JAVIER CONDE 23 de febrero de 2023
@jconde64
A ocho meses de la Primaria donde se
elegirá la candidatura única para las presidenciales de 2024, la oposición
tiene tareas urgentes sobre la mesa: cómo vencer la desesperanza, sobre qué
bases convertir el descontento en una fuerza organizada motivadora, y cómo el
liderazgo político se une en torno a una promesa de cambio creíble y posible.
Otros lo hicieron antes.
Vamos de viaje. Otra vez. Unos cuantos años atrás como para coger impulso y regresar a estos primeros meses de 2023 con ese horizonte de una primaria para la elección de una candidatura única de la oposición en octubre próximo (como se acaba de anunciar) en un clima de evidente desunión, no solo porque lo que prevalece son las acusaciones de unos contra otros -y el deterioro de ambos- sino, y sobre todo, porque la discusión de la unidad como proyecto estratégico -como la fórmula para vencer a la dictadura, llegar al poder y responder a las inmensas demandas de la sociedad- se dejó de lado en algún momento del largo y sinuoso camino de la oposición venezolana. O quizá nunca fue internalizado de manera suficiente. O es una estación a la que se llega -como apunta Carlos Blanco, exministro para la reforma del Estado- pero se desconoce si se viaja, valga el verbo, en ese itinerario.
La
hago esta vez acompañado de Ricardo Lagos (aunque no solo de él), una
figura central en el proceso político que condujo a la derrota de la dictadura
del general Augusto Pinochet en el plebiscito del 5 de octubre de 1988; años
después uno de los presidentes del denominado período de la concertación que
gobernó Chile entre 1990 y 2010. La guía son las memorias de Lagos
publicadas en dos tomos: (I) Mi Vida: de la infancia hasta la lucha
contra la dictadura (año 2013); II: Mi vida: Gobernar para la
democracia (año 2020). El énfasis estará en la parte uno, lo que es
más pertinente a nuestro caso porque la otra parece estar lejos, aunque
para nada negada.
“La
victoria, dice Lagos, no fue como algunos creen únicamente gracias a un buen
marketing político, (…) en política, la sustancia es la credibilidad; la
certidumbre de lo que se piensa, lo que se dice y lo que se hace, van en una
misma dirección”
Mi
Vida es
más que el fruto de la memoria de este extraordinario dirigente político
chileno. Aún hoy a punto de cumplir 85 años (este 2 de marzo) su voz se escucha
en su país que trata con hondas dificultades de dejar atrás quizá el último
trazo de la dictadura pinochetista: la Constitución de 1980. Las memorias de
Lagos son el resultado de sus conversaciones con un grupo de historiadores, con
los que sostuvo una veintena de entrevistas, cuyas respuestas
constituyeron la base de ese tomo I. El hilo conductor del libro es una
grandísima pregunta: ¿Cómo se puede recuperar la democracia? Nuestra
angustiante pregunta, también.
El
caso chileno es la última referencia en nuestra parte del
mundo, quizá de todo el ámbito occidental, de derrota de una dictadura -militar
y sangrienta- mediante elecciones. Un caso muy estudiado que, a su vez,
encontró inspiración en las transiciones a la democracia vividas por Portugal, España y Grecia entre
mediados y finales de la década del 70 del siglo pasado.
Cuando
la oposición democrática venezolana crea la Mesa de la Unidad Democrática (MUD)
en el año 2009 -tras 10 años de mandato de Hugo Chávez y notorios fracasos
acumulados-, la exitosa experiencia de la Concertación de
Partidos por la Democracia de Chile fue un ancla a la cual agarrarse.
La MUD
hizo dos cosas al respecto, al menos. Una, invitó a una reunión en Caracas
a Genaro Arriagada, quien fue el secretario ejecutivo de la Concertación y
de la campaña por el NO en el plebiscito del 88 -nuestro Ramón Guillermo
Aveledo chileno, o viceversa-; y, dos, envió a un grupo de cerca de veinte
personas a Chile para empaparse de los detalles de aquella experiencia que
desalojó a Pinochet del poder aunque el andamiaje de la dictadura seguía, y
siguió por años, en pie.
El
encuentro con Arriagada -militante durante casi 60 años de la Democracia
Cristiana chilena y secretario general de la presidencia en el segundo de
los gobiernos de la Concertación- duró desde las 9:00am a las 6:00pm y
dejó, según testigos, un par de detalles claves: Pensar en Chile (podemos
sustituir por Venezuela) y la unidad entendida como un proceso
dinámico. Lo del itinerario y las estaciones.
En
torno al primero, Arriagada recordó que durante muchos años entre el golpe
contra Salvador Allende del 11 de septiembre de 1973 y ya entrados los años
ochenta todo se focalizaba contra Pinochet hasta que en algún momento -quizá
cuando en 1983 comenzaron las protestas de la gente apremiada por el deterioro
económico y la asfixia de la vida bajo un régimen autoritario–
pensaron que podían cambiar las cosas si el foco se ponía en Chile y no en el
enfrentamiento directo con Pinochet.
Visualizar
un gobierno postdictadura fue decisivo para convencer a los chilenos de que el
cambio sería positivo. La oposición venezolana también transitó por el célebre
y limitado “Chávez vete ya”, ¿habrá sido sustituido ahora por “Maduro vete ya”?
Falta, en nuestro caso, una promesa de futuro creíble -lo dijo así Ramón
Guillermo Aveledo en una reciente charla con Analítica.com, Blanco apunta
algo similar: ausencia de objetivos claros y distinguibles.
El
segundo asunto clave de la reunión con Arriagada fue cuando contó que él, como
secretario de aquel conglomerado de partidos -llegaron a ser 17-, se levantaba
cada día pensando que aquello estaba funcionado bien, pero muy pronto mientras
el día avanzaba empezaban las llamadas, las peleas entre los partidos, los
reclamos, y tenía que actuar como bombero y apagar incendios,
ponerlos a hablar, y cuando llegaba la noche la unidad había sobrevivido un día
más. Y así al día siguiente. Aveledo -y su equipo de la secretaría ejecutiva-
seguro podrán relatar situaciones cortadas con la misma tijera.
Gerver
Torres, exministro del Fondo de Inversiones de Venezuela, propuso en La
Gran Aldea una reedición del Pacto de Puntofijo entre el mundo
opositor. Carlos Blanco plantea una mesa de negociación y acuerdos
(eso era la MUD, acoto) entre el liderazgo opositor. ¿Comprarán esas
propuestas?, ¿las juzgan necesarias?, ¿pondrán pensar juntos en Venezuela, en
una promesa de futuro?
Y
Lagos dice desde: “La democracia es algo que se cultiva, se preserva, y se hace
avanzar día a día con cuidado y paciencia”. Cuando se dejó de regar, fracasó en
Chile de esa manera tan terrible que marcó a los chilenos pero también a una
generación fuera de su país, y naufragó en Venezuela. Y esa vida democrática la
empezaron a cultivar de nuevo los chilenos antes del triunfo de 1988, durante
el laborioso proceso, de idas y venidas, que llevó a la Concertación. Fueron
como en el caso venezolano muchos años. Pinochet aún se mantuvo en el
poder hasta 1990.
Los
caminos y la unidad
La
oposición venezolana -que ha mudado de piel y de liderazgos a lo largo de este
par de décadas- ha ensayado todas las rutas para desalojar al chavismo del
poder: el golpe de abril de 2002; el paro petrolero finales de ese año y
principios del siguiente; el referendo de 2004; la abstención electoral en 2005
y años muy posteriores; la vía electoral que condujo a los mayores triunfos
electorales que colocó a la oposición como una real alternativa de poder en la
apreciación mayoritaria de los venezolanos; las protestas callejeras de 2014 y
2017; el interinato con fuerte apoyo internacional.
Nadie
podrá negar que no se intentara. Pero, ¿cuál es la ruta a estas alturas?,
¿es en verdad la unidad de propósitos la que define el camino e identifica con
nitidez la meta, ya no solo para el liderazgo sino para el conjunto de la
sociedad? Dice Aveledo que sobran los motivos para no votar al chavismo pero
falta un motivo para votar por otra gente.
Ricardo
Lagos tuvo pronto muy claro que “solo una mayoría social y política que uniera
a todos los demócratas podría tener la fuerza para enfrentar a un régimen
dictatorial”. No hay otra explicación de la derrota de Pinochet. No vino de
afuera hacia dentro, no fue el resultado de la “sublevación de las masas en la
calle”, no murió el dictador ni renunció, no hubo vacíos de poder ni tampoco
fue fruto de un imaginativo y contagioso marketing político, que lo hubo.
“Ricardo
Lagos tuvo pronto muy claro que ‘solo una mayoría social y política que uniera
a todos los demócratas podría tener la fuerza para enfrentar a un régimen
dictatorial’”
Los
chilenos venían -habla Lagos- de la “mayor tragedia política de nuestra vida
republicana, del fracaso absoluto del diálogo”. Ese es el significado del golpe
contra Salvador Allende en 1973: el quiebre total de un país con una larga
institucionalidad democrática. “Nadie percibió algo de esa magnitud como lo fue
la dictadura militar”, escribe el exmandatario chileno. A lo que siguió la
actuación de Pinochet como un general al frente de un ejército de ocupación.
Entre aquel año y 1990 hubo 3.000 muertos, la mitad entre septiembre y
diciembre de 1973. En tan solo cuatro meses.
Durante
10 años no se movió una hoja en Chile. Los partidos prácticamente no existían.
Sus dirigentes fueron asesinados o encarcelados o salieron al exilio. Y lo que
quedaba en pie de las organizaciones políticas estaba en aceras opuestas e
infranqueables: todos acusados, unos de apoyar el golpe, otros de propiciarlo
por sus desvaríos en el poder y también entre estos, los que integraron la
Unidad Popular, que a su vez se recriminaban excesos o carencias en el plano
militar para enfrentar el golpe. Una frase peregrina aún flota por ahí de
aquellos años: “Allende debió repartir armas al pueblo”.
Mientras,
Pinochet consolidó su poder. La refundación de Chile (vaya parecido) con ideas
muy simples y eficientes condensadas en la Constitución de 1980 (aprobada
con 67% de respaldo), que se resiste a morir: proscripción de las doctrinas
totalitarias, rol tutelar de los militares, senadores designados de origen
militar y autonomía castrense, para construir, sobre los escombros de lo
anterior, una “democracia autoritaria, protegida, integradora, tecnificada, de
auténtica participación social”. Y el último que apague la luz.
Sobraban,
pues, los motivos para la desunión en el resquebrajado mundo político contrario
a la dictadura. Responsabilidades muy claras, muy hondas, muy graves en el
trágico desenlace de los acontecimientos. En las vidas perdidas, en los
desaparecidos. En el choque ideológico en un mundo aún en la “guerra fría” que
servía para justificar todo lo ocurrido. En la pérdida, en fin, de la
democracia por acción u omisión.
¿Son
de ese mismo tenor, de esa misma densidad, de esa misma profundidad las
diferencias que separan al liderazgo opositor venezolano?, ¿cuánto pesan en
nuestro caso esas viejas tendencias de la política venezolana del
“personalismo, el inmediatismo, el sectarismo y esa dificultad para cumplir las
reglas” (cito términos de Aveledo en Analítica)? También la “inconstancia en
los aciertos”, que el exsecretario ejecutivo de la MUD diagnostica. Vamos, o
íbamos, bien pero estamos insatisfechos.
Lagos,
que es un hombre de ideas socialistas, las mismas que profesó Allende,
define ese tiempo bajo la dictadura, entre los 35 y 50 años de su vida, como de
resistencia y de renovación. Una renovación en su campo socialista que comenzó
por la comprensión de que la política debe ser una acción reformista constante
de la sociedad existente, que la democracia liberal es un bien en sí mismo -no
un escenario para aprovechar sus ventajas y luego desaparecerlas- y de
abandonar las posiciones clasistas para representar sectores sociales más
amplios. Esa reflexión lo llevó a él -y al sector renovado de los socialistas-
a defender alianzas “sin exclusiones” y a criticar por igual el anticomunismo
(perdón por esta palabra hoy tan manoseada) de los democratacristianos como la
opción violenta que el Partido Comunista chileno mantuvo hasta meses antes del
triunfo del ‘No’ en el citado plebiscito de 1988.
Una
visión fresca de la política, y del socialismo chileno, que resultaría un
elemento importante en el encaje de la Concertación y el triunfo del NO en el
plebiscito. Un remozamiento acorde con el debate mundial de los años ochenta en
el cual quienes profesaban el cambio social rompieron con el “socialismo real”
de la URSS y de Cuba, donde aún bebe el “socialismo del siglo XXI”, a pesar de
que en Venezuela esa discusión sobre el socialismo democrático se dio
anticipadamente -a finales de los años 60- pero, parece, con menos calado.
Un
asunto político y ético
La
época de las protestas contra la dictadura de Pinochet comenzó en el año 1983,
con el agravamiento de la situación económica desde finales del año
anterior. Una carta pastoral de la Iglesia católica -un actor que fue
relevante- había cuestionado la naturaleza autoritaria del régimen y exigido la
vuelta a la democracia. Partidos, individualidades y sectores civiles crearon
entonces la Alianza Democrática y la gente comenzó, primero, a cacerolear
en las casas, y luego a salir cada vez más a las calles, venciendo el miedo. Se
iniciaba así un largo camino que visto en retrospectiva, y con nuestra
experiencia en mente, cumplió su primera etapa en tan solo cinco años y pico.
Pinochet
respondió como sabía: una descomunal represión: dos muertos, cuatro muertos, 29
muertos, centenares de heridos, miles y miles de detenidos, era el saldo en
aumento tras cada convocatoria. En el seno de la Alianza Democrática -AD,
sin cuñas- a pesar del éxito de las movilizaciones surgió una discusión de
contenido político y ético: ¿Era aceptable convocar a una protesta contra el
régimen cuando estas jornadas acababan con decenas de muertos?, rememora Lagos.
Vale
la pena preguntarse si hubo ese debate en la oposición venezolana. Y la
respuesta es que el debate se dio y con frecuencia. Sin posibilidad de
acuerdos. Y por ahí se colaron las divergencias que quizá son las mismas que
ahora tienen a sectores de la oposición enfrentados.
“¿Es
en verdad la unidad de propósitos la que define el camino e identifica con
nitidez la meta, ya no solo para el liderazgo sino para el conjunto de la
sociedad? Dice Aveledo que sobran los motivos para no votar al chavismo pero
falta un motivo para votar por otra gente”
Algún
sector político chileno defendía que la movilización social era el único camino
para acabar con la dictadura. “Pero, escribe Lagos, había que generar las
condiciones necesarias que evitaran la represión desmedida. No podíamos
cruzarnos de brazos”. La acción política exige responsabilidades: a
quienes reprimen -que lo hacen para preservar el poder a cualquier costo- y
también sobre quienes recae la conducción política para derrotar a una
dictadura pensando en la edificación de una sociedad democrática. Los métodos
importan y una estrategia en que prevalece la calle tiende a apagarse,
incrementa la represión y desalienta a los ciudadanos. Lagos registra muy
pronto, un año después de la primera manifestación, el desgaste de la
estrategia de fuerza aunque la AD insistía en que “sin protesta no hay cambio”.
La
protesta no cesó en Chile, tuvo sus altos y sus bajos, con períodos de mayor
represión en los que Pinochet amenazó con repetir otro 11 de septiembre. Así lo
hizo tras el atentado contra él, en el que murieron cinco escoltas, que llevó
al propio Lagos a la cárcel aunque él siempre reivindicó la vía pacífica
para llegar al poder. Pinochet –“un hombre concreto, que sabía que tenía la
fuerza y no se iba a dejar desplazar por quienes no la tenían”- apostaba a que
la oposición se pegaría hasta diez veces contra la misma muralla -¿cuántas van
en Venezuela?- sin resultado. Ricardo Lagos hace una lúcida reflexión
al respecto:
“Mi
experiencia me dice que muchas veces esto es así: el desgaste da resultado y la
protesta fracasa. Sin embargo, en aquellos que fracasaron se va acumulando una
sensación de desencanto, de que nada es posible para cambiar el curso de los
acontecimientos. Y ese resentimiento produce la acumulación de un conjunto de
elementos explosivos y después ya no habrá un modesto número de demandas, sino
una ruptura con caracteres de revolución (o de estallido social). Por eso es
tan peligroso jugar a la teoría del desgaste”, una advertencia
tanto para quien detenta el poder como para quien pretende alcanzarlo.
La
ruta del dictador
En los
años previos a la Concertación -que se formalizó apenas ocho meses antes del
Plebiscito del 88; ocho meses faltan también para la Primaria de la oposición-
los chilenos siguieron debatiendo en torno a los caminos para salir de la
dictadura: la gradualidad, a la que finalmente se sumaron todos los partidos y
organizaciones civiles; y la de “todas las formas de lucha”, que el fallido
atentando contra Pinochet sepultó como alternativa.
Una
gradualidad en todo caso rápida porque en un principio pensaron en el año 1986
como el del desenlace; y luego en la realización de elecciones abiertas en la
que cada sector -Pinochet y los suyos y la oposición democrática- compitieran
por la presidencia. Pero no ocurrió ni una cosa, ni la otra: ni el 86 fue
decisivo, ni hubo elecciones abiertas. Pinochet impuso su convocatoria al
Plebiscito, prevista en la Constitución del 80 y que se remitía a una consulta
sobre su continuidad en el poder por ocho años más.
No
hubo fuerza para impedir el esquema del dictador. De manera que el año previo
al Plebiscito la oposición chilena se centró en dos debates clave: uno, lograr
la unidad de todos los factores para derrotar a la dictadura; dos, aceptar la
vía de la dictadura y prepararse para competir en el Plebiscito.
El
primer punto fue crucial: ¿Cómo arropar bajo un mismo manto a comunistas,
socialistas (aún divididos entre renovados y files a la vieja esencia) y
democratacristianos? Un conglomerado con mayores y más arraigados tintes
ideológicos del que puede apreciarse en la oposición venezolana. Un
conglomerado con cuentas pendientes desde el brutal golpe. Un conglomerado con
izquierda clásica, izquierda renovada y una derecha fuerte nucleada en torno a
la Democracia Cristiana.
Solo
el convencimiento de que de esa manera sería posible derrotar a la dictadura y
recuperar la democracia produjo el parto de la Concertación y a la vez se
desecharon vías alternas al cronograma impuesto por la dictadura. Hasta menos
de un año antes, cuando se abrió el registro electoral, sectores de la oposición
chilena insistían en que “inscribirse era traición”.
“La
vía electoral, sigue Lagos, era viable si existe una ciudadanía dispuesta y
organizada para vigilar y controlar dicho proceso”. Los chilenos pasaron por
ahí antes y lo lograron. El 2 de febrero del 88 dieron vida a la Concertación y
ocho meses y tres días después el NO a Pinochet se impuso 54% a 43%.
En la
famosa franja del NO -los espacios televisivos concedidos a quienes se oponían
a la continuidad de Pinochet-, la Concertación logró transmitir un mensaje
pidiendo el voto para un “programa hacia adelante” y no por lo que ocurrió en
el pasado. Sin revanchismos, ni odios, ni violencia. El lema de la campaña fue
“la alegría ya viene”. Y vino.
En la
película chilena NO -de 2012, dirigida por Pablo Larraín- se
cuenta el triunfo en el plebiscito con énfasis en su aguda concepción
publicitaria.
La
victoria, dice Lagos, no fue como algunos creen únicamente gracias a un buen
marketing político, que es útil “cuando está al servicio de una idea, de una convicción,
de una creencia profunda en aquello que se va a realizar (…) no reemplaza la
sustancia, y en política, la sustancia es la credibilidad; la certidumbre
de lo que se piensa, lo que se dice y lo que se hace, van en una misma
dirección”.
JAVIER
CONDE
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