CARLOS PADILLA ESTEBAN 19 de noviembre de 2016
El
pasado domingo 13 de noviembre, alguien robó del Santuario de Schoenstatt de la
ciudad de Madrid una custodia con el Santísimo en su interior. Esta es la
reflexión que comparte uno de los sacerdotes que viven allí .
Me
conmueve pensar en Jesús hecho carne entre mis manos. En la nada misma del pan
que se parte. Ese pan vulnerable, frágil, indefenso. Me impresiona la impunidad
ante la violencia. Ante la injusticia. Ante el escándalo. Esa impunidad ante la
que me siento frágil y débil.
Sé que Él
mismo quiso hacerse impotente. Y se abandonó en mis manos humanas. Me
confió lo más grande, lo más sagrado. Conociendo mi impotencia. Sabiendo de mi
debilidad.
Me
impresionan las palabras de Jorge Luis Borges en labios de Dios: “Yo
quise jugar con mis hijos. Estuve entre ellos con asombro y ternura. Conocí la
memoria, esa moneda que no es nunca la misma. Conocí la esperanza y el temor,
esos dos rostros del incierto futuro. Conocí la vigilia, el sueño, los sueños,
la ignorancia, la carne, los torpes laberintos de la razón, la amistad de los
hombres, la misteriosa devoción de los perros. Fui amado, comprendido, alabado
y pendí de una cruz. Bebí la copa hasta las heces. Vi por mis ojos lo que nunca
había visto: la noche y sus estrellas. Conocí lo pulido, lo arenoso, lo
desparejo, lo áspero, el sabor de la miel y de la manzana, el agua en la
garganta de la sed, el peso de un metal en la palma, la voz humana, el rumor de
unos pasos sobre la hierba, el olor de la lluvia en Galilea, el alto grito de
los pájaros. Conocí también la amargura”.
Me
conmueve ese Dios todopoderoso, inalcanzable, imperturbable, hecho
carne, hecho rostro, hecho muerte. Tembloroso ante la vida. Frágil e
indefenso. Nació para morir. Nació para entregar la vida.
Y
luego decidió quedarse para que yo lo contemplara en un trozo de pan
indefenso, en esa presencia sagrada que se me confía, para que yo no tema.
Y por
eso me impresiona tanto tenerlo entre mis manos. Adorarlo de lejos. Porque es
el juego torpe de los niños que quieren retener lo que no abarcan. Y alcanzar
lo que no logran asir con sus pequeñas manos. Así me siento yo tantas veces.
Tan pequeño e indefenso. Tan torpe y frágil.
Y
busco. Y me llegan las palabras de una canción que reflejan el deseo de retener
lo imposible, de abrazar lo que encuentro: “Dios mío déjame escucharte,
entre tantos ruidos que turban mi alma. Déjame seguirte, cuando no te vea,
cuando ya no espere, cuando no confíe. Déjame abrazarme a tu alma serena y
seguir tus pasos, por dónde Tú quieras. Déjame quererte, aunque ya no pueda,
amarte despacio cuando no te vea. Déjame abrazarme con toda mi alma, y soñar
tus sueños, sentir tu presencia”.
Quiero
seguir los pasos de Jesús cuando no lo veo. Sólo quedan sus
misteriosas huellas. Ese Jesús que se hizo pie, mano y aliento. Ese Jesús que
se hizo abrazo, mirada y palabra. Y conmovió las entrañas de mi vida vacía en
su ausencia.
Y por
eso me da miedo perderlo. Sentir que lo llevan lejos sin que pueda
seguirlo. Dejar de verlo. La custodia vacía. Siento que está presente y ausente
tantas veces.
Lo
siento tan vivo en el corazón roto de ese hombre que me suplica misericordia en
el último día del año de la misericordia. Queriendo cambiar su vida. Comenzar
un nuevo trazo. Empezar una nueva historia. Y en él, roto en su pasado,
roto en sus heridas, está Jesús vivo. Como esa custodia vacía y rota que me
habla de su ausencia y su presencia misteriosa.
Sus
pies cansados llenos de polvo en Galilea. Sus pies cansados en tantos que
pierden las esperanza, y no lo ven, y no lo encuentran. En tantas vidas rotas.
Vidas robadas. Heridas. Violentadas. Y ante ellas, como ante mi custodia vacía,
me detengo yo herido.
Con mi
alma que anhela abrazar su presencia ausente. Escuchar sus palabras
calladas entre ruidos inmensos. Retener su voz misteriosa entre gritos que
duelen. Y abrazarlo despacio para retenerlo. Para que no lo lleven por caminos
esquivos. Para que no lo escondan lejos de mi mirada.
¿Dónde
lo ocultan tantas veces en medio de este mundo? Cuando yo
mismo también lo oculto cuando no sé hablar bien de su presencia, cuando no lo
señalo con mis ojos turbados, cuando mis gestos torpes no revelan su amor,
cuando no lo cuido y no lo protejo.
Hoy yo
pregunto como aquellas mujeres buscando su cuerpo muerto al pie de la cruz
hendida. Como tantos hoy que no creen que exista, entre tanto mal que hay en el
mundo. Veo su cuerpo muerto entre dos ladrones. Lo veo muerto y lo busco.
Porque
sé que está vivo. Escondido, robado, presente entre mis manos. Herido
en tantas manos que buscaron esa custodia dorada que escondía su presencia.
No lo
buscan a Él hoy tantas manos. No anhelan su presencia en silencios
sagrados. Porque no lo conocen. Porque no han probado su agua. No han
escuchado su voz. No han recibido su abrazo.
Y me
conmueve la herida hoy de tantos hombres. La herida de pobreza, de
rechazo, de desprecio, de soledad y abandono. La herida que provocaron
decisiones erradas. La herida de una vida rota en desencuentros y desamores.
Me
duele ese dolor tan humano. Lloro por dentro. Y busco el
consuelo de ese pan sagrado que sostiene mi esperanza. Contemplo. Miro. Espero.
Sueño.
Jesús
se fue en una custodia robada. No se quedó en el sagrario. Se
fue en las manos de un hombre al que conocía. Porque Jesús conoce a
todos. Un hombre que quizás a Jesús no lo conocía.
Se fue
tal vez escondido en su pecho. No lo sé. Tampoco sé dónde lo dejó con el paso
de las horas. No sé bien dónde está Jesús ahora. Imagino que la
custodia estará vacía. Sin Jesús. Y Jesús perdido por las calles de mi ciudad.
En medio de los hombres. De los pobres.
No sé
bien si el que se llevó su cuerpo ha cambiado de vida. Si
era el buen ladrón o aquel no tan bueno. No sé si inició Jesús en su pecho un
cambio de vida, de mirada, de intenciones. Tal vez nunca lo sepa.
Sí sé
que de repente me dejó con su ausencia un hueco muy grande en el alma.
Echo la culpa al ladrón de mi tristeza. Pero yo mismo no cuidé su
presencia como quisiera. Siento la propia culpa. No lo hago. Le olvido.
El
mismo hueco que me ha dejado el robo me lo dejan tantas veces mi propia
desidia, mi olvido, mi descuido, mis exigencias, mis negaciones, mi pereza.
Me
siento como un mal ladrón no arrepentido. Junto a Jesús. A pocos metros. Y le
exijo que vuelva. Que se baje de su cruz y me baje a mí de la mía. Y me
rebelo contra ese hombre sin alma que robó su cuerpo.
Y me
importa de golpe más ese robo que el que yo permito cada día al notarle ausente
de mi propio pecho. Cuando no lo llevo conmigo. Cuando no le
rezo. Cuando no le contemplo esperándome en la custodia llena de su presencia.
Y miro mis preocupaciones, lo que a mí me interesa. Mis planes y mis sueños. Y
no le llevo dentro.
El
otro día leyeron unas palabras en las que Jesús me habla a mí: “Yo
estoy en la Eucaristía y en mi Cuerpo Místico: en los hermanos que se reúnen a
rezar. A veces podéis descuidar a los hermanos y dejarlos solos y otros los
pueden robar y llevar por otros caminos. Os entristece el robo de mi
cuerpo eucarístico y no tanto cuando un hermano se pierde o está solo. No
quiero hermanos solos y perdidos en mi Cuerpo. Mi Cuerpo no puede desmembrarse”.
Tal
vez en ese gesto burdo de un hombre que lo roba veo que yo mismo evito tantas
veces llevarlo en mi pecho. Ir por las calles de mi misma ciudad llevando su
presencia. Preocupándome por el que está herido, por el que está solo, por el
que nada tiene.
Un
cuerpo desmembrado. Quiero unir. Porque a veces no parece turbarme
escuchar de tantos Cristos rotos, heridos y solos. No me conmueve
tanto su dolor como saber que su custodia está vacía.
Y mi
alma hoy quiere ser custodia. Lo tengo claro. Primero vacía. De tantos miedos y
cadenas. De tanto mundo y placeres. De tanta comodidad y desidia. Quiero
primero vaciar mi custodia. No es de oro mi custodia. Ni de plata valiosa.
Nadie la robaría. Pero es mía. Soy yo. En mi pobreza. Barro y madera. Es mi
fragilidad.
Dios
quiere refugiarse en mi custodia vacía. Quiere que vaya yo por las calles
llevando su cuerpo. Soy custodia cada vez que comulgo. Me vuelvo
custodia cada vez que me dejo amar por su presencia. Y me lleno de Él,
de su Espíritu.
Mi
custodia vacía. Dejo de estar vacío para estar más lleno que nunca. De
esperanza, de vida, de alegría, de sueños. Soy custodia llena de su amor
encarnado.
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