Francisco Fernández-Carvajal 04 de junio de 2024
@hablarcondios
— Una
verdad de fe expresamente enseñada por Jesús.
—
Cualidades y dotes de los cuerpos gloriosos.
—
Unidad entre el cuerpo y el alma.
I. Los
saduceos, que no creían en la resurrección, se acercaron a Jesús para intentar
ponerle en un aprieto. Según la ley antigua de Moisés1,
si un hombre moría sin dejar hijos, el hermano debía casarse con la viuda para
suscitar descendencia a su hermano, y al primero de los hijos que tuviera se le
debía imponer el nombre del difunto. Los saduceos pretenden poner en ridículo
la fe en la resurrección de los muertos, inventando un problema pintoresco2.
Si una mujer se casa siete veces al enviudar de sucesivos hermanos, ¿de cuál de
ellos será esposa en los cielos? Jesús les responde poniendo de manifiesto la
frivolidad de la objeción. Les contesta reafirmando la existencia de la
resurrección, valiéndose de diversos pasajes del Antiguo Testamento, y al
enseñar las propiedades de los cuerpos resucitados se desvanece el argumento de
los saduceos3.
El Señor les reprocha no conocer las Escrituras ni el poder de Dios, pues esta verdad estaba ya firmemente asentada en la Revelación. Isaías había profetizado4: las muchedumbres de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán: unos para eterna vida, otros para vergüenza y confusión; y la madre de los Macabeos confortaba a sus hijos en el momento del martirio recordándoles que el Creador del universo (...) misericordiosamente os devolverá la vida si ahora la despreciáis por amor a sus santos lugares5. Y para Job, esta misma verdad será el consuelo de sus días malos: Sé que mi Redentor vive, y que en el último día resucitaré del polvo (...); en mi propia carne contemplaré a Dios6.
Hemos
de fomentar en nuestras almas la virtud de la esperanza, y concretamente el
deseo de ver a Dios. «Los que se quieren, procuran verse. Los enamorados solo
tienen ojos para su amor. ¿No es lógico que sea así? El corazón humano siente
esos imperativos. Mentiría si negase que me mueve tanto el afán de contemplar
la faz de Jesucristo. Vultum tuum, Domine, requiram, buscaré,
Señor, tu rostro»7.
Ese deseo se saciará, si permanecemos fieles, porque la solicitud de Dios por
sus criaturas ha dispuesto la resurrección de la carne, verdad que
constituye uno de los artículos fundamentales del Credo8, pues
si no hay resurrección de los muertos, tampoco resucitó Cristo. Y si Cristo no
resucitó, vana es nuestra predicación, y vana es también nuestra fe9.
«La Iglesia cree en la resurrección de los muertos (...) y entiende que la
resurrección se refiere a todo el hombre»10:
también a su cuerpo.
El
Magisterio ha repetido en numerosas ocasiones que se trata de una resurrección
del mismo cuerpo, el que tuvimos durante nuestro paso por la tierra, en esta
carne «en que vivimos, subsistimos y nos movemos»11.
Por eso, «las dos fórmulas resurrección de los muertos y resurrección
de la carne son expresiones complementarias de la misma tradición
primitiva de la Iglesia», y deben seguirse usando los dos modos de expresarse12.
La
liturgia recoge esta verdad consoladora en numerosas ocasiones: En Él (en
Cristo) brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección; y así,
aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura
inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se
transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión
eterna en el Cielo13.
Dios nos espera para siempre en su gloria. ¡Qué tristeza tan grande para
quienes todo lo han cifrado en este mundo! ¡Qué alegría saber que seremos
nosotros mismos, alma y cuerpo, quienes, con la ayuda de la gracia, viviremos
eternamente con Jesucristo, con los ángeles y los santos, alabando a la
Trinidad Beatísima!
Cuando
nos aflija la muerte de una persona querida, o acompañemos en su dolor a quien
ha perdido aquí a alguien de su familia, hemos de poner de manifiesto, ante los
demás y ante nosotros mismos, estas verdades que nos inundan de esperanza y de
consuelo: la vida no termina aquí abajo en la tierra, sino que vamos al
encuentro de Dios en la vida eterna.
II. Toda
alma, después de la muerte, espera la resurrección del propio cuerpo, con el
que, por toda la eternidad, estará en el Cielo, cerca de Dios, o en el
Infierno, lejos de Él. Nuestros cuerpos en el Cielo tendrán características
diferentes, pero seguirán siendo cuerpos y ocuparán un lugar, como ahora el
Cuerpo glorioso de Cristo y el de la Virgen. No sabemos dónde está, ni cómo se
forma ese lugar: la tierra de ahora se habrá transfigurado14.
La recompensa de Dios redundará en el cuerpo glorioso haciéndolo inmortal, pues
la caducidad es signo del pecado y la creación estuvo sometida a ella por culpa
del pecado15. Todo lo que amenaza e impide la vida desaparecerá16.
Los resucitados para la Gloria –como afirma San Juan en el Apocalipsis–
no tendrán hambre, ni tendrán ya sed ni caerá sobre ellos el sol, ni ardor
alguno17: esos sufrimientos que enumera el Apocalipsis fueron
los que más dañaron al pueblo de Israel mientras atravesaba el desierto: los
abrasadores rayos del sol caían como dardos, se desencadenaba con rapidez la
corrupción, y el viento seco del desierto consumía las fuerzas18.
Estas mismas tribulaciones son símbolo de los dolores que tendría que soportar
el nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia, mientras dure su peregrinación hasta la
Patria definitiva.
La fe
y la esperanza en la glorificación de nuestro cuerpo nos harán valorarlo
debidamente. El hombre «no debe despreciar la vida corporal, sino que, por el
contrario, debe tener por bueno y honrar a su propio cuerpo, como criatura de
Dios que ha de resucitar en el último día»19.
Sin embargo, qué lejos está de esta justa valoración el culto que hoy vemos
tributar tantas veces al cuerpo. Ciertamente tenemos el deber de cuidarlo, de
poner los medios oportunos para evitar la enfermedad, el sufrimiento, el
hambre..., pero sin olvidar que ha de resucitar en el último día, y
que lo importante es que resucite para ir al Cielo, no al Infierno. Por encima
de la salud está la aceptación amorosa de la voluntad de Dios sobre nuestra
vida. No tengamos preocupación desmedida por el bienestar físico. Sepamos
aprovechar sobrenaturalmente las molestias que podamos sufrir –poniendo con
serenidad los medios ordinarios para evitarlas–, y no perderemos la alegría y
la paz por haber puesto el corazón en un bien relativo y transitorio, que solo
será definitivo y pleno en la gloria.
En
ningún momento debemos olvidar hacia dónde nos encaminamos y el valor verdadero
de las cosas que tanto nos preocupan. Nuestra meta es el Cielo; para estar con
Cristo, con alma y cuerpo, nos creó Dios. Por eso, aquí en la tierra «la última
palabra solo podrá ser una sonrisa... un cántico jovial»20,
porque más allá nos espera el Señor con la mano extendida y el gesto acogedor.
III.
Aunque sea grande la diferencia entre el cuerpo terreno y el transfigurado, hay
entre ellos una estrechísima relación. Es dogma de fe que el cuerpo resucitado
es específica y numéricamente idéntico al cuerpo terreno21.
La
doctrina cristiana, basándose en la naturaleza del alma y en diversos pasajes
de la Sagrada Escritura, muestra la conveniencia de la resurrección del propio
cuerpo y la unión de nuevo con el alma. En primer lugar, porque el alma es solo
una parte del hombre, y mientras esté separada del cuerpo no podrá gozar de una
felicidad tan completa y acabada como poseerá la persona entera. También, por
haber sido creada el alma para unirse a un cuerpo, una separación definitiva
violentaría su modo de ser propio; pero, sobre todo otro argumento, es más
conforme con la sabiduría, justicia y misericordia divinas que las almas
vuelvan a unirse a los cuerpos, para que ambos, el hombre completo –que no es
solo alma, ni solo cuerpo–, participen del premio o del castigo merecido en su
paso por la vida en la tierra; aunque es de fe que el alma inmediatamente
después de la muerte recibe el premio o el castigo, sin esperar el
momento de la resurrección del cuerpo.
A la
luz de la enseñanza de la Iglesia vemos con mayor profundidad que el cuerpo no
es un mero instrumento del alma, aunque de ella recibe la capacidad de actuar y
con ella contribuye a la existencia y desarrollo de la persona. Por el cuerpo,
el hombre se halla en contacto con la realidad terrena, que ha de dominar, trabajar
y santificar, porque así lo ha querido Dios22.
Por él, el hombre puede entrar en comunicación con los demás y colaborar con
ellos para edificar y desarrollar la comunidad social. Tampoco podemos olvidar
que a través del cuerpo el hombre recibe la gracia de los sacramentos: ¿No
sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?23.
Somos
hombres y mujeres de carne y hueso, pero la gracia ejerce su influjo incluso
sobre el cuerpo, divinizándolo en cierto modo, como un anticipo de la
resurrección gloriosa. Mucho nos ayudará a vivir con la dignidad y el porte de
un discípulo de Cristo considerar frecuentemente que este cuerpo nuestro,
templo ahora de la Santísima Trinidad cuando vivimos en gracia, está destinado
por Dios a ser glorificado. Acudamos hoy a San José para pedirle que nos enseñe
a vivir con delicado respeto hacia los demás y hacia nosotros mismos. Nuestro
cuerpo, el que tenemos en la vida terrena, también está destinado a participar
para siempre de la gloria inefable de Dios.
1 Dt 24,
5 ss. —
2 Mt 12,
18-27. —
3 Cfr. Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, 2ª ed., Pamplona 1985,
comentarios a Mac 12, 18-27 y lugares paralelos. —
4 Is 26,
19. —
5 2
Mac 7, 23. —
6 Job 19,
25-26. —
7 San
Josemaría Escrivá, en Hoja informativa, n. 1, de su proceso
de beatificación, p. 5. —
8 Cfr. Symbolo
Quicumque, Dz 40; Benedicto XII, Const. Benedictus
Deus, 29-I-1336. —
9 1
Cor 15, 13-14. —
10 Congregación
para la Doctrina de la Fe, Carta sobre algunas cuestiones
referentes a la escatología, 17-V-1979. —
11 Conc.
XI de Toledo, año 675, Dz 287 (540); cfr. Conc.
IV de Letrán, cap. I, Sobre la fe católica, Dz 429
(801), etc. —
12 Congregación
para la Doctrina de la Fe, Declaración acerca de la traducción
del artículo «carnis resurrectionem» del Símbolo Apostólico, 14-XII-1983.
—
13 Misal
Romano, Prefacio I de Difuntos. —
14 Cfr. M.
Schmaus, Teología Dogmática, vol VII, Los Novísimos,
p. 514. —
15 Rom 8,
20. —
16 Cfr. M. Schmaus. o.
c., vol. VII, p. 225 ss. —
17 Apoc 7,
16. —
18 Cfr. Eclo 43,
4; Sal 121, 6; Sal 91, 5-6. —
19 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 14. —
20 L.
Ramoneda Molins, Vientos que jamás ha roto nadie, Danfel,
Montevideo 1984, p. 41. —
21 Cfr. Dz 287,
427, 429, 464, 531. —
22 Gen 1,
28. —
23 1
Cor 6, 15.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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