Francisco Fernández-Carvajal 15 de septiembre de 2022
@hablarcondios
— Las santas mujeres que aparecen en el
Evangelio.
— Servir al Señor con las propias cualidades.
La aportación de la mujer a la vida de la Iglesia y de la sociedad.
— La entrega al servicio de los demás.
I. Sucedió -narra
San Lucas en el Evangelio de la Misa1- que
Él recorría ciudades y aldeas predicando y anunciando el reino de Dios; le
acompañaban los doce y algunas mujeres que habían sido libradas de espíritus
malignos y de enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido
siete demonios; y Juana, mujer de Cusa, administrador de Herodes; y Susana, y
otras muchas que les asistían con sus bienes.
En la vida pública de Jesús aparece este grupo de mujeres que desempeñan un papel conmovedor por su ternura y su adhesión al Maestro. Es hermoso considerar cómo el Señor quiso apoyarse en su generosidad y en su desprendimiento. Él, que nunca dejó nada sin agradecer, ¡cómo les pagaría tanto desvelo y delicadeza para atender sus necesidades domésticas y las de sus discípulos! En las horas de la Pasión parecen superarse y aventajan a los discípulos en constancia y valor; a excepción de Juan, fueron las únicas que tuvieron la firmeza de estar al pie de la cruz, contemplar de cerca los últimos instantes de Jesús y recoger sus postreras palabras. Y cuando, ya muerto, fue descendido del patíbulo, estarán presentes en el embalsamamiento y se aprestarán a completarlo el primer día de la semana, después del obligado reposo del sábado.
El
Señor quiso apresurarse a recompensar esta decidida fidelidad, y en la aurora
de la Resurrección no fue a sus discípulos sino a las mujeres a las que se
apareció en primer lugar. Los ángeles también fueron vistos únicamente por
ellas; Juan y Pedro comprobaron que el sepulcro estaba vacío, pero no vieron
ángeles. Las mujeres fueron favorecidas con esta visión, tal vez porque estaban
mejor preparadas que los hombres y, sobre todo, porque ellas tenían la misión
de continuar el papel de los ángeles y de preparar la naciente fe de la
Iglesia. Tienen un espíritu abierto y un celo inteligente. «Desde el principio
de la misión de Cristo, la mujer demuestra hacia Él y hacia su misterio una
sensibilidad especial, que corresponde a una característica de su feminidad.
Hay que decir también que esto encuentra una confirmación particular en relación
con el misterio pascual; no solo en el momento de la crucifixión, sino también
el día de la resurrección»2.
Ellas se apresuran a cumplir el encargo de avisar a los discípulos y de
recordarles lo que Jesús había anunciado cuando aún estaba en vida. En las
últimas manifestaciones de Jesús resucitado también están presentes. Son, sin
duda, las mismas que han vuelto de Galilea la última vez con los discípulos y
las de Jerusalén y sus alrededores, las hermanas de Lázaro de Betania. Con
ellas está María, la Madre de Jesús3.
El
ejemplo de estas mujeres fieles, que sirven a Jesús con sus bienes y no le
desamparan en los peores momentos, son una llamada a nuestra fidelidad y a
nuestro servicio al Señor sin condiciones. Nuestra actitud ha de ser la de
servir a Dios y a los demás con visión sobrenatural, sin esperar nada a cambio
de nuestro servicio; servir incluso al que no agradece el servicio que se le
presta, aunque esta actitud choque con los criterios humanos. Nos basta
entender que cada favor en beneficio de otros es un servicio directo a Cristo.
Lo que hicisteis por uno de estos mis hermanos más pequeños, por mí lo
hicisteis4. ¡Y son tantas las oportunidades de servir a lo largo del
día! Serviam! Te serviré, Señor, todos los días de mi vida,
desde el comienzo de la jornada. Dame tu ayuda.
II. Si
alguien me sirve que me siga, y donde Yo estoy allí estará también mi servidor;
si alguien me sirve, el Padre le honrará5.
Desde
los primeros momentos de la Iglesia destaca el servicio incomparable de la
mujer a la extensión del Reino de Dios. «En primer lugar vemos a aquellas
mujeres que personalmente se habían encontrado con Cristo y le habían seguido,
y después de su partida eran asiduas en la oración juntamente
con los Apóstoles en el Cenáculo de Jerusalén hasta el día de Pentecostés.
Aquel día, el Espíritu Santo habló por medio de hijos e hijas del
pueblo de Dios, cumpliéndose así el anuncio del profeta Joel (Hech 2,
17). Aquellas mujeres, y después otras, tuvieron una parte activa e importante
en la vida de la Iglesia primitiva, en la edificación de la primera comunidad
desde los comienzos –así como de las comunidades sucesivas– mediante los
propios carismas y con su servicio multiforme»6.
Se
puede afirmar que el Cristianismo comenzó en Europa con una mujer, Lidia, que
enseguida inició su misión de convertir desde dentro el nuevo continente,
empezando por su hogar7.
Algo parecido ocurrió entre los samaritanos, a quienes una mujer les habló por
vez primera del Redentor8.
Los Apóstoles, que habían ido por alimentos a ese mismo pueblo, quizá no se
atrevieron a decir por todas partes, como lo haría más tarde la mujer, que el
Mesías estaba allí mismo, en las afueras de la ciudad. La Iglesia tuvo siempre
una profunda comprensión del papel que la mujer cristiana como madre, esposa y
hermana debía desempeñar en la propagación del Cristianismo. Los escritos
apostólicos nos han dejado constancia de muchas de estas mujeres: Lidia en
Filipo, Priscila y Cloe en Corinto, Febe en Cencreas, la madre de Rufo –que
también para Pablo fue como una madre–, las hijas de Felipe el de Cesarea, etc.
Todos
hemos de poner al servicio del Señor y de los demás lo que hemos recibido. «La
mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia,
algo característico, que le es propio y que solo ella puede dar: su delicada
ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de
ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla, su
tenacidad...»9. La Iglesia espera de la mujer su compromiso en favor de lo
que constituye la verdadera dignidad de la persona humana. El Cuerpo místico de
Cristo «no cesa de enriquecerse con el testimonio de tantas mujeres que
realizan su vocación a la santidad. Las mujeres santas son una encarnación del
ideal femenino, pero son también un modelo para todos los cristianos, un modelo
de la sequela Christi -seguimiento de Cristo-, un ejemplo de
cómo la esposa ha de responder con amor al amor del esposo»10.
El
Señor nos pide a todos que le sirvamos a Él, a la Iglesia santa, a la sociedad,
a nuestros hermanos los hombres, con nuestros bienes, con nuestra inteligencia,
con todos los talentos que nos ha dado. Entonces entenderemos la hondura de esa
verdad: servir es reinar11.
III. «El
hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, no puede
encontrar su plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás»12.
El Papa Juan Pablo II aplica estas palabras del Concilio Vaticano II especialmente
a la mujer, quien «no puede encontrase a sí misma si no es dando amor a los
demás»13. Es en el amor, en la entrega, en el servicio a los demás
donde la persona humana, y quizá de un modo especial la mujer, lleva a cabo la
vocación recibida por Dios. Cuando la mujer pone en servicio de los demás las
cualidades recibidas del Señor, entonces «su vida y su trabajo serán realmente
constructivos y fecundos, llenos de sentido, lo mismo si pasa el día dedicada a
su marido y a sus hijos que si, habiendo renunciado al matrimonio por alguna
razón noble, se ha entregado de lleno a otras tareas. Cada una en su propio
camino, siendo fiel a la vocación humana y divina, puede realizar y realiza de
hecho la plenitud de la personalidad femenina. No olvidemos que Santa María,
Madre de Dios y Madre de los hombres, es no solo modelo, sino también prueba
del valor trascendente que puede alcanzar una vida en apariencia sin relieve»14.
Hoy,
al considerar la generosidad y la fidelidad de estas mujeres, pensemos cómo es
la nuestra. Examinemos si contribuimos, también materialmente –con medios
económicos– a la extensión del Reino de Cristo, si somos generosos con nuestro
tiempo, quizá escaso, en servicio de los demás... Y si todo lo llevamos a cabo
impregnado de una profunda dicha, del gozo particular que da la generosidad. No
olvidemos al terminar nuestra oración que tanto en la vida pública como en las
horas de la Pasión, y muy probablemente en los días que siguieron a la
Resurrección, estas mujeres de las que hoy nos habla San Lucas gozaron de un
especial privilegio: permanecieron en un trato más asiduo y más íntimo con
María que los mismos discípulos. Aquí encontraron el secreto de su generosidad
y de su constancia en seguir al Maestro. A Ella acudimos nosotros para que nos
ayude a ser fieles y desprendidos. Junto a Ella solo encontraremos ocasiones de
servir, y así lograremos olvidarnos de nosotros mismos.
1 Lc 8,
1-3. —
2 Juan
Pablo II, Carta Apost. Mulieris dignitatem, 15-VIII-1988,
16. —
3 Cfr. Indart, Jesús
en su mundo, Herder, Barcelona 1963, p. 81 ss. —
4 Mt 25,
40. —
5 Jn 12,
26. —
6 Juan
Pablo II, loc. cit., 27. —
7 Cfr. Hech 16,
14-15. —
8 Cfr. Jn 4,
39. —
9 Conversaciones
con Monseñor Escrivá de Balaguer, Rialp, 14ª ed., Madrid 1985, n. 87.
—
10 Juan
Pablo II, loc. cit., 27. —
11 Cfr. Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 36. —
12 ídem,
Const. Gaudium et spes, 24. —
13 Juan
Pablo II, loc. cit., 30. —
14 Conversaciones
con Monseñor Escrivá de Balaguer, loc. cit.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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