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jueves, 25 de octubre de 2018

EL TEMA DE NUESTRO TIEMPO, por @jcercasrueda ‏




Javier Cercas  24 de octubre de 2018

LA CRISIS DE LA DEMOCRACIA: ese es el tema de nuestro tiempo. Por una vez, la palabra “crisis” no designa un cliché vacío sino una realidad tangible. La realidad es la siguiente. Desde el final de la II Guerra Mundial, sobre todo desde la caída de la URSS, solía aceptarse que la democracia liberal se volvía un sistema político irreversible en países prósperos que cambiaban de Gobierno varias veces consecutivas en elecciones libres; a tal victoria política sin vuelta atrás es a lo que Francis Fukuyama llamó a finales de los ochenta, en un ensayo más citado que leído, “el fin de la historia”. Ahora es obvio que Fukuyama se equivocó, y que ni siquiera en Europa y Estados Unidos está la democracia asegurada. La manifestación más llamativa de este hecho fue la elección a la Casa Blanca de Donald Trump, lo que demostró que los ciudadanos de la democracia más antigua y poderosa del mundo aceptan ser gobernados por un hombre que pone en duda de manera continuada y flagrante las más elementales normas democráticas; pero Trump no está solo: las democracias occidentales vienen siendo asaltadas por una oleada de populistas que, casi siempre en nombre de la democracia, violan por sistema la democracia (como entre nosotros ocurrió en Cataluña el otoño pasado). De hecho, podría argumentarse que el populismo global de hoy es la máscara posmoderna del totalitarismo global de los años treinta, y que la democracia tiene que batirse hoy contra él como se batió entonces contra el totalitarismo. La pregunta es si la democracia prevalecerá, como lo hizo entonces, y a qué precio. Y la respuesta no está clara.

Esa es la cuestión a la que, desde hace unos años, dan vueltas pensadores de todo el mundo; el penúltimo es Yascha Mounk, profesor de Harvard y autor de un libro brillante que acaba de publicar en castellano la editorial Paidós: El pueblo contra la democracia. La tesis básica de Mounk es que hoy la democracia liberal se resquebraja porque estamos separando sus dos componentes esenciales —la democracia, que asegura el respeto a la voluntad popular, y el liberalismo, que asegura el respeto a las leyes y por tanto la igualdad de derechos—, lo que da lugar a dos perversiones de la democracia: por un lado, un liberalismo no democrático, que más o menos respeta las leyes y los procedimientos, así como los derechos individuales, pero que apenas tiene en cuenta la voluntad popular, o procura ignorarla; por otro lado, una democracia iliberal, que dice respetar la voluntad popular pero desprecia la ley, los procedimientos y las instituciones independientes que controlan el poder. La primera perversión conduce a la tecnocracia, y su mejor ejemplo lo tuvimos en verano de 2015, cuando, después de que los griegos rechazaran en referéndum el tratado para salir de la crisis que les ofrecía la UE, Alexis Tsipras aceptó en Bruselas, obligado por la Troika, un tratado todavía más duro que el que sus conciudadanos se habían negado a aceptar. La segunda perversión conduce al fin de la democracia: ejemplos de ella los tenemos a diario en Polonia, en Hungría, en Turquía —no digamos en Venezuela o Rusia—, donde unos gobernantes que alardean de demócratas y se consideran la encarnación del pueblo persiguen a sus rivales políticos, ignoran a las minorías y controlan la justicia, los procesos electorales y los medios de comunicación. A esta doble amenaza creciente nos enfrentamos, dice Mounk: un liberalismo no democrático (o derechos sin democracia) y una democracia iliberal (o democracia sin derechos). Tecnocracia o populismo. Y lo peor es que la primera no hace más que alimentar el segundo, ahora mismo la principal amenaza para nuestras libertades.

El diagnóstico de Mounk no parece pesimista: quien no quiera ver que la democracia está en peligro en Occidente es que no quiere ver la realidad. La pregunta es si los defensores de ese sistema político, que ha hecho más que cualquier otro por extender la paz, la libertad y la prosperidad en el mundo, estamos tan determinados a defenderlo de sus enemigos como lo estuvieron nuestros antepasados en los años treinta. Y aquí la respuesta tampoco está clara. 


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