Opus Dei 18 de febrero de 2023
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Comentario del 7.º domingo del Tiempo
Ordinario (Ciclo A). "Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os
persigan". Este mandamiento es la revolución de los cristianos, que creen
en el amor de Dios y lo difunden a todo ser humano, incluso a costa de la
propia honra, de su tiempo, dinero o de su prestigio.
Evangelio
(Mt 5,38-48)
Habéis
oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo:
no repliquéis al malvado; por el contrario, si alguien te golpea en la mejilla
derecha, preséntale también la otra. Al que quiera entrar en pleito contigo
para quitarte la túnica, déjale también el manto. A quien te fuerce a andar una
milla, vete con él dos. A quien te pida, dale; y no rehúyas al que quiera de ti
algo prestado.
Habéis
oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero
yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan, para que
seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol
sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y pecadores. Porque si amáis a
los que os aman, ¿qué recompensa tenéis? ¿No hacen eso también los publicanos?
Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen eso
también los paganos? Por eso, sed vosotros perfectos como vuestro Padre
celestial es perfecto.
Comentario
En
este pasaje del Evangelio se concluyen las llamadas “antítesis” del Sermón de
la Montaña, que ya habíamos comenzado a meditar el domingo pasado.
La
primera de ellas invita a erradicar la costumbre ancestral de la venganza. En
sociedades muy primitivas, como reacción a un mal sufrido, era normal tomarse
la justicia por la propia mano y devolver al agresor un daño mayor. Esto
generaba una cadena de agresiones y reacciones cada vez más violentas, que
causaban grandes males y sufrimientos. En su momento, la “ley del talión” ayudó
a atemperar esas escaladas de violencia al marcar el límite de ojo por
ojo y diente por diente (v. 38), estableciendo que el mal devuelto
podía ser equivalente al sufrido, pero no mayor.
Sin
embargo, Jesús enseña el papel fundamental del perdón. Perdonar implica vencer
los sentimientos que reclaman no dejar impune el mal recibido, y eso sólo es
posible en sintonía con Cristo, mediante un amor que es más fuerte que el odio.
Supone reaccionar como Jesús reaccionó en la cruz ante quienes lo hacían
padecer terriblemente: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc
23,34).
La
segunda antítesis parte de un mandamiento del Levítico, amarás a tu
prójimo (Lv 19,18), al que una mala interpretación popular había
añadido y odiarás a tu enemigo. El motivo de este error deriva de
una interpretación restrictiva de la palabra “prójimo” que la consideraba sólo
relativa a los miembros del pueblo de Israel, y no incluía en ese mandato a
quienes no formaban parte de él, de modo que, en la medida en que fueran
enemigos, se consideraban merecedores de odio.
También
en este caso, Jesús lleva a su plenitud ese mandamiento haciéndolo extensivo a
todo ser humano: cualquier persona, independientemente de sus cualidades
humanas o morales, es digna de ser amada. También en esto el amor de Dios ha
ido por delante, ya que “cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios
por medio de la muerte de su Hijo” (Rm 5,10).
¿Cómo
es posible reaccionar así ante la rabia que puede brotar espontáneamente de un
corazón dolido? Jesús nos muestra el camino enseñándonos a mirar a Dios como un
Padre amoroso que nunca quiere el mal para sus hijos, e incluso está dispuesto
a pasar por encima de sus olvidos, infidelidades u ofensas. “Para los
cristianos la no violencia no es un mero comportamiento táctico, sino más bien
un modo de ser de la persona, la actitud de quien está tan convencido del amor
de Dios y de su poder, que no tiene miedo de afrontar el mal únicamente con las
armas del amor y de la verdad. El amor a los enemigos constituye el núcleo de
la ‘revolución cristiana’, revolución que no se basa en estrategias de poder
económico, político o mediático. La revolución del amor, un amor que en
definitiva no se apoya en los recursos humanos, sino que es don de Dios que se
obtiene confiando únicamente y sin reservas en su bondad misericordiosa. Esta
es la novedad del Evangelio, que cambia el mundo sin hacer ruido. Este es el
heroísmo de los ‘pequeños’, que creen en el amor de Dios y lo difunden incluso
a costa de su vida”[1].
En eso
consiste la perfección de Dios, y a ese nivel de generosidad llama a todos:
“sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (v. 48). Es
la misma idea que en el Evangelio de Lucas se formula de modo bien expresivo:
“Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6,36). Ahora
bien, ¿quién podrá conseguir una meta tan alta? Quien viva siempre como hijo de
tan buen Padre. San Cipriano escribía que “a la paternidad de Dios debe
corresponder un comportamiento de hijos de Dios, para que Dios sea glorificado
y alabado por la buena conducta del hombre”[2].
[1] Benedicto
XVI, Ángelus, 18 de febrero de 2007.
[2] S.
Cipriano, De zelo et livore, 15. CCL 3a, 83.
Tomado
de: https://opusdei.org/es-ve/gospel/2023-02-19/
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