Páginas

lunes, 23 de diciembre de 2019

Miguel Gomes: “El chavismo está enamorado del pasado” por @prodavinci



Por Hugo Prieto


Esta entrevista, vía telefónica, salda una deuda con un ensayista, un académico, formado en la Universidad Central de Venezuela, pero que desde hace años vive en Estados Unidos, donde se desempeña como profesor de Postgrado de Literaturas Hispánicas y Comparadas en la Universidad de Connecticut.

Desde sus propios inicios, como intelectual y como escritor, Miguel Gomes ha seguido el quehacer literario en Venezuela, así como los avatares, en declive acelerado, que ha experimentado el país. Su conexión con el país ocupa un lugar importante en su vida cotidiana. Su libro, El desengaño de la Modernidad, publicado por la Universidad Católica Andrés Bello en 2017, traza un recorrido por la obra de autores venezolanos, varios de ellos establecidos como Ana Teresa Torres, Alberto Barrera Tyzka y Juan Carlos Méndez Guédez. Otros no tanto, pero no por eso menos meritorios y comprometidos con su obra, entre otros, Gisela Kozak Rovero, Pedro Plaza Salvati y Gustavo Valle. Quedo en deuda con los poetas, cuya obra también es objeto de miradas y reflexiones en este libro.

Empecemos con una reflexión de Fernando Coronil de su libro El Estado Mágico, cuyas páginas abarcan los más disímiles aspectos de la vida venezolana y que, además, usted cita en El desengaño de la modernidad. “El Estado se transformó en un poderoso escenario tanto para la ejecución de ilusiones como para la ilusión de ejecuciones, un lugar de magia, lo que sobrevendrá cuando el acto sea entorpecido por las circunstancias constituye un derrumbe percibido como ‘traición’ simbólica por las masas, acostumbradas a la idea de que pueblo y riqueza natural se consustanciaban gracias a la acción unificadora del Estado”. ¿Qué implicaciones pudo tener esa idea en la literatura venezolana?


Una de las acotaciones más interesantes de Coronil a esa visión, o mejor dicho, a esa revisión de lo que fue la Venezuela anterior, es haber alertado acerca de los peligros de contaminar la vida cívica con elementos que vienen de la religiosidad, con elementos irracionales. Eso por una parte, y por la otra, el peligro de estetizar la política. Eso siempre trae malas consecuencias, entre otras cosas porque se crea una postura con respecto al Estado de feligresía, ya no somos ciudadanos sino feligreses. Y de pronto viene, como dices, la traición y las consecuencias. Es decir, la masa actúa como si se estuviese enfrentando a una traición real. ¿Qué impacto tiene esto en las artes en general? El individuo que crea está dialogando con su inconsciente. Pero sabemos que el inconsciente individual está conectado con un inconsciente colectivo. Creo que nuestras artes captan todos esos movimientos que están ocurriendo en la vida cívica y en la vida cotidiana. Definitivamente, el arte se las arregla para recoger esos materiales y reexpresarlos. Ya no como doctrina, sino como un acto puro de expresión. De poner ante nuestros ojos lo que estamos viviendo, las vivencias inmediatas. Los que recibimos la obra de esos artistas somos los que vamos a intentar colocarla en algún tipo de discurso. Eso es lo que ha estado haciendo el arte y por ahí podemos rastrear un poco nuestras tragedias.

¿Frente a esa visión, a esa concepción del Estado, de sus aparatos ideológicos, de la burocracia cultural, digamos, hubo autonomía de los narradores, de los poetas y del mundo del arte en general?

La forma de autonomía de la que habla El desengaño de la modernidad tiene que ver un poco con los valores literarios que en Venezuela, han estado conectados, en algún momento dado, con la fundación de la nación. Tenemos que recordar que nuestra literatura moderna comienza en el momento en que hay un poeta que se va a Londres, junto con un militar, a representar la revolución de independencia. Tenemos a Bello, en ese momento, que está coordinando tanto su vida en las letras como su vida cívica. Entonces, ese momento fundacional no se borra tan fácilmente. Siempre va a estar atado, digamos, en personas de la cultura, a la labor de crear nación. En algunos momentos, ese imperativo queda en segundo lugar, pero siempre va a estar latente. Jamás, creo yo, ha desaparecido y una buena prueba es que cíclicamente se reinventa la discusión entre la responsabilidad cívica y la responsabilidad de los valores espirituales y los valores de lo estético. Creo que eso nos va a acompañar durante mucho tiempo, entre otras cosas, porque nuestra literatura es una literatura post colonial.

¿Qué significa eso?

Bueno, si en una sociedad literaria como la francesa la fundación de la nación nunca entró en juego o si lo hizo fue de una forma muy colateral, para nosotros fue central en el momento de inventarnos como país y esa centralidad cargó la responsabilidad cívica de valores estéticos. Es de por sí bello —y esto es un juego de palabras con Andrés Bello también— entender lo bello que fue la construcción de la nación. Eso es estético, de una u otra manera, también. Oscilamos, vamos a estar regresando, una y otra vez, a eso. En los años 60, por ejemplo, todos esos imperativos, que antes eran el paisaje venezolano contra la cultura artificial europea que se estaba asentando en las ciudades, se recubrieron con la discusión del compromiso, adaptaron los discursos del compromiso desde Europa a nuestra dinámica dual. Octavio Paz lo retrató muy bien, él habló de una dinámica común a la literatura latinoamericana que es la pugna entre lo europeísta y lo americano. Vamos a ir colocando otras categorías en ese binomio en la medida en que vaya transcurriendo la historia.

El otro punto tiene que ver con la modernidad, que en Venezuela está muy asociada con el petróleo. La sociedad venezolana tuvo la oportunidad de utilizar el petróleo como pivote, como palanca, para urbanizar al país y construir infraestructura pública, para erradicar enfermedades endémicas. De esa experiencia, queda la sensación de que la modernidad nos dejó una cuenta infinita de metros cúbicos de cemento y concreto armado. Pero modernidad tanto en ciudadanía como en política, creo que hubo muy poco, ¿no? ¿Usted qué piensa?

Desde el siglo XVIII la modernidad se está reinventando. Hay discursos cíclicos de lo moderno y, sinceramente, pienso que esto es como una de estas serpientes que se muerde la cola. La más reciente invención fue eso que se llamó la postmodernidad, que no es sino la modernidad más moderna. Actualmente, estamos viviendo los escombros de un discurso de la modernidad, que no supo aprovechar todas las posibilidades del país. Y tenemos que aceptarlo, en Venezuela la gente sigue caminando sobre las mayores reservas comprobadas de petróleo del mundo. El petróleo sigue allí y todavía se podría usar. Sentimos la derrota o el fracaso del discurso de la modernidad, pero eso no quiere decir que se haya cancelado totalmente esa esperanza. Muchas personas están trabajando con ello. Pero lo que se está produciendo cada vez más, sobre todo entre gente de las letras, o gente que reflexiona acerca de lo que sucede en el país, es un encuentro con un largo engaño. Es decir, estamos hablando de algo que deseamos, la modernidad, pero realmente no se han sentado bases sólidas para su obtención. En la literatura, por ejemplo, se aprecia bastante bien ese desengaño con una serie de relatos de lo subterráneo que se han ido multiplicando en nuestras novelas, en nuestros cuentos. También en el teatro. Hay que recordar que hace unas décadas, Cabrujas escribió Profundo, esa relación conflictiva nuestra con lo que está en el subsuelo, como eso nos va a determinar. Y, últimamente, han aparecido novelas donde obsesivamente aparece el subsuelo o lo subterráneo marcando la vida en la superficie. Los escritores, específicamente, de una u otra manera, están captando que hemos sido prisioneros de algo que ni siquiera vimos, de algo que ni siquiera hemos podido usar realmente.

¿Podría mencionar algunos títulos, algunos autores?

Pienso en una novela como Bajo Tierra de Gustavo Valle, conectada además con la imaginería del deslave (Vargas, 1989). Cuadernos de Manhattan, de Víctor Carreño, un venezolano viaja y comienza a obsesionarse con hombres topos en el metro de Nueva York, los venezolanos transportamos esta obsesión subterránea; recientemente apareció Broadway—Lafayette, de Pedro Plaza Salvati, donde tenemos también a una protagonista obsesionada con el subterráneo de Nueva York. Es decir, esto es un motivo que recurre y que habla, de alguna manera, con nuestro conflicto básico: Tenemos todos los mecanismos para modernizarnos, pero los mecanismos que han puesto los estratos políticos para llevar a cabo ese proyecto siempre han sido irrealistas o irresponsables, están llenos de atajos, en los que no hay una visión de largo plazo.

¿Qué responsabilidad tiene el Estado y qué responsabilidad tiene la sociedad en esas labor inconclusa y, por tanto, en esa sensación de frustración y desengaño que tenemos los venezolanos con relación a la modernidad?

Ni soy politólogo ni soy sociólogo, esa es una pregunta para alguien que puede abarcar mejor esos campos. Pero yo creo que nuestra responsabilidad, primero, radica en cambiar nuestra cultura inmediata. ¿Qué sucedió en la Venezuela saudita, por ejemplo? No creo que hubiese un culto al trabajo. Es decir, la fluidez monetaria nos ahorraba demasiados esfuerzos y digamos, en la cultura inmediata, deberíamos respetar y valorar el esfuerzo del trabajo. ¿Qué sucedió en 1998? Hubo un voto abrumador y extraordinario por una solución fácil, por el caudillo providencial. Creo que teníamos una serie de elementos institucionales a favor y de pronto buscamos el atajo. Es decir, vamos a regresar de nuevo al héroe, a la solución rápida venida por la acción del hombre providencial, en vez de intentar el camino de las reformas, el de ciertos sacrificios materiales, el camino de reinversiones, de reestructuraciones, eso como que era demasiado abstracto. Regresamos de nuevo al individuo, al César, que iba a representar a la masa.

En todas las novelas que cita en su libro, Caracas es una ruina urbanística recorrida por una cicatriz de hediondez, y tarde o temprano aparece la palabra mierda en esas páginas, como una realidad que nos atrapa. No sé si eso es propio de las altas temperaturas del trópico, porque también en La Habana hay algo de esa imaginería o es algo que podría atribuirse a un fenómeno político más que a cuestiones climáticas.

Diría, como mencioné antes, que estos escritores, están en diálogo, cuando escriben, con el subconsciente, con motivos no necesariamente racionales, y en el inconsciente nuestro ser interior siempre encuentra la manera de buscar balances con respecto a la realidad. Si tú tienes una realidad en la que los discursos heroicos, los discursos sublimes, te acorralan por todas partes y en estos últimos 20 años de manera muy notable, el inconsciente trata de compensar. Jung decía que una de las misiones del arte era buscar ese balance que necesitamos en nuestra vida para poder individuarnos de una u otra manera. Si tú tienes un exterior donde todo es heroico y sublime, el inconsciente empieza a responder con lo contrario, empieza a ponernos alerta, a abrir nuestros sentidos a todo lo que nos rodea que no es, precisamente, heroico y sublime. De ahí vienen esas imágenes, esas metáforas, de lo abyecto, de lo pútrido, que abundan tanto en esta poesía, en esta narrativa, de los últimos tiempos. Un personaje de (Rodrigo) Blanco Calderón dice, literalmente, este país es una mierda. En una novela escandalosa de hace algunos años de (Alejandro) Rebolledo, uno de sus personajes dice que el universo es una poceta. Un personaje de (Juan Carlos) Méndez Guédez decía una frase que a mí me parece memorable Bolívar cada vez me interesa menos, en su nombre nos ha caído demasiada mierda. Yo lo que veo allí es un mecanismo de balance, es una respuesta a todos estos discursos opresivos que vienen del exterior. No creo que estas novelas o estos libros de poemas estén haciendo política o dándonos  ideología, son viscerales.

Cita a Ana Teresa Torres, quien dice: “Somos requeridos para una tarea mayor: La de tener respuesta a las indefiniciones de la patria”. Acaba de decir que no es politólogo ni sociólogo, que tales preguntas no son propiamente para un crítico literario, que es su línea de investigación, pero le hago esas preguntas a los escritores, y ahora a usted, porque he visto esa pulsión de la que habla Torres. Tengo la impresión de que los poetas, los narradores, son capaces de explicar mejor lo que ocurre en el país, mejor que los antropólogos, que los sociólogos y obviamente que los políticos. Como en la película Seven: “Lo siento, te tocó el gordo”, tiene que tratar de darle respuesta a las indefiniciones no sólo de la patria, sino de la sociedad venezolana. ¿Qué piensa usted?

El imperativo del que habla Ana Teresa es parte de nuestra génesis, de lo que ya conversamos. Venimos de una literatura fundada en circunstancias postcoloniales. Y esas circunstancias de nacimiento, nos están marcando de una u otra manera, alterándose, retocándose, debido, precisamente, a las circunstancias. Ese imperativo sigue allí. Es parte de nuestra tradición. Diría que un sociólogo, un politólogo, puede dar respuestas desde su disciplina, el arte las da desde las vivencias. Y por eso nos afectan sus respuestas, porque nos llegan, repito, desde lo visceral. Hay una experiencia inmediata y eso es lo que podemos hacer los artistas; y los críticos literarios pueden tratar de entender cómo esos artistas están tratando de plasmar esas vivencias. Esa es la respuesta que se puede dar desde cierto ángulo de la realidad, desde el ángulo del artista. Cuando el artista empieza a racionalizar sus respuestas, ya lo está haciendo no como artista sino como intelectual. El intelectual es, precisamente, el artista o el hombre de pensamiento, que busca esa experiencia previa y la incorpora al engranaje social. Esa es la faceta del activista. La gente de la cultura se puede enfrentar al país de dos maneras. Una, como artista. Dos, como intelectual y cuando actúa como tal ya es un agente activo en el mundo político. Se ha hecho, se ha hecho con frecuencia. No tanto en los años 80 o 90, pero sí más frecuente en los últimos tiempos. Yo los he visto asociados a un mundo político y también operando desde los medios de comunicación, no ya desde la poesía o la narración, sino entregándose a ciertos géneros que son mucho más comunicativos. Ha habido un florecimiento del ensayo político muy interesante. También de la crónica periodística, donde el testimonio surge de forma cruda y dura. Como exponentes del ensayo político, podría mencionar a la propia Ana Teresa Torres, Antonio López Ortega y Juan Carlos Chirinos con un libro muy importante que, sencillamente, se titula: Venezuela.

La revista Comunicación publicó un artículo donde tres de los autores que estudia en su libro —Alberto Barrera Tyzka, Héctor Torres y Méndez Guédez— discuten alrededor de la neolengua como herramienta del discurso chavista. De la palabra escuálido, cuyo significado Chávez cambió totalmente o de la palabra majunche, rescatada para estigmatizar a quienes piensan distinto y de cómo el lenguaje cuartelario caló en el mundo popular. Lo que sin duda contribuyó a implantar la hegemonía, convertida luego en opresión por el señor Maduro. El lenguaje es la razón de ser, el arma de los escritores. Así que ha habido una pugna alrededor del lenguaje y cuál es el que impera en Venezuela.

La literatura siempre ha estado enzarzada en esa batalla, por lo menos en la época moderna. Implicada en una reinversión de la lengua y del lenguaje en general, sólo que las circunstancias venezolanas han exasperado esa actividad normal de los escritores, el escritor siempre está tomando el sistema de signos de la comunidad y está haciendo cosas que, en principio, la comunidad aceptaría. Por eso se habla, entre otras cosas, de licencias poéticas. El hecho de tomarse atributos que no deberían tomarse. Pero en nuestra época, en la que vivimos este conflicto, la batalla se ha hecho muy evidente y es una batalla que, en nuestras circunstancias, se ha convertido también en una batalla política. Es decir, hay muchas guerras, guerras simbólicas que se están librando. No creo que haya sido una iniciativa de la comunidad de los escritores, eso es desde las esferas del poder mismo, cambiando nombres, cambiándole el nombre al país, por ejemplo, cambiando signos de otro tipo, la bandera el escudo. Bueno, los escritores, simple y llanamente, están respondiendo, lo que comenzó en la esfera del poder. El escritor siempre destruye los sistemas que recibe, siempre con el propósito de recrearlos, de generar algo más que pueda ser compartido por la tribu —en alusión al libro de Ana Teresa Torres—. Lo que se libre en el campo de las palabras, se está librando en los otros campos de la sociedad.

Toda revolución se plantea el contraste, el cambio radical, la transformación institucional, y con ello la elaboración de nuevos productos artísticos en la esfera. Estoy pensando en la cinematografía de Sergei Eisenstein, en Rusia, y en la novela Memorias del Subdesarrollo, en Cuba. No veo que ese intento, ese propósito, haya sido un desafío, una pulsión, para la autodenominada revolución bolivariana. ¿Cuál es su opinión?

Empecemos de nuevo por el lenguaje, muchas de las palabras del discurso chavista son palabras huecas, las tocas por fuera y suena a vacío. La palabra bolivariano o revolución, por ejemplo. ¿Qué es lo que ha pasado últimamente en la Venezuela del discurso chavista? Tenemos una facción política que se presenta como revolucionaria, pero que en el fondo es tremendamente reaccionaria, que una y otra vez y otra vez quiere regresar al pasado. Ya no podemos ser bolivarianos en el siglo XXI en el sentido en que lo era Simón Bolívar. Eso es absurdo. Simón Bolívar fue la respuesta a una circunstancia de principios del siglo XIX. Si yo quiero reactivar eso, una y otra vez, estoy enamorado del pasado. Y esa es la definición de reaccionario. Es un movimiento político reaccionario, en mi opinión. Sin ninguna duda, no tiene nada que ver con revoluciones. Siempre va a haber en la sociedad, una fuerza hegemónica, aquello que está prevaleciendo y creando jerarquías. Van a haber elementos que emergen, que no han estado en juego, que de una u otra manera están señalando cambios en la sociedad. Siempre va haber vestigios del pasado, que podrían servir para conservar el pasado o para cambiar el presente. Son fuerzas. Las hegemónicas, regulan. Las emergentes, comienzan un proceso. Y lo arcaico, es lo superviviente. Pero en el caso del chavismo, donde es muy obvio que hay elementos del pasado puestos en el presente, no creo que haya sido utilizado para cambiar el presente, sino más bien es un arcaísmo que viene del pasado y quiere preservar el pasado. Tal vez hubo sectores que se plantearon del chavismo que se plantearon utilizar el pasado para impulsar un cambio, pero eso no fue lo que sucedió. El país se entregó al arcaísmo. Bolívar no es una figura histórica, sino un padre omnipotente. Y la mitologización de Chávez mismo. El bolivarismo nos liberó de la colonia. Eso fue absolutamente positivo, pero también fijó semillas no necesariamente positivas. Se creó el culto a Bolívar y a la figura providencial, por ejemplo. Imagina un discurso de fines del siglo XX, lo hemos visto, que retoma ese vestigio del caudillismo decimonónico y los junta con proyectos, obviamente fracasados, como la revolución cubana.

22-12-19




No hay comentarios:

Publicar un comentario

Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico