Francisco Fernández-Carvajal 03 de octubre de 2022
@hablarcondios
— La pobreza de San Francisco. La pobreza
en el cristiano corriente.
— Especial necesidad de esta virtud en
nuestros días. Manifestaciones y modo de vivirla.
— Frutos de esta virtud.
I. En
un momento en que eran grandes el brillo externo y el poder político y social
de muchos eclesiásticos, el Señor llamó a San Francisco para que su vida pobre
fuera como un fermento nuevo en aquella sociedad que, por su apegamiento a los
bienes materiales, se alejaba más y más de Dios. Con él afirma Dante «nace un
sol al mundo»1, un instrumento de Dios para enseñar a todos que la esperanza
ha de estar puesta solo en Él.
Un día, orando en la Iglesia de San Damián, oyó estas palabras: Ve y repara mi casa en ruinas. Tomando al pie de la letra esta locución divina, empleó sus fuerzas en reparar aquella ruinosa capilla, y después se dedicó a restaurar otros templos. Pero enseguida comprendió que la pobreza como expresión de su vida entera habría de ser un gran bien para la Iglesia; la llamaba Señora2, al modo como los caballeros medievales llamaban a sus damas y los cristianos se dirigen a la Madre de Dios. La restauración de la Cristiandad habría de venir por el desprendimiento de los bienes materiales, pues la pobreza bien vivida, según el propio estado, permite poner nuestra esperanza en Dios y solo en Él. Un día de febrero de 1209, habiendo oído Francisco las palabras del Evangelio: No llevéis oro, ni plata, ni alforja... tuvo un gesto clamoroso para mostrar que nada es bueno si se prefiere a Dios, y se despojó de sus vestidos y del cinturón de cuero, tomó un basto sayal, se ciñó una soga y se puso en camino, confiado en la Providencia.
La
pobreza es una virtud cristiana que el Señor pide a todos religiosos,
sacerdotes, madres de familia, abogados, estudiantes..., pero es evidente que
los cristianos en medio del mundo han de vivirla de un modo bien distinto a San
Francisco y a los religiosos que, por su propia vocación, han de dar un
testimonio en cierto modo público y oficial de su consagración a Dios. Igual
ocurre con las demás virtudes cristianas la templanza, la obediencia, la
humildad, la laboriosidad..., que, siendo virtudes que han de vivir
todos aquellos que quieran seguir a Cristo, cada uno ha de aprender a
vivirlas según la propia vocación a la que fue llamado.
La
pobreza del cristiano corriente se hace «a base de desprendimiento, de
confianza en Dios, de sobriedad y disposición a compartir con otros»3.
El fiel laico ha de aprender como se aprende un camino, una ruta que se desea
seguir a armonizar «dos aspectos que pueden a primera vista parecer
contradictorios. Pobreza real, que se note y se toque hecha de
cosas concretas, que sea una profesión de fe en Dios, una manifestación de que
el corazón no se satisface con las cosas creadas, sino que aspira al Creador,
que desea llenarse de amor de Dios, y dar luego a todos de ese mismo amor»4.
A la vez, la condición secular, el estar en medio del mundo, exige al
cristiano «ser uno más entre sus hermanos los hombres, de cuya vida
participa, con quienes se alegra, con los que colabora, amando el mundo y todas
las cosas buenas que hay en el mundo, utilizando todas las cosas creadas para
resolver los problemas de la vida humana, y para establecer el ambiente
espiritual y material que facilita el desarrollo de las personas y de las
comunidades»5.
¿Se
plasma esta virtud de la pobreza y desprendimiento en mi vida, en detalles
concretos, reales? ¿La amo, la practico en mi propia condición? ¿Estoy
plenamente convencido de que sin ella no podría seguir a Cristo? ¿Puedo decir
«soy de verdad pobre de espíritu», por estar realmente desprendido de lo que
uso?, ¿aunque posea bienes, de los que he de ser administrador que rendirá
cuentas a Dios?
«Despégate
de los bienes del mundo. Ama y practica la pobreza de espíritu: conténtate con
lo que basta para pasar la vida sobria y templadamente.
-Si
no, nunca serás apóstol»6.
II. El
Señor hace resonar en todos los tiempos sus palabras: no podéis servir
a Dios y a las riquezas7.
Es imposible agradar a Dios, llevarle por todos los caminos de la tierra, si al
mismo tiempo no estamos dispuestos a hacer renuncias a veces costosas en la
posesión y disfrute de los bienes materiales. Particularmente importante en
nuestros días resulta ese aviso del Señor, que a muchos puede parecer extraño,
cuando un desmedido afán de comodidades alimenta a diario la codicia de las
gentes. Son muchos los que aspiran a tener más, a gastar más, a conseguir el
mayor número de placeres posibles, como si ese fuera el fin del hombre sobre la
tierra.
En la
práctica, esa pobreza real tiene muchas manifestaciones. En
primer lugar, estar desprendidos de los bienes materiales, disfrutándolos como
bondad creada de Dios que son, pero sin considerar necesarias para la salud,
para el descanso... cosas de las que se puede prescindir con un poco de buena
voluntad. «Hemos de exigirnos en la vida cotidiana, con el fin de no
inventarnos falsos problemas, necesidades artificiosas, que en último término
proceden del engreimiento, del antojo, de un espíritu comodón y perezoso.
Debemos ir a Dios con paso rápido, sin pesos muertos ni impedimentos que dificulten
la marcha»8. Esas necesidades artificiosas pueden
referirse a instrumentos de trabajo, a artículos de deporte, prendas de vestir,
etc.
San
Agustín aconsejaba a los cristianos de su tiempo: «Buscad lo suficiente, buscad
lo que basta. Lo demás es agobio, no alivio; apesadumbra, no levanta»9.
¡Qué bien conocía el corazón humano! Porque la verdadera pobreza cristiana es
incompatible, no solo con los bienes superfluos, sino también con la inquieta
solicitud de los necesarios. Si se diera esa apetencia desordenada...,
indicaría que su vida espiritual se está deslizando hacia la tibieza, hacia el
desamor.
La
pobreza se manifiesta en cumplir acabadamente el propio quehacer profesional;
en el cuidado de los instrumentos de trabajo, sean nuestros o no, de la ropa,
del propio hogar...; en evitar gastos desproporcionados, aunque los pague la
empresa en la que trabajamos; en «no considerar de verdad- cosa alguna como
propia»10; en escoger para nosotros lo peor, si la elección pasa
inadvertida11 (¡cuántas oportunidades en la vida familiar!); en
aceptar con paz y alegría la escasez, la falta incluso de lo necesario; en
evitar gastos personales motivados por el capricho, la vanidad, el deseo de
lujo, la poltronería; en ser austeros con nosotros mismos comida, bebida... y
generosos siempre con los demás.
Un día
mandó San Francisco erigir en la iglesia del convento una gran cruz para sus
frailes, y al colocarla les dijo: «Este debe ser vuestro libro de meditación».
El Poverello de Asís había comprendido bien dónde estaban las
verdaderas riquezas de la vida y el carácter relativo de todo lo terreno. Hoy,
cuando es tan fuerte la presión externa de un ambiente impregnado de
materialismo, hemos de amar los cristianos esta virtud con particular empeño.
III. De
la pobreza se derivan muchos frutos. En primer lugar, el alma se dispone para
los bienes sobrenaturales y el corazón se ensancha para ocuparse sinceramente
de los demás. Pidamos hoy al Señor por intercesión de San Francisco la gracia
de comprender con más hondura cómo la pobreza cristiana vivida hasta sus
últimas consecuencias es un don que ya tiene su premio en esta vida. El Señor
da al alma desprendida una especial alegría, incluso en medio de las
privaciones de lo que parecía más necesario. «Muchos se sienten desgraciados,
precisamente por tener demasiado de todo. –Los cristianos, si verdaderamente se
conducen como hijos de Dios, pasarán incomodidad, calor, fatiga, frío... Pero
no les faltará jamás la alegría, porque eso –¡todo!- lo dispone o lo permite
Él, que es la fuente de la verdadera felicidad»12.
La
pobreza verdadera nos permita disponer de nosotros mismos para entregarnos a
Cristo, forma suprema de libertad que nos abre sin reservas ni restricciones a
la amorosa Voluntad de Dios, como nos enseña el mismo Cristo. Para amarla –querer
ser pobres, cuando todo parece inducir a querer ser ricos13–
es necesario comprender bien que la pobreza como virtud –como toda virtud– es
algo bueno y positivo para el hombre: le pone en condiciones de vivir según el
querer divino, utilizando los bienes materiales para ganar el Cielo y ayudar a
que el mundo sea más justo, más humano.
La
virtud de la pobreza es consecuencia de la vida de la fe. En la Sagrada
Escritura, la pobreza expresa la condición de quien se ha puesto,
absolutamente, en manos de Dios, dejando en Él las riendas de la propia vida,
sin buscar otra seguridad. Se trata de la rectitud de espíritu de quien no
quiere depender de los bienes de la tierra, aunque se posean. Es el firme
propósito de no tener más que un solo Señor, porque nadie puede servir a dos
señores14. Cuando a quien se sirve es a la riqueza, al dinero, a los
bienes terrenos sean cuales fueren, estos se convierten en un ídolo. Es esa
idolatría de la que San Pablo advertía a los primeros cristianos que ni
siquiera debía de nombrarse entre ellos.
Muchos
cristianos se ven hoy tentados por esa idolatría moderna del consumo, que les
hace olvidar la inmensa riqueza del amor a Dios, que es lo único que puede
llenar su corazón. En esta sociedad en la que tanto abunda el afán por las
riquezas, por la comodidad, por un desmedido bienestar, nuestra vida sobria y
desprendida servirá de fermento para llevarla a Dios, como hizo San Francisco
en su tiempo.
Al
terminar nuestra oración, pedimos al Santo de Asís, con palabras del Papa Juan
Pablo II, que sepamos ser levadura en medio del mundo. Así pedía el Pontífice
su intercesión ante la tumba donde reposan los restos de San Francisco: «Tú,
que acercaste tanto a Cristo a tu época, ayúdanos a acercar a Cristo a la
nuestra, a nuestros tiempos difíciles y críticos. ¡Ayúdanos! Estos tiempos
esperan con grandísima ansia, por más que muchos hombres de nuestra época no se
den cuenta. Nos acercamos al año 2000 después de Cristo. ¿No serán tiempos que
nos preparen a un renacimiento de Cristo, a un nuevo Adviento?»15.
La Virgen Nuestra Señora nos enseñará, con una vida sobria y desprendida, a ser
protagonistas de este nuevo renacer.
*San
Francisco nació en Asís (Italia), en el seno de una familia acomodada, en 1182.
Vivió y predicó infatigablemente la pobreza y el amor de Dios a todos los
hombres. Fundó la Orden religiosa de los Franciscanos; con Santa Clara, las
Damas Pobres (Clarisas); y la Tercera Orden, para seglares. Murió el año 1226.
1 Dante
Alighieri, La divina comedia, Paraíso, XI, 5, 54. —
2 Cfr. San
Francisco de Asís, Testamento de Siena, 4, en Escritos,
biografía, documentos de la época, BAC, Madrid 1985, p. 125. —
3 C.
para la Doctrina de la Fe, Instr. Sobre la libertad cristiana y
la liberación, 22-III-1986, 66. —
4 Conversaciones
con Monseñor Escrivá de Balaguer, n. 110. —
5 Ibídem.
—
6 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 631. —
7 Lc 16,
13. —
8 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 125. —
9 San
Agustín, Sermón 85, 6. —
10 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 524. —
11 Cfr. ídem, Camino,
n. 635. —
12 ídem, Surco,
n. 82. —
13 Conferencia
Episcopal Española, Instr. Past. La verdad os hará libres,
20-XI-1990, n. 18. —
14 Cfr. Mt 6,
24. —
15 Juan
Pablo II, Homilía en Asís, 5-XI-1978.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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