Francisco Fernández-Carvajal 05 de octubre de 2022
@hablarcondios
— Modos de santificar el nombre de Dios.
La primera petición del Padrenuestro.
— El Reino de Dios.
— La propagación del Reino de los Cielos.
I. «Una
vez llegados a la dignidad de hijos de Dios, nos abrasará la ternura que mora
en el corazón de todos los verdaderos hijos; y, sin pensar más en nuestros
propios intereses, solo tendremos celo por la gloria de nuestro Padre. Le
diremos: Santificado sea tu nombre, atestiguando así que su gloria
constituye todo nuestro deseo y nuestra alegría»1.
En esta primera petición de las siete del Padrenuestro, «pedimos que Dios sea conocido, amado, honrado y servido de todo el mundo y de nosotros en particular»2. Jesús nos enseña el orden en que hemos de pedir habitualmente en nuestras oraciones. Lo primero que debemos pedir, por muy urgentes que sean nuestras necesidades, es la gloria de Dios. Es realmente lo más urgente, también para nosotros, que andamos preocupados por necesidades inmediatas. «Ocúpate de Mí –decía Jesús a Santa Catalina de Siena–, y Yo me ocuparé de ti». El Señor no nos dejará solos.
Santificado
sea tu nombre. En la Sagrada Escritura el nombre equivale a
la persona misma, es su identidad más profunda. Por eso, dirá Jesús al final de
su vida, como resumiendo sus enseñanzas: Manifesté tu nombre a los
hombres3. Nos reveló el misterio de Dios. En el Padrenuestro formulamos
el deseo amoroso de que el nombre de Dios, de nuestro Padre Dios, sea conocido
y reverenciado por toda la tierra; también debemos expresar nuestro dolor por
las ocasiones en que es profanado, silenciado o empleado con ligereza. «Al
decir santificado sea tu nombre nos amonestamos a nosotros
mismos para que deseemos que el nombre del Señor, que siempre es santo en sí
mismo, sea también tenido como santo por los hombres, es decir, que no sea
nunca despreciado por ellos»4.
En
determinados ambientes parece que los hombres no quieren nombrar a Dios. En
lugar del Creador hablan de «la sabia naturaleza», o llaman «destino» a la
Providencia divina, etc. En ocasiones son solo modos de decir, pero, en otras,
el silencio del nombre de Dios es intencionado. En esos casos, venciendo los
respetos humanos, debemos nosotros, intencionadamente también, honrar a nuestro
Padre. Sin afectación, nos mantendremos fieles a los modos cristianos de
hablar, que expresan externamente la fe de nuestra alma. Las expresiones
tradicionales de muchos países, tales como «gracias a Dios» o «si Dios quiere»5,
etc., pueden servir de ayuda en algunas ocasiones para tener presente al Señor
en la conversación. Tampoco hemos de ser como esas personas que hacen
intervenir, de modo inconsiderado e inoportuno, el nombre de Dios en los
acontecimientos y en las cosas («Dios le ha castigado»...). El segundo precepto
del Decálogo nos prohíbe tomar el nombre de Dios en vano.
Si
amamos a Dios amaremos su santo nombre y jamás lo mencionaremos con falta de
respeto o de reverencia, como expresión de impaciencia o de sorpresa. Este amor
al nombre de Dios se extenderá también al de Santa María, su Madre, al de sus
amigos, los santos, y a todas las personas y cosas a Él consagradas.
Honramos
a Dios en nuestro corazón cuando hacemos un acto de reparación cada
vez que, en nuestra presencia, se falta al respeto debido al nombre de Dios o
de Jesús, al enterarnos de que se ha cometido un sacrilegio o al tener noticia
de acontecimientos que ofenden el buen nombre del Padre común. No debemos
tampoco olvidar el actualizar personalmente los actos de reparación y de
desagravio públicos siempre que nos unimos a las alabanzas que se rezan en
la Bendición con el Santísimo. Allí, el sacerdote, en nombre de
todos, reza: Bendito sea Dios, Bendito sea su santo nombre... Son
jaculatorias que nosotros podemos repetir a lo largo del día, especialmente
cuando debamos reparar.
La
reverencia al nombre de Dios nos llevará además a amar de un modo especial esas
oraciones esencialmente de alabanza, como el Gloria al Padre y al Hijo
y al Espíritu Santo, que debiéramos repetir con mucha frecuencia, el Gloria y
el, Sanctus de la Misa, etcétera.
«Mirad
–dice Santa Teresa– que perdéis un gran tesoro y que hacéis mucho más con una
palabra de cuando en cuando del Pater noster, que con decirle
muchas veces aprisa; estad muy junto a quien pedís, no os dejará de oír; y
creed que aquí es el verdadero alabar y santificar su nombre»6.
Quizá
nos pueda ayudar alguna de estas jaculatorias a mantener la presencia de Dios
en el día de hoy: Padre, santificado sea tu nombre, Bendito sea Dios,
Bendito sea su santo nombre, Bendito sea el nombre de Jesús, Bendito sea el
nombre de María, Virgen y Madre...
II. Venga
a nosotros tu Reino, pedimos a continuación en el Padrenuestro.
Y comenta San Juan Crisóstomo que el Señor «nos ha mandado que deseemos los
bienes que están por llegar y que apresuremos el paso en nuestro viaje hacia el
Cielo; mas en tanto el viaje no termina, viviendo aún en la tierra, quiere que
nos esforcemos por llevar vida del Cielo»7.
La
expresión Reino de Dios tiene un triple significado: el Reino
de Dios en nosotros, que es la gracia; el Reino de Dios en la tierra, que es la
Iglesia; y el Reino de Dios en el Cielo, o eterna bienaventuranza. En orden a
la gracia, pedimos que Dios reine en nosotros con su gracia santificante, por
la cual se complace en cada uno como rey en su corte, y que nos conserve unidos
a Sí con las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad, por las cuales reina
en el entendimiento, en el corazón y en la voluntad8.
Al rezar cada día por la llegada del Reino de Dios, pedimos también que Él nos
ayude en la lucha diaria contra las tentaciones. Es un reinado, el de Jesús en
el alma, que avanza o retrocede según correspondamos o rechacemos las continuas
gracias y ayudas que recibimos.
También
se cumplen en el corazón las parábolas del Reino. Antes de adquirir su plenitud
definitiva en el alma de cada uno de sus fieles, el Reino de Dios es como el
grano de trigo que, hundido en el suelo, prepara la espiga de la cosecha; como
la levadura, va transformando el corazón hasta que todo él sea de Dios; como el
grano de mostaza, pues quizá comenzó como una pequeña semilla en el alma y, si
no ponemos obstáculos, irá creciendo sin más límite que el de nuestras
resistencias y negaciones. El Reino de Dios se establece ahora, por la gracia,
en el corazón de los hombres, pero espera su definitiva manifestación en el
encuentro último con Dios, después de la muerte. El Reino de Dios está ahí,
dijo Jesús, está dentro de vosotros9.
Y se percibe su presencia en el alma a través de los afectos y mociones del
Espíritu Santo.
Cuando
decimos venga a nosotros tu Reino, pedimos que Dios habite en
nosotros de una manera más plena, que seamos todo de Dios, que nos ayude
a luchar eficazmente para que, por fin, desaparezcan esos obstáculos que cada
uno pone a la acción de la gracia divina. «Antes éramos esclavos, y ahora
pedimos reinar bajo la soberanía de Cristo»10.
Si
nuestra oración es confiada, constante y sincera, seremos oídos con toda
seguridad, pues, como nos dice el Señor en el Evangelio de la Misa11, quien
pide recibe, quien busca halla y al que llama, se le abre. ¿Qué padre entre
vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra?... ¡Qué
confianza tan grande nos han de dar estas palabras de Jesús!
III.
Cuando rezamos venga a nosotros tu Reino también pedimos, en
relación a la Iglesia, que se dilate y propague por todo el mundo para la
salvación de los hombres. Rogamos entonces por el apostolado que se realiza en
toda la tierra, y nos sentimos comprometidos a poner los medios a nuestro
alcance para la extensión del Reino de Dios. Porque «no es suficiente pedir con
insistencia el Reino de Dios si no añadimos a nuestra petición todas aquellas
cosas con que se busca y se halla»12,
con los medios, por pequeños que sean, con las iniciativas apostólicas que
podamos poner en práctica.
En un
mundo que se presenta en no pocos aspectos como si hubiese vuelto al paganismo,
se nos impone a todos los cristianos «la dulcísima obligación de trabajar para
que el mensaje divino de la salvación sea conocido y aceptado por todos los
hombres de cualquier lugar de la tierra»13.
La
primera obligación será, de ordinario, orientar el apostolado hacia las
personas que Dios ha puesto a nuestro lado, a quienes están más cerca, a los
que tratamos con frecuencia. En este apostolado, del que no podemos excusarnos,
está en primer lugar todo aquello que se refiere a la salvación eterna de las
personas que tratamos. Esto es lo primero; inmediatamente después, hemos de
preocuparnos los cristianos de ordenar realmente todo el universo hacia Cristo:
la dignidad de la persona humana, los derechos de la conciencia, el respeto
debido al trabajo, la preocupación por un más equitativo reparto de bienes, el
sincero deseo de paz entre los pueblos, etc., es un quehacer de todos los
cristianos, junto a los hombres de buena voluntad que trabajan en el mundo por
estos mismos ideales.
Venga
a nosotros tu Reino. Y «Jesucristo recuerda a todos: et
ego, si exaltatus fuero a terra, omnia trahm ad meipsum (Jn 13,
32), si vosotros me colocáis en la cumbre de todas las actividades de la
tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que
parece grande y en lo que parece pequeño, omnia traham ad meipsum,
todo lo atraeré hacia mí. ¡Mi reino entre vosotros será una realidad! (...).
»A
esto hemos sido llamados los cristianos, esa es nuestra tarea apostólica y el
afán que nos debe comer el alma: lograr que sea realidad el reino de Cristo,
que no haya más odios ni más crueldades, que extendamos en la tierra el bálsamo
fuerte y pacífico del amor. Pidamos hoy a nuestro Rey que nos haga colaborar
humilde y fervorosamente en el divino propósito de unir lo que está roto, de
salvar lo que está perdido, de ordenar lo que el hombre ha desordenado, de
llevar a su fin lo que se descarría, de reconstruir la concordia de todo lo
creado»14. Comencemos, como siempre, por lo pequeño, por lo que está a
nuestro alcance en la convivencia normal de todos los días.
1 Casiano, Colaciones,
9, 18. —
2 Catecismo
Mayor, n. 290. —
3 Jn 17,
6. —
4 San
Agustín, Carta 130, a Proba. —
5 Sant 4,
15. —
6 Santa
Teresa, Camino de perfección, 31, 13. —
7 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 19, 5. —
8 Cfr. Catecismo
Mayor, nn. 294-295. —
9 Lc 17,
21. —
10 San
Cipriano, Tratado de la oración del Señor, 13. —
11 Lc 11,
5-13. —
12 Catecismo
Romano, IV, 10, n. 2. —
13 Conc.
Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 3. —
14 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 183.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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