Francisco Fernández-Carvajal 09 de agosto de 2022
@hablarcondios
— Promesa e institución del sacramento
de la Penitencia. Dar gracias por este sacramento.
— Razones para este agradecimiento.
— Solo el sacerdote puede perdonar los
pecados. La Confesión, un juicio de misericordia.
I.
Jesús conoce bien nuestra flaqueza y debilidad. Por eso instituyó el sacramento
de la Penitencia. Quiso que pudiéramos enderezar nuestros pasos, cuantas veces
fuera necesario; tenía el poder de perdonar los pecados y lo ejerció repetidas
veces: con la mujer sorprendida en adulterio1,
con el buen ladrón suspendido en la cruz2,
con el paralítico de Cafarnaún3...
Vino a buscar y salvar lo que estaba perdido4,
también ahora, en nuestros días.
Los Profetas habían preparado y anunciado esta reconciliación del todo nueva, del hombre con Dios. Así se refleja en las palabras de Isaías: Venid y entendámonos –dice Yahvé–. Aunque vuestros pecados fuesen como la grana, quedarán blancos como la nieve. Aunque fuesen rojos como la púrpura, llegarán a ser como la blanca lana5. Fue esta también la misión del Bautista, que vino a predicar un bautismo de penitencia para la remisión de los pecados6. ¿Cómo se extrañan algunos de que la Iglesia predique la necesidad de la Confesión?
Jesús
muestra su misericordia, de modo especial, en su actitud con los
pecadores. «Yo tengo pensamientos de paz y no de aflicción (Jer 29,
11), declaró Dios por boca del profeta Jeremías. La liturgia aplica esas
palabras a Jesús, porque en Él se nos manifiesta con toda claridad que Dios nos
quiere de este modo. No viene a condenarnos, a echarnos en cara nuestra
indigencia o nuestra mezquindad: viene a salvarnos, a perdonarnos, a
disculparnos, a traernos la paz y la alegría»7.
Y no solo quiso que alcanzasen el perdón aquellos que le encontraron por los
caminos y ciudades de Palestina, sino también cuantos habrían de venir al mundo
a lo largo de los siglos. Para eso dio la potestad de perdonar los pecados a
los Apóstoles y a sus sucesores a lo largo de los siglos. De modo solemne
prometió el Señor a Pedro el poder de perdonar los pecados, cuando este le
reconoció como Mesías8.
Poco tiempo después –se lee en el Evangelio de la Misa de hoy9–
lo extendió a los demás Apóstoles: Os aseguro que todo lo que atéis en
la tierra quedará atado en el Cielo, y todo lo que desatéis en la tierra
quedará desatado en el Cielo. La promesa se hizo realidad el mismo día de
la Resurrección: Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los
pecados les serán perdonados, a quienes se los retuviereis les serán retenidos10.
Fue el primer regalo de Cristo a su Iglesia.
El
sacramento de la Penitencia es una expresión portentosa del amor y de la
misericordia de Dios con los hombres. «Porque Dios, aun ofendido, sigue siendo
Padre nuestro; aun irritado, nos sigue amando como a hijos. Solo una cosa
busca: no tener que castigarnos por nuestras ofensas, ver que nos convertimos y
le pedimos perdón»11.
Demos gracias al Señor en nuestra oración de hoy por el don tan grande que
significa poder ser perdonados de errores y miserias; ahora, en la oración ante
Él, podemos preguntarnos: ¿son hondas y bien preparadas nuestras confesiones?
II. El
incomparable bien que el Señor nos otorgó al instituir el sacramento de la
Penitencia se desprende de muchas razones, que nos mueven a ser agradecidos con
Él y a amar cada vez más este sacramento. Su consideración nos ayudará también
a cuidar mejor la frecuencia con la que lo recibimos.
En
primer lugar, la Confesión no es un mero remedio espiritual que el sacerdote
posee para sanar el alma enferma o incluso muerta a la vida de la gracia. Esto
es mucho, pero a nuestro Padre Dios le pareció poco. Y lo mismo que el padre de
la parábola no concedió el perdón a su hijo a través de un emisario, sino que
corrió él en persona a su encuentro, así el Señor, que anda buscando al
pecador, se hace presente en la persona del confesor y nos acoge. Cristo mismo,
por medio del sacerdote, nos absuelve, porque cada sacramento es acción de
Cristo.
En
la Confesión encontramos a Jesús12,
como le encontró el buen ladrón, o la mujer pecadora, o la samaritana, y tantos
otros...; como el mismo Pedro, después de sus negaciones. Por ser la remisión
de los pecados una acción de Cristo, es a la vez una acción de su Cuerpo
Místico inseparable, que es la Iglesia.
También
hemos de dar gracias por la universalidad de este poder otorgado a la Iglesia,
en la persona de los Apóstoles y de sus sucesores. El Señor está dispuesto a
perdonarlo todo, de todos y siempre, si encuentra las debidas disposiciones.
«La omnipotencia de Dios –dice Santo Tomás– se manifiesta, sobre todo, en el
hecho de perdonar y usar de misericordia, porque la manera de demostrar que
Dios tiene el poder supremo es perdonar libremente»13.
Jesús
nos dice: he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia14.
En la Confesión nos da la oportunidad de vaciar el alma de toda inmundicia, de
limpiarla bien: «Imagina que Dios te quiere hacer rebosar de miel: si estás
lleno de vinagre, ¿dónde va a depositar la miel?, pregunta San Agustín. Primero
hay que vaciar lo que contenía el recipiente (...): hay que limpiarlo aunque
sea con esfuerzo, a fuerza de frotarlo, para que sea capaz de recibir esta
realidad misteriosa»15.
De este modo, con ese pequeño esfuerzo que supone la delicada recepción frecuente
del sacramento, el examen diligente, el dolor y el propósito bien hechos, el
Espíritu Santo va logrando en nuestra alma la delicadeza de conciencia: no la
conciencia escrupulosa, que ve pecado donde no lo hay, sino la finura interior
que afianza una fuerte decisión de tener horror al pecado mortal y de huir de
las ocasiones de cometerlo, a la vez que hace crecer el empeño sincero de
detestar el pecado venial. De este modo, la Confesión nos llena de confianza en
la lucha, y quienes la practican experimentan que es ciertamente «el sacramento
de la alegría»16.
¿Cómo no agradecer al Señor esa muestra patente de su misericordia? ¿Cómo no
valorar –y dar a conocer a otros– cada vez más este sacramento?
Con
la eficacia silenciosa de su acción incesante, en el sacramento de la
Penitencia el Espíritu Santo nos va dando el «sentido del pecado», nos enseña a
dolernos más, a valorar con más profundidad la ofensa a Dios, e infunde en
nosotros un espíritu filial de desagravio y de reparación. Por eso, la
Confesión puntual, contrita, bien preparada, es manifestación inequívoca de
espíritu de penitencia. Agradezcamos al Espíritu Santo haber inspirado a los
Pastores de la Iglesia el fomento de la Confesión frecuente17:
con ella progresamos en la humildad, combatimos con eficacia las malas
costumbres –hasta desarraigarlas–, podemos hacer frente a la tibieza,
robustecemos nuestra voluntad y aumenta en nosotros la gracia santificante, en
virtud del sacramento mismo18.
¡Cuántos beneficios nos concede el Señor a través de este sacramento!
III. La
potestad de perdonar los pecados fue entregada a los Apóstoles y a sus
sucesores19. Solo tiene facultad de perdonar los pecados quien haya
recibido el Orden sacramental. San Basilio comparaba la Confesión con el
cuidado a los enfermos, comentando que así como no todos conocen las
enfermedades del cuerpo, tampoco las enfermedades del alma las puede curar
cualquiera20. Pero, a diferencia de los médicos, al sacerdote no le viene
su poder de su ciencia, ni de su prestigio, ni de la comunidad, sino que le
llega directa y gratuitamente de Dios, a través del sacramento del Orden.
Por
disposición divina, para mejor ayudar al penitente a ser sincero y a
profundizar en las raíces de su conducta, así como para defender la pureza del
Cuerpo Místico de Cristo, el confesor, que hace las veces de Cristo, debe
juzgar las disposiciones del pecador –el dolor y propósito de la enmienda–
antes de admitirle por la absolución a una más plena comunión con la Iglesia.
Por eso, el sacramento de la Penitencia es un verdadero juicio al que se somete
el pecador21; pero es un juicio que se ordena al perdón del que se declara
culpable. «¡Mira qué entrañas de misericordia tiene la justicia de Dios!
—Porque en los juicios humanos, se castiga al que confiesa su culpa: y, en el
divino, se perdona.
»¡Bendito
sea el santo Sacramento de la Penitencia!»22.
El
sacerdote no podría absolver a quien no está arrepentido de su pecado; a los
que, pudiendo, se niegan a restituir lo robado; a quienes no se deciden a
abandonar la ocasión próxima de pecado; y, en general, a quienes no se proponen
seriamente apartarse de los pecados y enmendar su vida. Ellos mismos se
excluyen de esta fuente de misericordia.
El
juicio del sacramento de la Penitencia es, en cierto modo, adelanto y preparación
del juicio definitivo, que tendrá lugar al final de la vida. Entonces
comprenderemos en toda su profundidad la gracia y la misericordia divina en el
momento en que se nos perdonaron los pecados. Nuestro agradecimiento no tendrá
entonces límites, y se manifestará en dar gloria a Dios eternamente por su gran
misericordia. Pero el Señor nos quiere también agradecidos en esta vida. Demos
gracias a Dios y pidamos que nunca falten en su Iglesia sacerdotes santos,
dispuestos a impartir este sacramento con amor y dedicación.
1 Jn,
8, 11. —
2 Lc 23,
43 —
3 Mc 2,
1-12. —
4 Lc 19,
10. —
5 Is 1,
18. —
6 Mt 1,
4. —
7 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 165. —
8 Mt 16,
17-19. —
9 Mt 18,
18. —
10 Jn 20,
23. —
11 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 22, 5. —
12 Cfr. Conc.
Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 7. —
13 Santo
Tomás, Suma Teológica, 1, q. 25, a. 3 ad 3. —
14 Jn 10,
10. —
15 San
Agustín, Comentario a la 1ª Epístola de San Juan, 4.
—
16 Cfr. Pablo
VI, Audiencia general 23-III-1977. —
17 Cfr. Pío
XII, Enc. Mystici Corporis, 29-VI-1943, 39. —
18 Ibídem.
—
19 Cfr. Ordo
Paenitentiae, 9. —
20 San
Basilio, Regla breve, 288. —
21 Cfr. Conc.
de Trento, ses. XIV, cap. 5; Dz 899. —
22 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 309.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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