Francisco Fernández-Carvajal 04 de octubre de 2022
@hablarcondios
— La oración del Señor.
— Filiación divina y oración.
— Oración y fraternidad.
I. Los
discípulos veían muchas veces cómo Jesús se retiraba a solas y permanecía largo
tiempo en oración; en ocasiones, noches enteras. Por eso, un día –leemos en el
Evangelio de la Misa1–,
al terminar el Maestro su oración, se dirigieron a Él y le dijeron con toda
sencillez: Señor, enséñanos a orar.
De
labios de Jesús aprendieron entonces aquella plegaria –el Padrenuestro–
que millones de bocas, en todos los idiomas, habrían de repetir tantas veces a
lo largo de los siglos. Son unas pocas peticiones –que el Señor enseñaría
también en otras ocasiones, y quizá por eso difieren los textos de San Lucas y
de San Mateo2– y un modo completamente nuevo de dirigirse a Dios. Hay en
estas peticiones «una sencillez tal, que hasta un niño las aprende, y a la vez
una profundidad tan grande, que se puede consumir una vida entera en meditar el
sentido de cada una de ellas»3.
La primera palabra que, por expresa indicación del Señor, pronunciamos es Abba, Padre. Los primeros cristianos quisieron conservar, sin traducirla, la misma palabra aramea que utilizó Jesús: Abba, y es muy probable que así pasara a la liturgia más primitiva y antigua de la Iglesia4. Este primer vocablo ya nos sitúa en el clima de confianza y de filiación en el que nos debemos dirigir siempre a Dios. El Señor omitió otras palabras –enseña el Catecismo Romano– «que podían causarnos al mismo tiempo temor, y solo empleó aquella que inspira amor y confianza en los que oran y piden alguna cosa; porque ¿qué cosa hay más agradable que el nombre del padre, que indica ternura y amor?»5. Esta palabra –Abba– utilizada por Jesús es la misma con la que los niños hebreos se dirigen familiar y cariñosamente a sus padres de la tierra. Y fue este el término elegido por Jesús como el más adecuado para invocar al Creador del Universo: Abba!, ¡Padre!
El
mismo Dios que trasciende absolutamente todo lo creado está muy próximo a
nosotros, es un Padre estrechamente ligado a la existencia de sus hijos,
débiles y con frecuencia ingratos, pero a quienes quiere tener con Él por toda
la eternidad. Hemos nacido para el Cielo. «A las demás criaturas –enseña Santo
Tomás de Aquino– les dio como donecillos; a nosotros, la herencia. Esto, por
ser hijos; al ser hijos, también herederos. No habéis recibido un
espíritu de esclavitud, para caer de nuevo en el temor, sino un espíritu de
hijos, que nos hace gritar Abba! ¡Padre! (Ef 3, 15)»6.
Cuando
rezamos el Padrenuestro, y muchas veces a lo largo del día, podemos saborear
esta palabra llena de misterio y de dulzura, Abba, Padre, Padre mío... Y
esta oración influirá de una manera decisiva a lo largo del día, pues «cuando
llamamos a Dios Padre nuestro tenemos que acordarnos de que hemos de
comportarnos como hijos de Dios»7.
II.
Mientras muchos buscan a Dios como en medio de la niebla, a tientas, los
cristianos sabemos, de modo muy particular, que Él es nuestro Padre y que vela
por nosotros. «La expresión “Dios-Padre” no había sido revelada nunca a nadie.
Moisés mismo, cuando le preguntó a Dios quién era, escuchó como respuesta otro
nombre. Pero a nosotros este nombre nos ha sido revelado por el hijo»8.
Cada vez que acudimos a Él, nos dice: Hijo mío, tú estás siempre
conmigo, y todo lo mío es tuyo9.
Ninguna de nuestras necesidades, de nuestras tristezas, le deja indiferente. Si
tropezamos, Él está atento para sostenernos o levantarnos. «Todo cuanto nos
viene de parte de Dios y que al pronto nos parece próspero o adverso, nos es
enviado por un Padre lleno de ternura y por el más sabio de los médicos, con
miras a nuestro propio bien»10.
La
vida, bajo el influjo de la filiación divina, adquiere un sentido nuevo; no es
ya un enigma oscuro que descifrar, sino una tarea que llevar a cabo en la casa
del Padre, que es la Creación entera: Hijo mío, nos dice a cada
uno, ve a trabajar a mi viña11.
Entonces la vida no produce temores, y la muerte se ve con paz, pues es el
encuentro definitivo con Él. Si nos sentimos en todo momento así, hijos,
seremos personas de oración; con esa piedad que dispone a «tener una voluntad
pronta para entregarse a lo que pertenece al servicio de Dios»12.
Y nuestra vida servirá para tributar a Dios gloria y alabanza, porque el trato
de un hijo con su padre está lleno de respeto, de veneración y, a la vez, de
reconocimiento y amor. «La piedad que nace de la filiación divina es una
actitud profunda del alma, que acaba por informar en todos los pensamientos, en
todos los deseos, en todos los afectos»13.
Lo llena todo.
El
Señor, a lo largo de toda su vida terrena, nos enseña a tratar a nuestro Padre
Dios. En Jesús se da ese trato y afecto filial hacia su Padre en grado sumo. El
Evangelio nos muestra cómo, en diversas ocasiones, se retira lejos de la
multitud para unirse en oración con su Padre14,
y de Él aprendemos la necesidad de dedicar algunos ratos exclusivamente a Dios,
en medio de las tareas del día. En momentos especiales ora por Sí mismo; es una
oración de filial abandono en la voluntad de su Padre Dios, como en Getsemaní15 y
en la Cruz16. En otras ocasiones ora confiadamente por los demás,
especialmente por los Apóstoles y por sus futuros discípulos17,
por nosotros. Nos dice de muchas maneras que este trato filial y confiado con
Dios nos es necesario para resistir la tentación18,
para obtener los bienes necesarios19 y
para la perseverancia final20.
Esta
conversación filial ha de ser personal, en el secreto de la casa21;
discreta22; humilde, como la del publicano23;
constante y sin desánimo, como la del amigo importuno o la de la viuda
rechazada por el juez24;
debe estar penetrada de confianza en la bondad divina25,
pues es un Padre conocedor de las necesidades de sus hijos, y les da no solo
los bienes del alma sino también lo necesario para la vida material26.
«Padre mío –¡trátale así, con confianza!–, que estás en los Cielos, mírame con
compasivo Amor, y haz que te corresponda.
»—Derrite
y enciende mi corazón de bronce, quema y purifica mi carne inmortificada, llena
mi entendimiento de luces sobrenaturales, haz que mi lengua sea pregonera del
Amor y de la Gloria de Cristo»27. Padre
mío..., enséñanos y enséñame a tratarte con confianza filial.
III. La
oración es personal, pero de ella participan nuestros hermanos. El recogimiento
y la soledad interior no son obstáculo para que, de algún modo, los demás hombres
estén presentes mientras oramos. El Señor nos enseñó a decir Padre
nuestro, porque compartimos la dignidad de hijos con todos nuestros
hermanos.
Padre
nuestro. Y el Señor ya nos había dicho28 que
si en el momento de orar nos acordáramos de que uno de nuestros hermanos tenía
alguna queja contra nosotros, debíamos primero hacer las paces con él. Entonces
aceptaría nuestra ofrenda.
Tenemos
derecho a llamar Padre a Dios si tratamos a los demás como hermanos,
especialmente a aquellos con quienes nos unen lazos más estrechos, con los que
más nos relacionamos, con los más necesitados..., con todos. Porque si
alguno dice: amo a Dios, pero aborrece a su hermano, escribe San
Juan, miente. Pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no es
posible que ame a Dios, a quien no ve29.
«No podéis llamar Padre nuestro al Dios de toda bondad –señala San Juan
Crisóstomo–, si conserváis un corazón duro y poco humano, pues, en tal caso, ya
no tenéis en vosotros la marca de bondad del Padre celestial»30.
Cuando
decimos a Dios: Padre nuestro no le presentamos solamente
nuestra pobre oración, sino también la adoración de toda la tierra. Por
la Comunión de los Santos sube ante Dios una oración
permanente en nombre de la humanidad. Oramos por todos los hombres, por los que
nunca supieron orar, o ya no saben, o no quieren hacerlo. Prestamos nuestra voz
a quienes ignoran o han olvidado que tienen un Padre todopoderoso en los
Cielos. Damos gracias por aquellos que se olvidan de darlas. Pedimos por los
necesitados que no saben que tienen tan cerca la fuente de las gracias. En
nuestra oración vamos cargados con las inmensas necesidades del mundo entero.
En nuestro recogimiento interior, mientras nos dirigimos a nuestro Padre Dios,
nos sentimos como delegados de todos los que padecen necesidad, especialmente
de aquellos que Dios puso a nuestro lado o a nuestro cuidado.
También
nos será de gran consuelo considerar que cada uno de nosotros participa de la
oración de todos los hermanos. En el Cielo tendremos la alegría de conocer a
todos aquellos que intercedieron por nosotros, y también la cantidad incontable
de cristianos que ocupaban nuestro lugar cuando nos olvidábamos de hacerlo, y
que de este modo nos han obtenido gracias que no hemos pedido. ¡Cuántas deudas
por saldar!
La
oración del cristiano, aunque es personal, nunca es aislada. Decimos Padre
nuestro, e inmediatamente esta invocación crece y se amplifica en la Comunión
de los Santos. Nuestra oración se funde con la de todos los justos: con la de
aquella madre de familia que pide por su hijito enfermo, con la de aquel
estudiante que reclama un poco de ayuda para su examen, con la de aquella chica
que desea ayudar a su amiga para que haga una buena Confesión, con la de aquel
que ofrece su trabajo, con la del que ofrece precisamente su falta de trabajo.
En la
Santa Misa, el sacerdote reza con los fieles las palabras del Padrenuestro.
Y consideramos que, con las diferencias horarias de los distintos países, se
está celebrando continuamente la Santa Misa y la Iglesia recita sin cesar esta
oración por sus hijos y por todos los hombres. La tierra se presenta así como
un gran altar de alabanza continua a nuestro Padre Dios por su Hijo Jesucristo,
en el Espíritu Santo.
1 Lc 11,
1-4. —
2 Cfr. Mt 6,
9 ss. —
3 Juan
Pablo II, Audiencia general 14-III-1979. —
4 Cfr. W.
Marchel, Abba! Père. La prière du Christ et des chrétiens,
Roma 1963, pp, 188-189. —
5 Catecismo
Romano, IV, 9, n. 1. —
6 Santo
Tomás, Sobre el Padrenuestro, en Escritos de Catequesis, p.
126. —
7 San
Cipriano, Tratado de la oración del Señor, 11. —
8 Tertuliano, Tratado
sobre la oración, 3. —
9 Lc 15,
31. —
10 Casiano, Colaciones,
7, 28. —
11 Mt 20,
1. —
12 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 8, a. 1, c. —
13 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 146. —
14 Mt 14,
23; Lc 6, 12. —
15 Cfr. Mc 14,
35-36. —
16 Cfr. Mc 15,
34; Lc 23, 34-36. —
17 Cfr. Lc 22,
32; Jn 17. —
18 Cfr. Mt 26,
41. —
19 Cfr. Jn 4,
10; 6, 27. —
20 Cfr. Lc 21,
36. —
21 Mt 6,
5-6. —
22 Cfr. Mt 6,
7-8. —
23 Cfr. Lc 18,
9-14. —
24 Cfr. Lc 11,
5-8; 18, 1-8. —
25 Cfr. Mc 11,
23. —
26 Cfr. Mt 7,
7-11; Lc 11, 9-13. —
27 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 3. —
28 Cfr. Mt 5,
23. —
29 1
Jn 4, 20. —
30 San
Juan Crisóstomo, Homilía sobre la puerta estrecha.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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