Pablo Perazzo 01 de septiembre de 2019
@PerazzoPablo
Nuestra vida tiene ocasiones de alegría y tristeza,
luz y sombra, sufrimiento y júbilo, desánimo y entusiasmo. Y en esos momentos
de sufrimiento nos cuestionamos muchas cosas, entre ellas la felicidad. Sin
embargo, de las situaciones más duras podemos salir fortalecidos si las sabemos
aprovechar. Así lo expone Pablo Perazzo (filósofo, educador y autor del
libro «Yo también quiero ser feliz») en las siguientes
líneas.
1. ¿Por qué permite Dios que suframos?
No siempre vivimos en alegría y júbilo. Más bien, son
muchos los momentos que atravesamos valles oscuros, y pareciera que las
tinieblas se adueñaran de nuestra vida, como esos «valles de lágrimas» que
solemos rezar en la oración de «la Salve».
Son esos momentos en que nos sentimos perdidos y
creemos que Dios nos abandonó. Lo cuestionamos, a veces incluso
renegamos o llegamos al punto de alejarnos de Él. No obstante, Dios sigue
con nosotros. Esos son los momentos en que más debemos buscarlo y confiar en
Él. En vez de cuestionar y reclamar, deberíamos preguntarle ¿qué quieres de mí?
Son ocasiones que Dios quiere que lo amemos más, y crezcamos en nuestra fe y
esperanza.
2. ¿Cómo sufrir y ser feliz?
Quiero compartirles una clave de oro, fruto de mi
propia experiencia de vida y del testimonio que percibo en muchísimas personas.
Ya sea en charlas que doy o hablando sobre el «Kerygma» de la
Pasión, muerte y Resurrección de Cristo. Últimamente, conversando con personas
que participan de talleres de ayuda para superar el duelo (te recomiendo la
conferencia «El Duelo») que es ese dolor, fruto del
fallecimiento de algún ser querido, e incluso personas que pasan por
experiencias dolorosas, como son la separación o divorcio de la persona amada.
Descubrí que el amor es la fuerza más poderosa
que existe, supera ampliamente nuestras experiencias de sufrimiento. Vivir
y transmitir el amor es fomentar poco a poco una manera de vivir que trasciende
nuestra condición de dolientes. Se trata de sentir el amor que recibimos de
Dios y nuestros familiares o amigos más íntimos, así como compartir ese amor
que llevamos en el corazón con las demás personas.
Es el camino para no quedarnos dando vueltas,
encerrados en nosotros mismos, como «un perro que da vueltas queriendo morderse
la cola». De a poquitos nos vamos hundiendo y perdemos el horizonte que estamos
llamados a vivir, porque solamente tenemos presente el dolor.
3. ¿Cómo es posible que ese amor nos ayude a ser
felices en medio del sufrimiento?
En primer lugar tenemos que aceptar la cruz,
el sufrimiento. Aceptarlo y vivir cargando esa cruz que por supuesto
nos duele y nos cuesta. Pero solamente cuando aceptamos que estamos afligidos y
lloramos por nuestra condición, es que Dios puede entrar en nuestros corazones.
Pensemos por ejemplo en la tercera Bienaventuranza:
«Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados» (Mateo 5, 3 –
12). El dolor es parte de la vida, nadie puede escapar a él.
No somos felices porque lloramos, sino porque el Señor
puede consolarnos. Cuando realmente nos acercamos a Dios tristes y agobiados
(Mateo 11, 28 – 30), experimentamos su mansedumbre y humildad de corazón. Un
corazón misericordioso que conoce, mejor que nadie, nuestro dolor.
4. Compartir con los demás el amor
Como personas, estamos hechos por Dios para
amar. El sentido de nuestra vida es, fundamentalmente, amar. Si no
amamos, perdemos paulatinamente el propósito de nuestras vidas y por
consiguiente las ganas de vivir. Nada nos apela, todo se ve gris y no queremos
hacer nada. El amor es como un impulso, una fuerza que nos alienta y nos da las
fuerzas para vivir. Además, el hecho de amar en sí mismo, ya es una experiencia
que sana el dolor que llevamos en el corazón.
Fundamentalmente, amar a los demás es un camino que
nos hace dejar de mirar nuestros problemas. Los ponemos en su debido lugar, y
nos damos cuenta de que la vida es muchísimo más que la cruz que debemos
cargar. Es más, en la medida que salimos al encuentro de los demás, percibimos
que lo que nos va enseñando el viñador – Dios Padre – son dones y bendiciones
para poder ayudar más y mejor a los demás.
Así que… ¡ánimo! No perdamos nunca la esperanza cuando
estemos en valles oscuros, sumidos en el sufrimiento. El Señor nunca nos
abandona, quiere que crezcamos y maduremos para ayudar a otras personas que
también pasan por momentos de sufrimiento.
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