José Luis Farías 08 de septiembre de 2024
@fariasjoseluis
La
otra cara:
En el
calderón de las guerras civiles, se revela el corazón marchito de sociedades
cuyas entrañas están corroídas por la enfermedad fatal de la violencia. Los
horrores emergen como demonios de un infierno particular, desbordando el
espacio del debate democrático y transformando las pasiones en un teatro de
apocalipsis.
Los extremos políticos, como alimañas en celo, avivan sus propias llamas y distorsionan la imagen de sus adversarios con matices aterradores, si no es que infernales. Con un ingenio diabólico que desafía los límites de la moralidad, explotan la siniestra combinación de miedo y odio, despojando a sus enemigos de su humanidad y su ciudadanía con un acto brutal de despojo. “La pasión con la que se luchó por aquellas causas -refiere Antony Beevor en La Guerra Civil Española”- ha hecho muchísimo más difícil la búsqueda de la objetividad, sobre todo en lo tocante a los orígenes de la guerra. Cada lado ha tratado de demostrar que fue el otro quien la empezó.”
En
este convulso escenario, las ideologías actúan como un cuchillo afilado que
divide a los hermanos en meros desconocidos, y a los trabajadores y campesinos
en enemigos de una clase que alguna vez fue su propia gente. Los lazos de
afinidad y comunidad, que un día fueron el tejido mismo de la convivencia, se
desmoronan con la rapidez de un hechizo roto.
La
pugna entre la izquierda y la derecha es una simplificación cruel que oscurece
la realidad del conflicto. Ambas fueron muchas veces poco respetuosas con el
proceso democrático y con el imperio de la ley. Entre los contendientes de los
dos bandos, se hallaban aquellos que vieron en la guerra civil una oportunidad
para resolver viejas rencillas acumuladas durante años de incertidumbre. Una
minoría influyente, cargada de odio ciego, fue la artífice de matanzas
indiscriminadas y brotes de ira irracional en toda España.
Las
capturas, perpetradas sin compasión por ambos lados, y los odios religiosos y
de clase, desataron atrocidades tan indescriptibles que ni siquiera la
distancia del frente pudo contener. En lugar de confrontar la dureza de la
batalla, muchos prefirieron descargar su furia en la retaguardia, donde los
civiles se convirtieron en víctimas de un tormento sin control. Al respeto vale
traer a la mesa una cínica y dramática anécdota que refiere Paul Preston en su
obra “Las Tres Españas”.
Sin
piedad
En un
rincón de Barcelona donde las sombras de la guerra se entrelazaban con el
crepúsculo de los últimos días, Miguel Junyent i Rovira, hombre de fe y rezo,
amante de su familia y reconocido carlista en la Cataluña, atravesaba el abismo
de su hipertensión arterial con la resolución de un mártir. En su delirio de
enfermo, decidió desafiar la siniestra melodía del destino y regresar a su
morada, consciente de que la muerte aguardaba con una cita implacable.
Sus
pasos, que parecían renegar del inminente adiós, no pudieron eludir las miradas
escrutadoras de los milicianos que vigilaban los alrededores de su casa. A
pesar de los rodeos y despistes, el sigilo de don Miguel se disolvió ante el
implacable ojo de la vigilancia. La noticia de su regreso se extendió como un
susurro fatal y, en un parpadeo de la vida y la muerte, los guardias tomaron
posiciones. Mientras unos esperaban para evitar cualquier intento de fuga,
otros corrían hacia el Comité con el informe de su llegada, que ordenó su
detención para el día siguiente con la certeza de su ejecución.
Las
fechas se desvanecían en el caos de la historia: Paul Preston afirma que era el
22 de julio, otros murmullos hablan del 16 de agosto, pero lo indudable era que
se trataba de unos días después del 17 de julio de 1936, el día en que los
generales Francisco Franco, Emilio Mola y José Sanjurjo dieron inicio a la
sublevación militar que desencadenó la cruenta Guerra Civil Española. Era,
además, la fecha de la piadosa muerte de Miguel Junyent i Rovira.
En la
mañana siguiente a su llegada, un grupo de milicianos de la Esquerra
Republicana y la Federación Anarquista Ibérica, armados hasta los dientes, se
plantaron en la puerta de su casa. Con un fervor que no conocía piedad, tocaban
el umbral como si esperaran que la muerte misma les abriera la puerta para
saciar su sed de venganza con tan “valiosa pieza” enemiga de la causa
republicana.
La
España Fratricida
En los
laberintos de la España de aquellos días, donde el destino de los hombres se
decidía con la contundencia de una guadaña, los ansiosos guardias buscaban a
Miguel con una urgencia casi mística. Su condición de destacado hombre de
derecha, líder de los tradicionalistas de Cataluña y director del influyente
periódico El Correo Catalán, eran agravantes suficientes para ganarse la
condena de una nación partida en dos, más fragmentada que en tiempos de guerra.
En ese torbellino de ideologías, el país se había convertido en un campo de
batalla donde cualquier afiliación política se transformaba en un estigma
mortal.
A
pesar de los vaivenes del conflicto, como bien señala Preston en Las tres
Españas, había un puñado de voces disidentes que rechazaban la guerra, entre
ellas las de Salvador de Madariaga y José Ortega y Gasset, que se alzaban como
faros de razón en un mar embravecido. Sin embargo, en una guerra, las razones
para matar se simplifican con la frialdad de la necesidad, y las venganzas se
transforman en justificaciones de sangre, especialmente cuando los odios son
tan antiguos como las propias guerras civiles.
España,
en el fragor de su fratricida Guerra Civil, se convirtió en un escenario de
ecos internacionales, donde potencias globales, con intereses y armas, entraban
al combate como actores de un teatro sangriento. Alemania, bajo el régimen de
Hitler, enviaba su Legión Cóndor; Italia, con Mussolini, desplegaba su Corpo di
Truppe Voluntarie; Portugal, bajo Salazar, enviaba a sus Viriatos, mientras que
una Brigada Irlandesa se unía al tumulto. Del lado republicano, la URSS y
brigadas irlandesas conformadas por el IRA y el Partido Comunista Irlandés,
junto con numerosas Brigadas Internacionales de más de 40,000 voluntarios,
incluían a nombres ilustres como André Malraux y George Orwell, en una guerra
que permitió a Ernest Hemingway escribir en el umbral incierto entre la novela
y el periodismo. En el desvarío de esas jornadas, cada bala parecía llevar el
peso de una ideología, y cada vida arrebatada, el peso de un conflicto que aún
retumbaba en la memoria colectiva.
Llegaron
tarde
En
aquellos tiempos sombríos, en que las sombras de la guerra arrojaban más
penumbra sobre las almas que el propio conflicto, muchos eran los que preferían
mancharse las manos con sangre inocente en la retaguardia en lugar de enfrentar
la crudeza del frente de batalla. Las atrocidades perpetradas por ambos bandos
eran tan numerosas que su registro parecía un interminable desfile de horrores;
actos de extremismo que alcanzaban niveles infames, donde la crueldad era la
moneda corriente.
Cuando
los milicianos, que en su fervor de justicia sin medida buscaban a Miguel
Junyent, llegaron a su hogar, se encontraron con una escena que desafió su
expectación: la esposa y la hija del fallecido, con rostros desolados y
lágrimas que hablaban de un dolor ajeno a la guerra, les informaron que don
Miguel había muerto de un ataque al corazón. La noticia parecía una burla cruel
del destino; apenas el día anterior, el hombre aún respiraba, vivía, era
tangible.
El
diario católico El Defensor de Córdoba describiría más tarde esta muerte como
una “muerte piadosa”, un escape providencial del tormento que hubiera sido su
ejecución en el cadalso. Pero, en el cruel teatro de la guerra, los milicianos
no podían creer la versión de la viuda y su hija. La sospecha de un engaño les
impulsó a insistir en ver el cadáver. Al abrir el ataúd y enfrentar la verdad,
uno de ellos se dirigió a los otros con un lamento irreverente: «¡Cojones! Ya
os decía que teníamos que haber venido ayer.» Y otro, con una mezcla de cinismo
y desesperación, demandó un “tiro de gracia” para asegurarse de que aquel lecho
mortuorio no ocultara una farsa más en la interminable serie de engaños que la
guerra ofrecía.
José
Luis Farías
@fariasjoseluis
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