Por Olga Ramos,
18/03/2014
Leo algunos mensajes en twitter y facebook que advierten el peligro, o
plantean el temor, de que la gente deje las calles y el país vuelva a la “normalidad“.
También leo mensajes de algunos oficialistas que celebran, con la llamada “toma
militar de Altamira“, el regreso a ella.
Quienes tienen ese temor, o esa
satisfacción, dependiendo del caso, creo que no entienden que ésta, la dinámica
de protestas y represión que vivimos, es la nueva “normalidad” que tenemos
y tendremos, es la única “normalidad” posible en la Venezuela
“revolucionaria”, la única “normalidad” viable para garantizar la supervivencia
de quién excluye y desconoce al que piensa diferente y sólo sobrevive cuando
logra asfixiar, hasta desaparecer, toda disidencia.
Si cesaran las protestas o cediéramos
la calle, lo que vendría no sería jamás una vuelta a una “normalidad”
precedente. Ni a la pasada reciente que esperan algunos oficialistas, ni a la
pasada remota que añoran y desean algunos opositores.
Lo que vendría sería una evolución de
la “normalidad”
que vivimos, que obviamente, representaría una involución mayor en nuestra vida
republicana.
En esa “normalidad” seguiría
profundizándose la crisis económica, las empresas seguirían quebrando, los
anaqueles estarían más vacíos, las colas se harían más incómodas y recurrentes
y la gente se pelearía por agarrar el pollo que le corresponde esa semana, de
acuerdo a lo que dice su tarjeta de racionamiento.
Nuestros jóvenes seguirían emigrando,
pero lo harían por tierra, ya que sería más difícil conseguir pasaje en los
pocos vuelos que entren y salgan de Venezuela. Mientras tanto, los “enchufaos”
de turno pasearían por el mundo con dólares preferenciales o haciendo derroche
de recursos mal habidos.
La delincuencia seguiría desatada, pero
sentiría el reimpulso de la impunidad renovada, que le daría haber sido
protagonista y artífice del éxito oficialista, a puños y tiros, en algunas de
las batallas de esta guerra que el gobierno tiene con el pueblo. La Guardia Nacional y la Policía
Nacional seguirían
en las calles, en las salidas de los metros, en las paradas de buses, en las
puertas de las universidades y en las esquinas, “sembrando paz“,
requisando a todo el que circula y susurrando temor a sus oídos para que no se
le ocurra pensar diferente.
Las cárceles seguirían en franco deterioro y los presos, políticos y no
políticos, hacinados y con sus derechos humanos violados, frente al descarado y
creciente privilegio que seguirían teniendo los pranes y sus mafias.
Las escuelas seguirían, algunas en terribles condiciones y otras
remachadas y retocadas, pero en todas los docentes se verían obligados a
aprender y replicar la religión-política, que coloca a Hugo Chavez a la derecha
de Dios Padre, o en su lugar, según sea la tendencia.
Los hospitales seguirían sin insumos y las colas de enfermos esperando
tratamiento u operaciones, crecería en medida inversamente proporcional a sus
esperanzas.
En su esfuerzo por apagar toda opinión
libre y disonante, veríamos más intentos de borrar la presencia de las voces
disidentes en la Asamblea, allanando la inmunidad parlamentaria de nuestros
diputados e imputándoles cargos de traición a la patria por defender nuestros
derechos; también seríamos testigos todos los días, de esfuerzos para anular la
acción de las personas y organizaciones encargadas de defender los derechos
humanos; seguiría la confiscación del poder de las instancias de gobierno de
los Estados y Municipios donde no ganó el oficialismo, a través de la reducción
de sus presupuestos y de la instrumentación de mecanismos inconstitucionales de
“gobierno”
paralelo; y continuaría la expansión del monopolio gubernamental de los medios
de comunicación, aumentarían las horas de amenazas e insultos en cadena nacional
y se incrementaría la mordaza que se impone a periodistas y medios que se
atreven a contar al país o al mundo, algo de lo que aquí realmente sucede.
Los empleados públicos seguirían siendo
obligados a bajar la cabeza, a vestirse de rojo y a profesar lealtad a la “revolución”
apoyando sus actos públicos y privados; terminaríamos de entregar la soberanía
y el petróleo a Cuba y tendríamos comisarios políticos y soplones, cubanos y
venezolanos, por todos lados. Crecería el número de “beneficiados” por las
misiones, pero, por falta de recursos, su instrumentación apelaría a un método
de asignación intermitente que dejaría a todos con la esperanza de que su
cheque o su beneficio, saliera efectivamente en la tanda siguiente.
En esa evolución de la “normalidad”
revolucionaria, se seguiría tejiendo, con la práctica, una instrumentación de
la Constitución a la medida, que terminaría violando toda letra que resultara
incómoda a la “revolución“; la renovación de los poderes
públicos se haría con la señal de costumbre, dejando en los cargos de confianza
a los que corresponda, según lo largo del enroque, o a nuevos militantes, tan
leales a la “revolución” o más, que sus ocupantes
precedentes.
En ella, el odio y la división se profundizarían y el enfrentamiento
sería convenientemente callado, por el terror de las armas.
Aparentemente, nada cambiaría, pero todo sería progresivamente
diferente.
Así que con la normalidad que tenemos o
con la que le seguiría, en la lógica “revolucionaria“, sería
imposible volver a algo que se le pareciera a la “normalidad” que unos
desean o la que otros recordamos, con o sin nostalgia, porque el pasado, es
pasado y ya no vuelve y porque la única “normalidad” posible con
esta “revolución”
es una que esté alineada a sus ideas y alineada con la sumisión.
Sin embargo, si asumimos al presente y
al pasado como oportunidades de aprendizaje, hay una “normalidad” diferente,
que sería posible y que, entre todos, podemos construir y hacer viable.
Una “normalidad” en la que
Venezuela sean en efecto una República, con ciudadanos responsables y
gobernantes, eficaces, eficientes, probos y éticos; con una institucionalidad,
en teoría y práctica democrática; un país productor, próspero y creativo, con
un Estado que garantice los derechos de todos, sin distingo, que trabaje a
fondo por eliminar las desigualdades y la división social y que se encargue de
promover una elevada calidad de vida para todos.
Construir esa “normalidad” requiere tiempo,
dedicación y esfuerzo, entrega y sacrificios; requiere mantener nuestra voz de
protesta, y simultáneamente, reconocer, respetar y aceptar al otro, para
iniciar un cambio profundo juntos; requiere, en la intimidad, revisarnos en
detalle y dejar los viejos hábitos que constituyen la “viveza
del venezolano“; requiere salir a la calle día tras día
a ser y construir un país diferente.
Que tengamos una u otra “normalidad“,
de nosotros depende.
¡Nos vemos en la calle!
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