Francisco Fernández-Carvajal 05 de junio de 2024
@hablarcondios
—
Adorar al único Dios. La idolatría moderna.
—
Razones para amar a Dios. Algunas faltas y pecados contra el primer
mandamiento.
— El
primer mandamiento abarca todos los aspectos de nuestra vida. Manifestaciones
del amor a Dios.
I. El
Evangelio de la Misa narra la pregunta de un escriba, quien, lleno de buena
voluntad, quiere saber cuál de los preceptos de la ley es el esencial, el más
importante1. Jesús ratifica lo que ya había expresado con claridad la
Antigua Ley: Escucha, Israel, el Señor Dios nuestro es el único Señor;
y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu
mente y con todas tus fuerzas. El segundo es este: Amarás a tu prójimo como a
ti mismo. El escriba se identifica plenamente con la enseñanza de Jesús, y
a continuación repite despacio las palabras que acaba de oír. El Señor tiene
para él una palabra cariñosa que incita a la definitiva conversión: No
estás lejos del Reino de Dios.
Este mandamiento, en el que se resumen toda la Ley y los Profetas, comienza por la afirmación de la existencia de un único Dios, y así ha sido recogido en el Credo: credo in unum Deum. Es una verdad conocida por la luz natural de la razón, y el pueblo elegido sabía bien que todos los dioses paganos eran falsos; y, sin embargo, los ídolos fueron para ellos una tentación constante, y una causa frecuente de su alejamiento del Dios verdadero, el que les sacó de la tierra de Egipto. Los Profetas se sentirán impulsados a recordarles la falsedad de aquellas deidades que conocían al ponerse en contacto con naciones cuyo poder y cultura, muy superior a la de ellos, les atraía y deslumbraba. Se trataba de pueblos más ricos, materialmente más avanzados, pero sumidos en la oscuridad de la superstición, de la ignorancia y del error. Con frecuencia, el pueblo elegido no supo apreciar la riqueza incomparable de la revelación, el tesoro de la fe. Dejaron la única Fuente de las aguas vivas para ir a cisternas rotas y agrietadas que ni tenían agua, ni capacidad para retenerla2.
Los
antiguos paganos, hombres civilizados para la época en que vivieron, se
inventaron ídolos a los que adoraban de formas diversas. Muchos hombres
civilizados de nuestros días, nuevos paganos, levantan ídolos mejor construidos
y más refinados: parece producirse en nuestros días una verdadera adoración e
idolatría3 por todo aquello que se presenta bajo capa de «progreso»
o que proporciona más bienestar material, más placer, más comodidad..., con un
olvido prácticamente completo de su ser espiritual y de su salvación eterna.
Son actuales aquellas palabras de San Pablo en la Carta a los
Filipenses: su Dios es el vientre, y su gloria la propia vergüenza, pues ponen
el corazón en las cosas terrenas4.
Es la idolatría moderna, a la que se ven tentados también muchos cristianos,
olvidando el inmenso tesoro de su fe, la riqueza del amor a Dios.
El
primer mandamiento del Decálogo se lesiona cuando se prefieren otras cosas a
Dios, aunque sean buenas, pues entonces se las está amando desordenadamente. En
estos casos, el hombre pervierte la ordenación de las criaturas, usando de
ellas para un fin opuesto o distinto de aquel para el que fueron creadas. Al
romper el orden divino que el Decálogo nos señala, el hombre ya no encuentra a
Dios en la creación; fabrica entonces su propio dios, detrás del
cual radicalmente se esconde en su propio egoísmo y soberbia. Más aún, el
hombre intenta neciamente colocarse en lugar de Dios, erigirse a sí mismo como
fuente de lo que está bien y de lo que está mal, cayendo en la tentación que el
demonio puso a nuestros primeros padres: seréis como dioses si
no obedecéis los mandatos de Dios5.
De aquí la necesidad –porque la tentación es real para cada hombre, para cada
mujer– de preguntarnos muchas veces, y lo hacemos hoy en nuestra oración, si
verdaderamente Dios es lo primero en nuestra vida, lo más importante, el Sumo
Bien, que orienta nuestra conducta y nuestras decisiones. Y esto lo veremos
mejor si examinamos el interés que ponemos en conocerle cada vez mejor, pues
nadie ama lo que no conoce; si respetamos el tiempo que destinamos a nuestra
formación doctrinal-religiosa...; si vivimos un desprendimiento efectivo de los
bienes que poseemos o usamos para que nunca se conviertan en el bien
primero... Amarás al Señor tu Dios... y a Él solo adorarás: el
empeño en seguir el camino que Él quiere para nosotros –la vocación personal de
cada uno– es el modo concreto de vivir ese amor y esa adoración.
II. Son
muchas y muy poderosas las razones que nos mueven a amar a Dios: porque Él nos
sacó de la nada y Él mismo nos gobierna, nos facilita las cosas necesarias para
la vida y el sustento...6.
Además, esta deuda que tenemos con Él por el mero hecho de existir, se vio
aumentada al elevarnos al orden de la gracia y al redimirnos del poder del
pecado por la Muerte y Pasión de su Hijo Unigénito y los incontables beneficios
y dones que constantemente recibimos de Él: la dignidad de ser hijos suyos y
templos del Espíritu Santo... Sería una tremenda ingratitud, si no le
agradeciéramos lo que nos ha dado. Más aún –señala Santo Tomás–, sería como si
nos fabricáramos otro Dios, como cuando los hijos de Israel, saliendo de
Egipto, se hicieron un ídolo7.
El
verdadero amor –el humano, y de modo eminente el amor a Dios– ennoblece y
enriquece siempre al hombre, le hace parecerse un poco más a su Creador.
La
historia personal de cada hombre pone de manifiesto cómo la dignidad y la
felicidad, incluso humana, se logran en el camino del amor a Dios, nunca fuera
de él; y cuando la razón última de una vida se cifra en cualquier otro motivo
se está expuesto a caer bajo el dominio de las propias pasiones. Se ha dicho
con verdad que «el camino del infierno es ya un infierno»; se cumplen aquellas
palabras del Profeta Jeremías a quienes se sentían deslumbrados por los ídolos
de las naciones vecinas: los dioses ajenos -decía el
Profeta- no os concederán descanso8.
Dejar
de amar a Dios es entrar por una senda en la que una cesión llama a otra, pues
quien ofende al Señor «no se detiene en un pecado, sino, por el contrario, es
empujado a consentir en otros: quien comete pecado esclavo es del pecado (Jn 8,
34). Por eso no es nada fácil salir de él, como decía San Gregorio: “el pecado
que no se extirpa por la penitencia, por su mismo peso arrastra a otros
pecados”»9. El amor a Dios lleva a detestar el pecado, a alejarse –con el
auxilio de su gracia, con la lucha ascética– de cualquier ocasión en la que
pueda haber ofensa a Dios, a hacer penitencia por las faltas y pecados de la
vida pasada.
Debemos
hacer con frecuencia actos positivos de amor y de adoración al
Señor: llenando de contenido cada genuflexión –signo de adoración– ante el
Sagrario, o quizá repitiendo las palabras Adoro te devote, o las
que decimos al recitar el Gloria en la Santa Misa: Te
alabamos, Te bendecimos, Te adoramos, Te glorificamos, Te damos gracias.
Se
falta al amor de Dios cuando no se le da el culto debido, cuando no se ora o se
ora mal, en las dudas voluntarias contra la fe, en la lectura de libros,
periódicos o revistas que atentan a la fe o a la moral, al dar crédito a
supersticiones o a doctrinas –aunque se presenten como científicas– que se
oponen a la fe, ambas fruto de la ignorancia; al exponerse o exponer a los
hijos, a aquellas personas que tenemos a nuestro cuidado a influencias dañinas
para la fe o la moral; al desconfiar de Dios, de su poder o de su bondad... «Y
este es el índice para que el alma pueda conocer con claridad si ama a Dios o
no, con amor puro. Si le ama, su corazón no se centrará en sí misma, ni estará
atenta a conseguir sus gustos y conveniencias. Se dedicará a buscar la honra y
gloria de Dios y a darle gusto a Él. Cuanto más tiene corazón para sí misma
menos lo tiene para Dios»10.
Nosotros queremos tener puesto el corazón en el Señor y en las personas y en
las tareas que realizamos por Él y con Él.
III. El
amor a Dios no solo se expresa dando a Dios el culto que le es debido, de modo
particular en la Santa Misa, sino que debe abarcar todos los aspectos de la
vida del hombre, y tiene muchas manifestaciones. Amamos a Dios a través de
nuestro trabajo bien hecho, del cumplimiento fiel de nuestros deberes en la
familia, en la empresa, en la sociedad; con nuestra mente, con el corazón...
con el porte exterior, propio de un hijo de Dios... Este mandamiento exige en
primer lugar la adoración, dar gloria a Dios, que no es una actividad más entre
otras diversas, sino la finalidad última de todas nuestras acciones, incluso de
lo que puede parecer más vulgar: ya comáis, ya bebáis, o hagáis
cualquier otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios11.
Esta actitud fundamental de adoración exige en la práctica hacerlo todo, al
menos desear hacerlo, para agradar a Dios: es decir, actuar con rectitud de
intención.
El
amor a Dios, y el verdadero amor al prójimo, se alimenta en la oración y en los
sacramentos, en la lucha constante por superar nuestros defectos, en el empeño
por mantenernos en Su presencia a lo largo del día. De modo particular, la
Sagrada Eucaristía debe ser la fuente donde se alimente continuamente nuestro
amor al Señor. Así podremos decir, con las palabras del Adoro te
devote: tibi se cor meum totum subiicit: Te adoro, Señor..., a Ti se somete
mi corazón por completo.
Pensemos
en qué tenemos puesto el corazón a lo largo del día. Veamos en nuestra oración
si tenemos «industrias humanas» para acordarnos mucho del Señor en nuestras
jornadas y así amarle y adorarle.
1 Mc 12,
28-34. —
2 Cfr. Jer 2,
13. —
3 Conc.
Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 7. —
4 Flp 3,
19. —
5 Gen 3,
5. —
6 Catecismo
Romano, III, 2, n. 6. —
7 Cfr. Santo
Tomás, Sobre el doble precepto de la caridad, 1. —
8 Jer 16,
13. —
9 Santo
Tomás, loc. cit. —
10 San
Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 9, 5. —
11 1
Cor 10, 31.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx#google_vignette
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