Partamos de una premisa que ya presentaba Chuo Torrealba en la radio esta mañana: salvo muy pocas familias que pueden rastrear su abolengo hasta la Colonia, el resto de los venezolanos somos descendientes de los antes llamados pata en el suelo. Incluso quienes tienen padres o abuelos que vinieron de Europa, esos que pasaron trabajo cruzando el Atlántico a mediados del siglo XX lo hicieron, en su mayoría, porque en sus pueblos natales eran pobres de solemnidad.
A pesar de este origen común, las clases medias y altas de la sociedad venezolana han tenido una insistente propensión a borrar ese origen. Y esto no es nuevo, podríamos incluso rastrearlo hasta la Real Cédula de Gracias al Sacar (1795) que permitía a los pardos enriquecidos disfrutar de los privilegios hasta ese momento reservados a los blancos... no sin resistencia de estos últimos, como se muestra en estos documentos de la época.
En sociología se utiliza el término "cierre social" para describir las diversas prácticas de los actores en su cotidianidad para intentar mantener los privilegios y ventajas que se desprenden de su posición. En la Caracas de hoy estos procesos de cierre se evidencian en múltiples aspectos como los locales nocturnos de moda que eligen quiénes pueden acceder en función del aspecto (lo que incluye desde la fisionomía hasta el uso de la ropa que se considerada apropiada), que para ser socio de un club no basta tener dinero suficiente y comprar la acción, sino que además el nuevo miembro debe ser aprobado por el resto de los socios, la segregación de las zonas de residencia en la ciudad, entre muchos otros. Borrar el origen humilde con éxito parece ser desde el punto de vista simbólico una eficaz estrategia de cierre, que permite al grupo con alguna ventaja diferenciarse de otros grupos con menor estatus.
En ese contexto, esta servidora crece en una familia particular: con una abuela materna que se vino de Mucuchíes a Caracas sola con cinco muchachos, vendió aliados y alfeñiques, hacía arepas para vender antes de que existiera la harina PAN y con mucho esfuerzo crió a sus muchachos… y con una familia paterna de pequeños empresarios y una mejor situación económica. Resultado: pasar navidades en Prados del Este y año nuevo en las veredas de Coche, primos estudiando en la Unidad Educativa Gran Colombia (hoy es Escuela Bolivariana) y también en el Mater Salvatoris. Claro que cuando era niña yo no percibía esas diferencias, o no me importaban. Pero, pasados los años y dedicada a estudiar estos temas, ahora sé que estaba a mitad de camino entre dos mundos. Y después de leer Ana Isabel, una niña decente de Antonia Palacios (Ficción Breve Venezolana nos regala un extracto aquí) acuñé el término “síndrome de Ana Isabel” para referirme a esa condición particular mía de sentirme fuera de lugar, a pesar de contar con casi todos los atributos para ser considerada una perfecta sifrina del este de Caracas (rubia, estudiante de colegio y universidad privados, etc.).
Esta barrera simbólica entre clase media y las zonas populares adquiere un nuevo significado a partir de 1998 con el discurso político del difunto Presidente Chávez. Por un lado, reivindicaba los derechos de aquellos sectores de la población excluidos y, al mismo tiempo, señalaba al resto de la población (oligarcas, escuálidos, burgueses) como los culpables de dicha exclusión. Se acrecienta el resentimiento en ambos lados de esa barrera y, sobre todo, el temor al “otro”. Sin embargo, no es sino hasta ahora, febrero y marzo de 2014 cuando ese enfrentamiento comienza a ir más allá del discurso con las agresiones indiscriminadas hacia urbanizaciones de la clase media que han ocurrido en los días pasados en diversas ciudades del país.
Pero es también ahora cuando empiezan a aparecer esos personajes que nos muestran que ese “otro” no es tan distinto: Yeiker Guerra, estudiante de una universidad privada y residente de un barrio humilde de Petare y Julio Jiménez, dirigente político opositor de La Pastora. Aparecen en la escena y se vuelven virales, muestran a la clase media que en las zonas populares hay gente con las mismas aspiraciones y preocupaciones, que no son tan distintos. Son el vínculo con ese origen que hemos procurado olvidar. Pero no son casos excepcionales: en mis aulas de la UCAB, a pesar del mote de universidad de sifrinos, he tenido estudiantes de Catia, La Vega, Coche, La Pastora, Caricuao. Responsables y dedicados, que están allí y obtuvieron sus títulos por su mérito, igual que todos los demás. Y también he descubierto en estos días que no estoy sola en este síndrome de Ana Isabel. Les dejo dos artículos en los cuales se muestra que la distancia, la barrera es menor que lo que solemos creer: puede que ni siquiera hagan falta dos generaciones para vivir en el oeste y el este de Caracas (aquí); para ser de oposición no es necesario haber nacido en cuna de oro (aquí).
En medio de la confrontación que estamos viviendo, surgen en la red iniciativas orientadas a promover la tolerancia y el reconocimiento entre quienes tienen posiciones políticas distintas. Creo que un paso necesario en ese proceso de encuentro en este país hoy picado en dos mitades es comenzar por recordar de dónde venimos, reconciliarnos con nuestro origen. Allí, en nuestra historia personal, está la clave para entender que somos un solo pueblo y somos capaces de construir un proyecto donde haya espacio y respeto para todos.
Lissette González
@LissetteCGA
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