Francisco Fernández-Carvajal 31 de agosto de
2019
@hablarcondios
— Luchar contra el deseo desordenado de alabanza y de
honores.
— Medios para vivir la humildad.
— Los bienes de la humildad.
I. Las lecturas de
la Misa de hoy nos hablan de una virtud que constituye el fundamento de todas
las demás, la humildad; es tan necesaria que Jesús aprovecha cualquier
circunstancia para ponerlo de relieve. En esta ocasión, el Señor es invitado a
un banquete en casa de uno de los principales fariseos. Jesús se da cuenta de
que los comensales iban eligiendo los primeros puestos, los de mayor honor.
Quizá cuando ya están sentados y se puede conversar, el Señor expone una
parábola1 que termina con estas palabras: cuando seas
invitado, ve a sentarte en el último lugar, para que cuando llegue el que te
invitó te diga: amigo, sube más arriba. Entonces quedarás muy honrado ante
todos los comensales. Porque todo el que se ensalza será humillado; y el que se
humilla será ensalzado.
Nos recuerda esta parábola la necesidad de estar en
nuestro sitio, de evitar que la ambición nos ciegue y nos lleve a convertir la
vida en una loca carrera por puestos cada vez más altos, para los que no
serviríamos en muchos casos, y que quizá, más tarde, habrían de humillarnos. La
ambición, una de las formas de soberbia, es frecuente causa de malestar íntimo
en quien la padece. «¿Por qué ambicionas los primeros puestos?, ¿para estar por
encima de los demás?», nos pregunta San Juan Crisóstomo2,
porque en todo hombre existe el deseo –que puede ser bueno y legítimo– de
honores y de gloria. La ambición aparece en el momento en el que se
hace desordenado este deseo de honor, de autoridad, de una condición
superior o que se considera como tal...
La verdadera humildad no se opone al legítimo deseo de
progreso personal en la vida social, de gozar del necesario prestigio
profesional, de recibir el honor y la honra que a cada persona le son debidos.
Todo esto es compatible con una honda humildad; pero quien es humilde no gusta
de exhibirse. En el puesto que ocupa sabe que no está para lucir y ser
considerado, sino para cumplir una misión cara a Dios y en servicio de los
demás.
Nada tiene que ver esta virtud con la timidez, la
pusilanimidad o la mediocridad. La humildad nos lleva a tener plena conciencia
de los talentos que el Señor nos ha dado para hacerlos rendir con corazón
recto; nos impide el desorden de jactarnos de ellos y de presumir de nosotros
mismos; nos lleva a la sabia moderación y a dirigir hacia Dios los deseos de
gloria que se esconden en todo corazón humano: Non nobis, Domine, non
nobis. Sed nomini tuo da gloriam3:
No para nosotros, sino para Ti, Señor, sea toda la gloria. La humildad hace que
tengamos vivo en el alma que los talentos y virtudes, tanto naturales como en
el orden de la gracia, pertenecen a Dios, porque de su plenitud hemos
recibido todos4.
Todo lo bueno es de Dios; de nosotros es propio la deficiencia y el pecado. Por
eso, «la viva consideración de las gracias recibidas nos hace humildes, porque
el conocimiento engendra el reconocimiento»5.
Penetrar con la ayuda de la gracia en lo que somos y en la grandeza de la
bondad divina nos lleva a colocarnos en nuestro sitio; en primer lugar ante
nosotros mismos: «¿acaso los mulos dejan de ser torpes y hediondas bestias
porque estén cargados de olores y muebles preciosos del príncipe?»6.
Esta es la verdadera realidad de nuestra vida: ut iumentum factus sum
apud te, Domine7,
dice la Sagrada Escritura: somos como el borrico, como un jumento, que su amo,
cuando Él quiere, lo carga de tesoros de muchísimo valor.
II. Para crecer en
la virtud de la humildad es necesario que, junto al reconocimiento de nuestra
nada, sepamos mirar y admirar los dones que el Señor nos regala, los talentos
de los que espera el fruto. «A pesar de nuestras propias miserias personales
somos portadores de esencias divinas de un valor inestimable: somos
instrumentos de Dios. Y como queremos ser buenos instrumentos, cuanto más
pequeños y miserables nos sintamos, con verdadera humildad, todo lo que nos
falte lo pondrá Nuestro Señor»8.
Iremos por el mundo con esa altísima dignidad de ser «instrumentos de Dios»
para que Él actúe en el mundo. Humildad es reconocer nuestra poca cosa, nuestra
nada, y a la vez sabernos «portadores de esencias divinas de
un valor inestimable». Esta visión, la más real de todas, nos lleva al
agradecimiento continuo, a las mayores audacias espirituales porque nos
apoyamos en el Señor, a mirar a los demás con todo respeto y a no mendigar
pobres alabanzas y admiraciones humanas que tan poco valen y tan poco duran. La
humildad nos aleja del complejo de inferioridad –que con frecuencia está
producido por la soberbia herida–, nos hace alegres y serviciales con los demás
y ambiciosos de amor de Dios: «Todo lo que nos falte lo pondrá Nuestro Señor».
Para aprender a caminar en este sendero de la humildad
hemos de saber aceptar las humillaciones externas que seguramente encontraremos
en el transcurso de nuestras jornadas, pidiendo al Señor que nos unan a Él y
que nos enseñe a considerarlas como un don divino para reparar, purificarse y
llenarse de más amor al Señor, sin que nos dejen abatidos, acudiendo al
Sagrario si alguna vez nos duelen un poco más.
Medio seguro para crecer en esta virtud es la
sinceridad plena con nosotros mismos, llegando a esa intimidad que solo es
posible en el examen de conciencia hecho en presencia de Dios; sinceridad con
el Señor, que nos llevará a pedir perdón muchas veces, porque son muchas
nuestras flaquezas; sinceridad con quien lleva nuestra dirección espiritual.
Aprender a rectificar es también camino seguro de humildad. «Solo los
tontos son testarudos: los muy tontos, muy testarudos»9;
porque los asuntos de aquí abajo no tienen una única solución; «también los
otros pueden tener razón: ven la misma cuestión que tú, pero desde distinto
punto de vista, con otra luz, con otra sombra, con otro contorno»10,
y esta confrontación de pareceres es siempre enriquecedora. El soberbio que
nunca «da su brazo a torcer», que se cree siempre poseedor de la verdad en
cosas de por sí opinables, nunca participará de un diálogo abierto y
enriquecedor. Además, rectificar cuando nos hemos equivocado
no es solo cuestión de humildad, sino de elemental honradez.
Cada día encontramos muchas ocasiones para ejercitar
esta virtud: siendo dóciles en la dirección espiritual; acogiendo las
indicaciones y correcciones que nos hacen; luchando contra la vanidad, siempre
despierta; reprimiendo la tendencia a decir siempre la última palabra;
procurando no ser el centro de atención de lo que nos rodea; aceptando errores
y equivocaciones en asuntos en los que quizá nos parecía estar completamente
seguros; esforzándonos en ver siempre a nuestro prójimo con una visión
optimista y positiva; no considerándonos imprescindibles...
III.
Existe una falsa humildad que nos mueve a decir «que no somos nada, que somos
la miseria misma y la basura del mundo; pero sentiríamos mucho que nos tomasen
la palabra y que la divulgasen. Y al contrario, fingimos escondernos y huir
para que nos busquen y pregunten por nosotros; damos a entender que preferimos
ser los postreros y situarnos a los pies de la mesa, para que nos den la
cabecera. La verdadera humildad procura no dar aparentes muestras de serlo, ni
gasta muchas palabras en proclamarlo»11.
Y aconseja el mismo San Francisco de Sales: «no abajemos nunca los ojos, sino
humillemos nuestros corazones; no demos a entender que queremos ser los
postreros, si deseamos ser los primeros»12.
La verdadera humildad está llena de sencillez, y sale de lo más profundo del
corazón, porque es ante todo una actitud ante Dios.
De la humildad se derivan incontables bienes. El
primero de ellos, el poder ser fieles al Señor, pues la soberbia es el mayor
obstáculo que se interpone entre Dios y nosotros. La humildad atrae sobre sí el
amor de Dios y el aprecio de los demás, mientras la soberbia lo rechaza, Por eso
nos aconseja la Primera lectura de la Misa13: en
tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre generoso. Y
se nos recomienda, en el mismo lugar: hazte pequeño en las grandezas
humanas, y alcanzarás el favor de Dios, porque es grande la misericordia de
Dios, y revela sus secretos a los humildes. El hombre humilde penetra con
más facilidad en la voluntad divina y conoce lo que Dios le va pidiendo en cada
circunstancia. Por esto, el humilde se encuentra centrado, sabe estar en su
lugar y es siempre una ayuda; incluso conoce mejor los asuntos humanos por su
natural sencillez. El soberbio, por el contrario, cierra las puertas a lo que
Dios le pide, en lo que encontraría su felicidad, pues solo ve su propio deseo,
sus gustos, sus ambiciones, la realización de sus caprichos; aun en lo humano se
equivoca muchas veces, pues lo ve todo con la deformación de su mirada enferma.
La humildad da consistencia a todas las virtudes. De
modo especial, el humilde respeta a los demás, sus opiniones y sus cosas; posee
una particular fortaleza, pues se apoya constantemente en la bondad y en la
omnipotencia de Dios: cuando me siento débil, entonces soy fuerte14,
proclamaba San Pablo. Nuestra Madre Santa María, en la que hizo el Señor cosas
grandes porque vio su humildad, nos enseñará a ocupar el puesto que nos
corresponde ante Dios y ante los demás. Ella nos ayudará a progresar en esta
virtud y a amarla como un don precioso.
1 Lc 14,
1; 7-II. —
2 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo,
65, 4. —
3 Sal 113,
1. —
4 Jn 1,
16. —
5 San
Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, III, 4.
—
6 Ibídem.
—
7 Sal 72,
23. —
8 San
Josemaría Escrivá, Carta 24-III-1931. —
9 ídem, Surco,
n. 274. —
10 Ibídem,
n. 275. —
11 San
Francisco de Sales, o. c., p. 159. —
12 Ibídem.
—
13 Eclo 3,
19-21; 30-31. —
14 2
Cor 12, 10.
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