San Josemaría 31 de agosto de 2019
El
más grande loco que ha habido y habrá es El. ¿Cabe mayor locura que entregarse
como El se entrega, y a quienes se entrega? Porque locura hubiera sido quedarse
hecho un Niño indefenso; pero, entonces, aun muchos malvados se enternecerían,
sin atreverse a maltratarle. Le pareció poco: quiso anonadarse más y darse más.
Y se hizo comida, se hizo Pan. ¡Divino Loco! ¿Cómo te tratan los hombres?...
¿Yo mismo? (Forja, 824)
Considerad
la experiencia, tan humana, de la despedida de dos personas que se quieren.
Desearían estar siempre juntas, pero el deber ‑el que
sea‑
les obliga a alejarse. Su afán sería continuar sin separarse, y no pueden. El
amor del hombre, que por grande que sea es limitado, recurre a un símbolo: los
que se despiden se cambian un recuerdo, quizá una fotografía, con una
dedicatoria tan encendida, que sorprende que no arda la cartulina. No logran
hacer más porque el poder de las criaturas no llega tan lejos como su querer.
Lo
que nosotros no podemos, lo puede el Señor. Jesucristo, perfecto Dios y
perfecto Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda El mismo. Irá
al Padre, pero permanecerá con los hombres. No nos legará un simple regalo que
nos haga evocar su memoria, una imagen que tienda a desdibujarse con el tiempo,
como la fotografía que pronto aparece desvaída, amarillenta y sin sentido para
los que no fueron protagonistas de aquel amoroso momento. Bajo las especies del
pan y del vino está El, realmente presente: con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y
su Divinidad. (Es Cristo que pasa, 83)
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