GUSTAVO ROOSEN 17 DE MARZO 2014
El peso de la coyuntura es tan grande
que parece no permitirnos levantar la vista para otear el horizonte del largo
plazo. Resolver la coyuntura no debería, sin embargo, liberarnos de la
responsabilidad de pensar en perspectiva. En este caso no es la idea de una
cosa a la vez –coyuntura o largo plazo–, sino ambas simultáneamente: apagar el
fuego, curar las heridas, reparar los daños, pero paralelamente programar la
mudanza hacia espacios de más oportunidad y menor riesgo, diseñar y construir
la casa, hacerla incombustible. Comenzar a mirar el largo plazo tiene, además,
la virtud de abrir e iluminar salidas para resolver la coyuntura. No hacerlo, en
cambio, podría significar condenarse a un estado de crisis permanente. Sin una
visión y un compromiso de largo plazo los acuerdos para resolver la coyuntura
pueden ser frágiles. Una solución puramente táctica, calculada, alimenta la
desconfianza y, en consecuencia, no puede ser duradera.
Pensar el largo plazo se impone como
un esfuerzo que la sociedad, y muy especialmente las élites, no pueden diferir.
Se hace impostergable acordar un gran encuentro cuyo objetivo sea visualizar
los escenarios del largo plazo y definir las grandes líneas que permitan
comprender lo inevitable, evitar lo indeseable y lograr lo alcanzable. Una
convocatoria así –universal, diversa, comprometida con el interés común por
encima de los intereses particulares– no tendría por función formular
soluciones, menos aún imponerlas, sino congregar efectivamente a toda la
sociedad para pensar el país y para proyectarlo en el contexto global sobre
datos firmes de una realidad que evoluciona y se transforma.
Lo que resulte de un ejercicio de
descripción de escenarios con visión nacional y de largo plazo no sería un plan
de gobierno sino un acuerdo de convivencia, la definición de un modelo de
relación Estado-sociedad civil, la base de un compromiso que no se limite a los
temas económicos sino que abarque un concepto global de desarrollo, de
afirmación institucional y de los derechos, de atención a los desafíos de la
educación, del crecimiento poblacional, de la construcción de la paz y el
bienestar colectivo, del efecto de los avances tecnológicos en todos los
órdenes.
Llegará el momento de definir los
actores del diálogo nacional, pero no debería retardarse más la identificación
del para qué y el cómo, de los objetivos del diálogo y del método para hacerlo
eficaz. El primer paso deberá ser el reconocimiento de que no vamos por buen
camino, de que algo no está funcionando bien, no solo en el gobierno sino en la
sociedad, en las instituciones, y no desde ahora o en estos últimos 14 años
sino desde el momento en el que el país comenzó a desviarse hacia un esquema
estatista, proteccionista, dependiente de la renta petrolera. Paralelamente, se
impone una revisión de nuestras fortalezas y debilidades y de sus consecuencias
a partir de una visión más amplia de la inserción en la globalización, con todo
lo que representa de amenazas y oportunidades por la intensidad de los cambios
y sus consecuencias en lo económico, lo político, lo cultural. Nunca fue
realista diseñar los escenarios propios con olvido de la realidad global. Ahora
menos todavía.
La convocatoria al diálogo hecha por
el gobierno parece querer atender solo la coyuntura. No ha recibido unanimidad
en la aceptación. Experiencias recientes justifican esa desconfianza. Se
entiende así el llamado a “propósito de enmienda” que hace el padre Luis
Ugalde. Efectivamente, para pensar en un diálogo sincero y eficaz hacen falta
señales de voluntad de rectificación, de aceptación del otro, de disposición a
analizar las contradicciones, a asumir compromisos, a compartir un lenguaje que
sirva para entenderse y no para ofenderse, a renunciar a la idea de control e
imposición. Para atender el largo plazo hace falta otro diálogo, que exprese a
la sociedad en su pluralidad y en sus diferencias, que privilegie el compromiso
sobre el consenso, la visión de país sobre el proyecto político, que contribuya
a repensar el país y sus instituciones.
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