Francisco Fernández-Carvajal 03 de septiembre
de 2019
@hablarcondios
— Ayudar a todos, tratar a cada uno como Cristo lo
hubiera hecho en nuestro lugar.
— Pacientes y constantes en el apostolado.
— Difundir por todas partes la doctrina de Cristo.
I. Nos relata el
Evangelio de la Misa1 que
puesto ya el sol comenzaron a traer a Cristo numerosos enfermos para que los
curase. Es muy posible que aquel día fuera sábado, pues al caer el sol ya no
obligaba el descanso sabático, tan escrupulosamente observado por los fariseos.
Los enfermos eran muy numerosos. San Marcos2 señala
que toda la ciudad se había juntado delante de la puerta. San Lucas
nos ha dejado el detalle singular de que los curó imponiendo las manos sobre
cada uno -singulis manus imponens Se fija atentamente en los
enfermos y a cada uno le dedica su atención plena, porque toda persona es única
para Él. Todo hombre es bien recibido siempre por Jesús, y es tratado por Él
con la dignidad incomparable que merece siempre la persona humana.
Comentando este pasaje del Evangelio, señala San
Ambrosio que «desde el comienzo de la Iglesia ya buscaba Jesús a las turbas. Y
¿por qué? -se pregunta Porque para curar no hay tiempo ni lugar determinados.
En todos los lugares y tiempos se ha de aplicar la medicina»3.
Nos muestra el Evangelio la infatigable actividad de Cristo; nos enseña el
camino que debemos seguir nosotros con quienes están alejados de la fe, con
tantas y tantas almas que no se han acercado aún a Cristo para recibir de Él la
curación. «Ningún hijo de la Iglesia Santa puede vivir tranquilo, sin
experimentar inquietud ante las masas despersonalizadas: rebaño, manada, piara,
escribí en alguna ocasión. ¡Cuántas pasiones nobles hay, en su aparente
indiferencia! ¡Cuántas posibilidades!
»Es necesario servir a todos, imponer las manos a cada
uno –“singulis manus imponens”, como hacía Jesús–, para tornarlos a la vida,
para iluminar sus inteligencias y robustecer sus voluntades, ¡para que sean
útiles!»4.
Servir a todos, tratarlos como Cristo lo hubiera hecho
en nuestro lugar, con el mismo aprecio, con el mismo respeto, a cada uno
individualmente, teniendo en cuenta sus circunstancias peculiares, su modo de
ser, el estado en que se encuentra, sin aplicar a todos la misma receta. Son
gentes que vienen a nuestro encuentro por motivos profesionales, de vecindad,
de viaje, de afanes o aficiones comunes... Y otros que nosotros vamos a buscar
a donde se encuentran para llevarlos hasta el Señor, «como el médico busca al
enfermo. Con una sola alma que se salve por la mediación de otro, puede
obtenerse el perdón de muchos pecados»5.
Aprendamos en este rato de oración a tener el mismo
interés de aquellos que se agolpaban junto a la puerta llevándole los enfermos
para que los curase. Veamos junto a Él si los tratamos con la misma atención –singulis
manus imponens– con la que Jesús los atendía.
II. Para llegar
hasta Cristo hay un camino –a veces largo– que es preciso recorrer con
paciencia y constancia. Él espera a nuestros amigos, a los compañeros de
estudio o de profesión, a los hijos, a los hermanos... A todos los ayudaremos
como Jesús hacía: uno a uno, teniendo en cuenta sus circunstancias peculiares,
su edad..., sus enfermedades... Hemos de saber valorar a cada uno en el precio
infinito de la Sangre redentora con la que el Señor los rescató. Al
acompañarlos hasta Jesús encontraremos resistencias, quizá durante mucho tiempo;
son consecuencia de la dificultad de los hombres para secundar el querer de
Dios, por las secuelas que el pecado original dejó en el alma, que se agravaron
después por los pecados personales. Otras veces esa pasividad es consecuencia
de la ignorancia que padecen o del error. Esto nos llevará a rezar y a ofrecer
mortificaciones, horas de trabajo o de estudio por ellos, a intensificar la
amistad...; más cuanto mayor sea la oposición. La fe nos llevará a
comprenderlos y a disculparlos con corazón grande, pero conociendo bien que la
meta está en que conozcan y amen a Jesucristo, el mayor bien que podemos
hacerles, el más grande de todos los favores y beneficios.
En todo apostolado es necesaria una actitud
paciente, que nunca es abandono o desidia, sino parte de la virtud de la
fortaleza; la paciencia supone una perseverancia tenaz en conseguir los frutos
deseados. Muchas veces será necesario caminar poco a poco, «como por un plano
inclinado», sin desanimarnos jamás porque nos parezca que no avanzan o quizá que
retroceden. El Señor ya cuenta con esas situaciones y da las gracias oportunas.
Él ya impuso las manos sobre cada uno, desde el momento mismo en que decidimos
junto al Sagrario llevarlos hasta Él. Desde el comienzo de todo apostolado,
bendice los deseos de acercarle esas almas que por diversas circunstancias
están próximas a nuestro vivir diario.
Si las personas tardan en responder será preciso
recordar la paciencia que Dios ha tenido con nosotros, y considerar lo mucho
que nos ha perdonado, y las incontables veces que le hemos hecho esperar...
¡Qué esperas las de nuestro Dios! ¡Cuánto ha aguardado ante la puerta del alma!
Si el Señor nos hubiera abandonado cuando no respondimos, cuando no quisimos
oír su llamada, ¡qué lejos nos encontraríamos ahora de Él! Nuestro empeño nunca
será estéril, porque en el apostolado nos mueve el amor al Señor. Algunos
llegarán hasta Él después de unos días de trato, otros después de no pocos
años. Unos, en la primera conversación; otros, tras una larga dilación. Unos
podrán correr desde el principio, otros apenas tendrán fuerzas para dar un
corto paso. A cada uno hemos de tratarlo en su peculiar situación humana y
sobrenatural, sin cansarnos, sin abandonos. El médico no utiliza la misma
receta para todos, ni el sastre la misma talla, ni el mismo modelo. Vosotros,
hermanos -aconseja el Apóstol Santiago-, tened paciencia,
hasta la venida del Señor. Mirad cómo el labrador, con la esperanza de recoger
el precioso fruto de la tierra, aguanta con paciencia, hasta que recibe las
lluvias temprana y tardía. Esperad, pues, también vosotros con paciencia y
esforzad vuestros corazones6.
Con prudencia sobrenatural, y sin falsas prudencias
humanas, insistiremos a los amigos, parientes y colegas. Todo unido a una gran
caridad y comprensión, pues solamente buscamos su bien. Si los enemigos de Dios
insisten tanto para alejarlos de Él, ¿cómo no vamos a empeñarnos nosotros, que
buscamos su bien? ¡Tú sabes, Señor, que solo buscamos lo mejor para ellos! Lo
mejor eres Tú mismo, que te das a quien quiere acogerte.
III.
Aquella tarde, fueron muchos los que recibieron la curación y una palabra de
aliento, un gesto de comprensión por parte del Maestro: al ponerse el
sol, todos los que tenían enfermos con diversas dolencias, los traían a Él. Y
Él, poniendo las manos sobre cada uno, los curaba. ¡Qué alegría para los
enfermos... y para quienes los habían acercado hasta Jesús! El apostolado,
lleno de sacrificio, es a la vez un quehacer inmensamente alegre. ¡Qué gran
tarea llevar a nuestros amigos hasta Jesús para que Él les imponga las manos y
los sane!
A la mañana siguiente, Jesús se había retirado a orar
a un lugar solitario, como solía hacer; salieron en su busca, y lo
detenían para que no se apartara de ellos. Pero Él les dijo: Es necesario que
yo anuncie también a otras ciudades el Evangelio del Reino de Dios, porque para
esto he sido enviado. E iba predicando por las sinagogas de Judea.
Hoy también son muchos los que no conocen a Cristo. Y
el Señor pone en nuestro corazón la urgencia de combatir tanta ignorancia,
difundiendo por todas partes la buena doctrina, con iniciativas y maneras bien
diversas. «Tal misión —nos recuerda el Papa Juan Pablo II- no es exclusiva de
los ministros sagrados o del mundo religioso, sino que debe abarcar los ámbitos
de los seglares, de la familia, de la escuela. Todo cristiano ha de participar
en la tarea de formación cristiana. Ha de sentir la urgencia de
evangelizar, que no es para mí motivo de gloria, sino que se me impone (1
Cor 9, 16)»7.
Solo si miramos a Cristo, si le amamos, venceremos la pereza y la comodidad,
saldremos de la torre de marfil que cada uno tiende a
construirse a su alrededor, haremos que muchos ciegos vean a Cristo, que muchos
sordos le oigan, que muchos paralíticos caminen a su lado, pues el Señor cuenta
con nuestra colaboración.
Miremos a Cristo en nuestra oración y contemplemos
también a quienes nos rodean. ¿Qué hemos hecho hasta ahora para acercarles
hasta el Señor? Veamos la propia familia, el trabajo o el estudio, los vecinos,
las personas que más o menos circunstancialmente encontramos en aquella afición
que practicamos, en los viajes... ¿No habremos desaprovechado muchas ocasiones?
¿No nos habremos cansado? ¿No nos podrán decir un día que no les hablamos de
Cristo, lo que realmente necesitaban?
Nos ayudará a hacer un apostolado incesante la
consideración de que el bien o el mal que se realiza tiene siempre un efecto
multiplicador. Quienes aquella tarde sintieron que Cristo se paraba a su lado y
les imponía sus manos divinas experimentaron que su vida ya no podía ser como
antes. Se convirtieron en nuevos apóstoles, que irían difundiendo por todas
partes que existía el Camino, la Verdad y la Vida, y que ellos lo
habían conocido. Lo fueron pregonando en la familia, en su pueblo..., en todas
partes por donde iban. Eso debemos hacer nosotros.
1 Lc 4,
38-44. –
2 Cfr.
Mc 1, 33. –
3 San
Ambrosio, Tratado sobre la virginidad, 8, 10. –
4 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 901. –
5 San
Juan Crisóstomo, en Catena Aurea, vol. 5, p. 238. –
6 Sant 5,
7-8. –
7 Juan
Pablo II, Discurso en Granada, 15-XI-1982; cfr. Exhor.
Apost. Christifideles laici, 30-XII-1988, n. 33.
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