LUIS UGALDE S.J. 02 de octubre de 2022
A
propósito del centenario del Colegio San Ignacio, el exrector de la UCAB repasa
los aportes de la Compañía de Jesús al sistema educativo nacional, en todos sus
niveles, con la excelencia y solidaridad social como nortes
La
entrada de los jesuitas a Venezuela (1916), luego de siglo y medio de su
expulsión por el Rey de España (1767) fue con límites y restricciones: solo 3 y
solo para formar sacerdotes en el seminario.
En
1915 Venezuela era uno de los pocos países de América del Sur sin presencia
jesuita. Un siglo después (2016) el Superior General de los jesuitas en Roma,
Arturo Sosa, es venezolano, uno de los 6 que ha habido a
lo largo de estos 100 años.
Empezamos el curso escolar 2022-2023 con la educación nacional en ruinas y con los educadores maltratados. En este curso se cumplen los 100 años de la fundación (1923) del colegio San Ignacio en el centro de Caracas. Entre temores y esperanzas abrió sus puertas con unas decenas de niños. Incluso en el gobierno de Juan Vicente Gómez había división: unos se opusieron a que esa mala semilla entrara y otros, como los ministros Arcaya y Vallenilla Lanz no solo apoyaron, sino que lo escogieron para educar a sus hijos.
El
colegio creció y se afianzó con discreción y silencio, pero luego de la muerte
de Gómez (1935) jóvenes de la naciente democracia (los cercanos a la “izquierda
marxista” y también los de la “derecha liberal”) coincidían en la necesidad de
expulsar del país a las pocas decenas de jesuitas dedicados a la labor pastoral
de catequesis, retiros y Ejercicios Espirituales y dos pequeños colegios en
Caracas y Mérida.
Pero
Venezuela tenía tareas más importantes que la de perseguir mitos y fantasmas, y
la expulsión quedó engavetada o aplazada hasta la Constituyente de
1946, donde se debatía el diseño de la deseada democracia y tantas
veces abortada desde 1811. Cuando en la Constituyente algunos comunistas y
adecos exigían la expulsión de los jesuitas, no faltaron defensores elocuentes
como Rafael Caldera y Arístides Calvani. Los jesuitas se mantuvieron en
silencio. En ese mismo momento un visionario caraqueño, P. Carlos
Guillermo Plaza, S.J., estaba soñando y venciendo obstáculos para abrir una
universidad católica en Caracas. Tuvo que persuadir a los obispos y a
los propios jesuitas que estaban convencidos de que faltaban los medios
materiales, las fuerzas humanas, el clima y autorización para dar el salto a
una universidad católica.
Sin
embargo, en 1953 luego de 148 años de la 1ª República, se autoriza por primera
vez la existencia de universidades “privadas”. Así nace la Universidad Católica
en la esquina de Jesuitas, muy modestamente, sin recursos, en
casa prestada, con un futuro incierto, con el P. Plaza de rector y con un par
de centenares de alumnos.
Dos
años después, en 1955, nacen en Catia y Petare las primeras escuelas de Fe y
Alegría. El P. José María Vélaz venía de ser rector del
colegio de Mérida a orientador espiritual de jóvenes en la naciente Universidad
Católica. A los grupos que libremente querían un mayor compromiso cristiano Vélaz
los animó a salir a los barrios de Catia en servicio voluntario. Pronto
descubrieron que muchos niños no sabían leer, ni tenían escuela.
Ahí,
en ese contacto entre los jóvenes ucabistas y los padres de los niños, saltó la
chispa prodigiosa al descubrir que juntos y con voluntad creativa podían dar
respuesta a esa necesidad, sin quedarse en lamentaciones. De
la alianza entre la necesidad, el corazón y la visión creadora, nacieron en
Catia y Petare aquellas primeras dos escuelas que hoy son varios miles con más
de dos millones de niños, en 22 países y en 4 continentes. Es la más exitosa
exportación venezolana, con libre patente para ir creando e innovando, siempre
en alianza entre la necesidad educativa de los más pobres y su potencial
creativo, activando la más amplia solidaridad social.
El
naciente colegio San Ignacio en 1923 era una modesta semilla, que se expandió
para dar nacimiento a la UCAB, a colegios similares en Mérida, Maracaibo,
Barquisimeto y Ciudad Guayana, a institutos técnicos
como el Jesús Obrero, con diseño original y aplicado, y a los cientos de
centros educativos de Fe y Alegría. Todo esto es posible porque más
allá de un centenar de jesuitas hay decenas de miles de laicos contagiados por
el virus positivo de la educación solidaria, con respuesta creativa a
las necesidades y con muchos de miles de antiguos alumnos deseosos de
multiplicar lo que ellos recibieron.
Este
curso escolar viene cargado de incertidumbres y razones para el pesimismo
educativo. Precisamente por eso el centenario de la fundación
del Colegio San Ignacio no se va a quedar en una merecida celebración de los
logros pasados y presentes, sino que será de reflexión audaz, crítica y
creativa a la medida de nuestras necesidades educativas.
San
Ignacio de Loyola fue un gran maestro espiritual y nos enseñó a ver en lo
pequeño el florecer de lo mucho y nos hizo “sentir y gustar” que el Espíritu de
Jesús no se detiene en fronteras, sino que avanza de acuerdo a necesidades
humanas.
LUIS
UGALDE S.J.
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