende a reducirse al mínimo las posibilidades de cometer atropellos, y a expandirse al máximo las garantías y libertades individuales.
Y es
aquí donde se desnuda el régimen de Maduro. En apenas una semana ha condenado a
ocho años de prisión a Juan Requesens, acusándolo –sin prueba alguna—de tener
participación en el supuesto atentado del dron, ese que puso a correr a sus
chafarotes; ha anulado, de un solo plumazo, conquistas laborales fundamentales,
cercenando el pago de vacaciones y bonos a los empleados públicos, incluidos
los profesores universitarios, a pesar de contemplarse en los respectivos
contratos colectivos; y, para mayor ridiculez, el fiscal en funciones, Tarek
William Saab, emite una orden de captura a la periodista Carla Angola por una
opinión emitida en una entrevista en EE.UU. Si a eso se le añade la prisión sin
juicio de Roland Carreño y de Javier Tarazona, como de centenares de presos
políticos por el hecho de ser críticos del régimen; el bloqueo de fuentes
independientes de información en la red; y el atropello de los cuerpos
represivos del Estado en barrios populares o en zonas fronterizas –entre otros
desmanes–, tendremos una aproximación a los horrores asociados al ejercicio,
sin freno, del poder.
Porque
la corrupción a la que se refería el barón inglés no se restringe a las
marramuncias que pueden cometerse con los dineros públicos. Ataña directamente
a la condición humana. Es la degradación del espíritu de aquellos que, por
creer que disfrutan de un poder ilimitado, desprecian a quienes no son sus
acólitos para maltratarlos cruelmente. Desaparece toda referencia moral y ética
como criterio de convivencia civilizada entre quienes divergen en sus gustos,
preferencias y opiniones, para dar paso al ejercicio desnudo de la fuerza
contra quienes, al haberse destruido el Estado de Derecho, se encuentran
desamparados ante las arbitrariedades de los poderosos. Y esta crueldad se
exacerba si quienes la ejecutan se sienten inspirados por una misión
trascendental que los sitúa por encima del bien y el mal.
Ese
fue, quizás, el mayor crimen que pudo haber cometido Hugo Chávez. Con su
lenguaje de odio y descalificación, convenció a sus huestes de que quienes
discrepaban no tenían derecho a ser tratados como iguales. Hizo del adversario
político legítimo, un enemigo irreconciliable. Su pecado, no haber sucumbido a
las soflamas patrioteras de quien se proyectaba como heredero del Libertador y
someterse, sin chistar, a su liderazgo. La demolición de las instituciones
democráticas y el uso “persuasivo” de la violencia por parte de sus camisas
rojas, en un contexto de militarización creciente del quehacer político,
desembocó en un régimen neofascista, animado por la consigna “patria,
socialismo o muerte”.
La
prédica militarista-patriotera, reforzada luego con la asimilación de algunos
mitos del comunismo castrista, forjó el apego de sus partidarios a un
pensamiento único, cuidadosamente cultivado por Chávez. El culto a su persona y
la erección clara de un enemigo “mortal” –el imperio estadounidense—le pasó la
aplanadora toda idea independiente al interior de sus filas. Con formulaciones
maniqueas simplistas, amalgamó a sus fieles tras de sí, eliminando todo posible
contrapeso. El poder creciente de Chávez tuvo como único freno su propia
percepción de la conveniencia política de emprender algunas acciones; hasta
dónde tenía sentido llegar en su proceso de desmantelamiento institucional.
Maduro,
sin la ascendencia de su mentor, se aferró a su legado para permanecer en el
poder. Acentuó la corrupción de contingentes del alto mando militar
ofreciéndoles oportunidades de lucro de todo tipo para amarrarlos, como
cómplices en el despojo de la nación, a su gobierno. El constructo ideológico
con que se quiso “legitimar” este despojo –que es en lo que se convirtió la
llamada “revolución” bolivariana—hizo que algunos de militares se creyesen el
cuento de ser herederos del ejército libertador y, por tanto, propietarios
exclusivos de Venezuela. Se forjó un Estado patrimonial, amparado en un poder
judicial obsecuente y también cómplice. Al desatar una mayor represión y
extender las prácticas de terrorismo de Estado, se ha afianzado en sectores del
chavo-madurismo la percepción de que su poder carece de contrapesos. A ello han
ayudado los errores que impidieron a las fuerzas opositoras mantenerse como
opción clara de poder. Internacionalmente apuestan a Putin, con la esperanza de
que, con su apoyo, los desembarace de las reglas de juego que castigan a sus
prácticas gansteriles. Y, con la toma de posesión de Petro en Colombia, se
ilusionan de contar también con su anuencia ante los desmanes cometidos.
El
patrimonialismo instaurado lleva a un personaje tan emblemático como Diosdado
Cabello a alertar a Repsol y a ENI que, si bien ahora tienen licencia para
exportar crudo venezolano a Europa y cobrarse sus acreencias con PdVSA, tienen
que “dejarles alguito para el café”. Maduro, les entrega 10.000 km cuadrados
(un millón de hectáreas) a sus “panas” iraníes para cultivo, amén de condonarle
la deuda a países del Caribe que compran petróleo venezolano. Adicionalmente,
la asamblea oficialista aprueba una ley de Zonas Económicas Especiales que le
confiere la discreción al presidente y a otros jerarcas de decidir quién (o
quiénes) pueden beneficiarse de los incentivos provistos. Y los ejemplos
siguen. Es en esta veta que las ministras de Educación y de Educación Superior
le pasan por encima a los contratos colectivos de profesores y empleados, como
al principio de progresividad del derecho, para rebajarles sus remuneraciones.
Y los hermanos Rodríguez, violando descaradamente la autonomía universitaria,
hacen levantar un monolito a la memoria de su padre en terrenos de la UCV
(“Tierra de Nadie”) como si fueran de ellos, sin pedir permiso a las
autoridades correspondientes.
Y
todo ello ocurre cuando, aparentemente, se adelantan medidas orientadas a una
mayor liberación de las fuerzas de mercado: la “normalización” de la que quiere
beneficiarse Maduro. Pero todo paso en esa dirección implica ofrecer alguna
garantía a los agentes económicos, si se quiere que funcione. La manifiesta
incongruencia con el ejercicio de poder sin restricciones comentado arriba,
lleva a pensar que hay confusión e intereses contrapuestos en juego en el seno
del chavo-madurismo.
La
ausencia de contrapoderes institucionalizados obliga a las fuerzas democráticas
a ejercerlos por la vía de hecho. Es la verdad de Perogrullo que tanto
atormenta a la oposición: el deber de constituirse en fuerza, en un poder
efectivo, con capacidad de arrebatarle al oficialismo las garantías que
permitan afianzar posibilidades para la apertura democrática y para proveer
oportunidades de sustento digno a los venezolanos. No hay otro camino que
acompañar a los distintos sectores en sus luchas, procurando que sus objetivos
particulares se concatenen en una plataforma política que apunte a la
restitución de los derechos fundamentales de los venezolanos, tanto en el plano
político como en el económico y el cultural. Sin transformarse en esa fuerza, en
ese contrapoder, Maduro no accederá a realizar elecciones confiables, más
cuando los EE.UU. y la UE tienen, claramente, prioridades más importantes que
atender.
La
escogencia de un candidato unitario a través de primarias debe convertirse en
un paso decisivo en la construcción de esa fuerza. Es menester hacerlo al calor
de una discusión fructífera en torno a las reivindicaciones económicas y
políticas del momento, que se plasme en una narrativa que la gente haga suya y
se movilicen para su concreción. Quizás sea la mejor forma de visualizar la
cohabitación a que se refiere el Secretario General de la OEA, Luis Almagro.
Aprovechar los amagos de apertura de Maduro para exigir los derechos sobre los
que tendría que fundamentarse para ir ganando la confianza de la población como
alternativa viable de poder, garante de que se restituyan las libertades
democráticas y el Estado de Derecho. Las elecciones de 2024 y, mucho menor, el
triunfo de la oposición, están dados.
Humberto
García Larralde
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