Fernando Mires 10 de noviembre de 2016
La
frase del ex presidente de Costa Rica, Oscar Arias, ya es famosa. “En
democracia no hay presos políticos”. De todas maneras vale la pena preguntarse:
¿por qué en democracia no hay presos políticos?
En
democracia suele no haber presos políticos aunque ha habido excepciones. Una
hizo historia. Fue la prisión de los anarquistas italianos Sacco y Vanzetti en
los EE UU (1927). Ambos, sin haber sido agotados los procedimientos legales,
fueron encarcelados y después ajusticiados por razones políticas. Sin embargo,
el hecho de que haya sido un escándalo, de que hasta hoy la novela Sacco
y Vanzetti de Howard Fast sea leída, de que la canción cantada por
Joan Báez continúe siendo escuchada, demuestra que ese caso fue una excepción
extrema. En cambio, lo que fue una terrible anormalidad en los EE UU era,
durante ese mismo tiempo, la cosa más normal del mundo en la URSS.
Digamos
mejor: en un orden democrático suele no haber presos políticos. La razón es la
siguiente: una democracia comienza a existir cuando la vida social y política
se encuentra reglada por la Constitución. En consecuencia, los que en democracia
alegan haber sido condenados por razones políticas (los terroristas del ETA,
por ejemplo) no han sido llevados a prisión por razones políticas sino por
haber faltado a la Constitución de la misma manera que si un millonario va a la
cárcel por evasión de impuestos, no es un preso económico; es simplemente un
preso legal.
En
democracia no existen tribunales políticos. Luego, no puede haber presos
políticos. ¿Cuándo es político un tribunal? La respuesta es obvia: cuando el
poder judicial al perder su independencia ha sido convertido en apéndice del
poder político. Sin independencia judicial un tribunal no actúa en nombre de
una constitución sino en el de determinadas personas. En las palabras de Michel
Foucault, en nombre de cuerpos biológicos.
Foucault
fue el pensador que más insistió en la tesis de que todo poder ejercido es
corporal. Para el filósofo francés el poder era un bío-poder. En su conocido
libro Vigilar y Castigarintentó incluso construir una arqueología
de la opresión la que siempre, de una manera u otra, termina siendo biológica o
corporal.
Pero
como Foucault no era un filósofo político, nunca logró establecer la diferencia
entre un poder constitucionalmente mediatizado y un poder directamente
personal. Diferencia importante. Mientras en una democracia el cuerpo del
ciudadano en vías de convertirse en un prisionero ha desobedecido a la
Constitución, en una dictadura ha desobedecido a los cuerpos de las personas
que detentan el poder.
Cuando
el poder no es constitucional es personal. Por lo mismo, el dictador, al haber
suprimido al poder judicial, ha impuesto a quienes no acatan su justicia un
dilema personal. O el cuerpo del perseguido se somete al del dictador o
será castigado. En ese dilema reside el germen totalitario de toda dictadura.
No
toda dictadura es por cierto totalitaria. El totalitarismo es la radicalización
hasta sus últimas consecuencias de una dictadura. Comienza, según Hannah
Arendt, cuando ha desaparecido la línea que separa al mundo de la intimidad con
el del espacio público. El dictador totalitario –así también lo entendió Orwell
en su estremecedor 1984 - no solo exige obediencia. Su
objetivo es obtener la rendición corporal y por lo mismo, la espiritual de los
ciudadanos. Por eso, agregaba Arendt, toda dictadura totalitaria conduce al
reino del terror.
Un
magnífico film alemán, ya un clásico, La Vida de los Otros (Su
director es Florian Henckel), tuvo el mérito de llevar a la pantalla la
lógica del totalitarismo. En ese film vemos como los espías se enteran del
último resquicio de la intimidad: el de los orgasmos de la pareja de amantes
espiados. El jerarca comunista que en ese mismo film exige poseer el cuerpo de
la mujer espiada solo llevó la lógica totalitaria hasta sus últimas
consecuencias.
Eso
fue lo que no entendió Foucault. En una democracia, si bien el poder es
ejercido por personas, es despersonalizado por el poder de la Constitución. En
una democracia nos enfrentamos a la ley. En una dictadura la lucha es cuerpo a
cuerpo.
Bajo
una dictadura prima la corporeidad en su más directa expresión. En muchas de
ellas, sobre todo cuando ha sido alcanzado la fase totalitaria, la propia
libertad de movimiento es socavada. Los ciudadanos son divididos entre los que
pueden viajar al exterior y los que deben ser recluidos dentro del país. O a la
inversa, entre quienes deben irse y quienes pueden vivir en territorio
nacional. Y, por supuesto, entre los que pueden caminar por la calle y los que
deben ser declarado presos de acuerdo a los dispositivos del poder.
Las
cámaras de tortura, propias a cada dictadura, son lugares en donde son
ejercitados los pasos que llevan a la expropiación del cuerpo opositor. Así se
explica por qué la mayoría de las personas que han sido torturadas coinciden en
señalar que, pese a que los torturadores saben que el torturado no puede decir
más de lo que sabe, lo continúan torturando. ¿Sadismo? Claro que sí. Pero se
trata de un sadismo funcional.
La
función del torturador es comunicar al torturado que él ya no ejerce soberanía sobre
su propio cuerpo. Hay relatos que de modo aterrador lo confirman. Hace muchos
años, mi amiga X, recién llegada al exilio después de haber pasado por las
siniestras cámaras de tortura en la calle Londres, en Santiago de Chile, me
confesó en voz muy baja. “Durante las noches los torturadores entraban a mi
celda y me violaban. Una vez, dos de ellos, después de haberse saciado conmigo,
mearon sobre mi cuerpo. Nunca me lo voy a poder explicar. ¿Por qué tenían que
hacerme eso?”
El
falo en su doble función, eyaculatoria y urinaria, era usado, en el relato de
mi amiga X, como arma de guerra. Cumplía órdenes que provenían del estado
mayor, órdenes destinadas a hacer saber a los prisioneros que ellos, al no
obedecer a la dictadura, no eran dignos de habitar su cuerpo. A muchos los
mataron. A otros –fue el caso de mi amiga X- le quitaron para siempre el deseo
de vivir.
Experiencias
similares pueden ser conocidas en los informes de Amnesty International sobre
los sucesos en Kosovo. Hay, además, testimonios literarios y cinematográficos.
La novela El Pintor de Batallas de Arturo Pérez Reverte relata
solo una parte de los horrores que el escritor vio en su condición de
corresponsal de guerra. El film de Isabel Coixet, la vida secreta de
las palabras, nos muestra, de modo desgarrador, como las heridas no
cicatrizan después de haber pasado por el infierno de las cárceles de
Milocevic. Allí las víctimas solo tenían dos opciones: o morir en muerte o
morir en vida.
A
propósito de muerte: escuché recién las noticias en la radio: Erdogan, hasta
hace poco presidente de una Turquía democrática, convertido hoy en implacable
dictador, ha vuelto a insistir en su proyecto de reimplantar la pena de muerte.
¿Por qué quiere matar Erdogan?
Si lo
pensamos bien, lo que interesa a Erdogan no es matar. En su proyecto
político la pena de muerte cumple otra función: la de hacer saber a los
ciudadanos turcos que él, Erdogan, puede decidir cuales de “sus” presos
políticos merecen vivir y cuales deben morir en su país. Otra “bío-dictadura” más.
Matar
no es el objetivo primero de las dictaduras. El objetivo primero es ejercer
vigilancia sobre cada cuerpo, practicar la dominación corporal hasta tocar los
puntos más íntimos de cada ser. ¿Y hay algo más íntimo que la sexualidad? Ese
al menos fue el gran descubrimiento de la Santa Iglesia en sus tiempos
teocráticos. Controlando la intimidad sexual controlan todo el cuerpo social.
La
lección de la Iglesia pre-moderna ha sido aprendida muy bien por dictaduras y
autocracias del siglo XXl. Solo así se explica la homofobia que hacen gala
algunos dictadores. Putin, por ejemplo, ha desatado una feroz campaña en contra
de la homosexualidad. Cada homosexual es, o ha llegado a ser en Rusia, un
potencial preso político.
Por
supuesto, homosexuales y lesbianas no constituyen ningún peligro para la
seguridad interior del Estado. Eso lo sabe Putin. Pero también sabe que al
dictar normas acerca de como y donde se debe amar, puede ejercer control sobre
los espacios más íntimos de la sociedad: los cuerpos humanos. Frente al poder
de Putin, todos los ciudadanos están desnudos.
En
Venezuela también obligan a Lilian Tintori a desnudarse antes de visitar a su
esposo Leopoldo, en las mazmorras de Ramo Verde. El desnudo de Lilian, al igual
que en Rusia o Turquía, cumple para el régimen una función política: dar a
conocer que el poder es dueño y señor de la intimidad de cada opositor. La
misma suerte corren seguramente las esposas de los cientos de presos políticos
de Venezuela. Sobre Leopoldo al menos están puestos los ojos de la opinión
pública internacional. Con los otros presos políticos el régimen puede actuar
con toda impunidad. Hay que imaginar lo peor.
Maduro,
al igual que Erdogan y Putin, intenta presentarse como amo de los destinos de
los cuerpos ciudadanos. Así se explica por qué usa a los presos políticos como
rehenes. Como si el Estado fuera una selva y él un jefe guerrillero de las
FARC, libera de vez en cuando a algunos presos políticos a cambio de
concesiones destinadas a asegurar la continuidad de su mandato. Para Maduro,
los presos políticos -y por ende, sus familiares- son simples objetos de canje.
Durante
Chávez –quién dictaba sentencias judiciales por televisión- un ministro dijo:
“aquí no hay presos políticos; aquí solo hay políticos presos”. Quería decir
que los políticos presos estaban detrás de las rejas por razones no políticas.
Pero ingenioso no fue el ministro. Para cada dictadura, los presos políticos
solo son políticos presos.
Tuvo
entonces razón Foucault al dejar claramente establecido que el poder no es una
noción abstracta. Los derechos humanos son, efectivamente, derechos del
cuerpo humano. No tuvo razón al no haber sentado la diferencia entre un
régimen dictatorial y uno democrático. En este último, si bien las leyes son
dictadas por cuerpos humanos, después de haber sido inscritas en un libro se
convierten en una valla destinada a protegernos de los deseos de poder de los
gobernantes. En palabras de Aristóteles: “La ley es la inteligencia sin las
ciegas pasiones” (La Política)
Bajo
el dictado de la Constitución no somos ni mejores ni peores. Pero al menos
ajustamos nuestros deseos de poder dentro de un marco que nos evita regresar a
una condición natural donde reinan los seres más brutales, aquellos que al
ponerse a sí mismos por sobre la ley, terminan situados fuera de ella. No sin
razón algunos juristas denominan a la Constitución como el cuerpo legal.
“En
una democracia no puede haber presos políticos”. La sentencia de Oscar Arias
continúa siendo inapelable. En una democracia solo pueden ir a prisión quienes
han violado a la Constitución.
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