María del Pilar Silveira 31 de agosto de 2019
“Junto
a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de María, la Magdalena. Jesús,
al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre:
«Mujer, ahí tienes a tu hijo.»
Luego,
dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre.» Y desde aquella hora, el discípulo
la recibió en su casa” (Jn. 19, 25-27).
La
madre que le dio a luz, y que colaboró en su formación, conoce el auténtico
ejercicio de la libertad que humaniza,
pues ella lo ha practicado desde antes de su nacimiento en el fiat, “que
se cumpla en mí tu palabra…”(cfr. Lc. 1, 38.) El fruto de ese ejercicio de amor
y obediencia al Autor de la vida, produjo frutos en ella de paz, armonía,
aunque alrededor del mismo hubieron incomprensiones de personas muy íntimas
como la de su prometido José. Ella puso toda su confianza en Dios y le dejó
actuar en un sí que tomó toda su existencia, haciéndose carne en su carne. Su
sí tuvo un rostro, el de Jesús, el Salvador…la buena Noticia prometida y
cumplida…
Y
al pie de la cruz, puede observar con
ojos de amor en su Hijo crucificado, a un hombre libre que “dio su vida
voluntariamente por amor sin que nadie se la quitara” (cfr. Jn. 10,18). Asume junto a su Hijo el ejercicio de su libertad sin resignarse a la
muerte, sino abierta al Dios de la Vida en quien tiene puesta toda su confianza
y del que espera la Buena Noticia del triunfo de la vida sobre la muerte.
Jesús,
al contemplar el rostro de amor de su madre, encuentra el impulso necesario
para seguir apostando por la vida que no culmina con su muerte sino que se
prolonga ahora en la comunidad formada por su madre y el discípulo. Percibe la
presencia del Espíritu en aquellos que están al pie de la cruz, acompañando su
dolor, en el momento de mayor soledad
existencial que es la muerte física, el pasaje de este mundo al Padre. Y
nuevamente ejercita su libertad, entregando de manera consiente su mayor
tesoro, el vínculo afectivo que lo mantiene unido a este mundo, a su madre, de
quien aprendió a amar y a discernir la presencia del Espíritu en su vida.
Escuchamos así en el relato del evangelista la palabra “mujer, ahí tienes a tu
hijo”, (Jn, 19, 26), le dice “mujer”, destacando la capacidad propia del ser
femenino, el dar vida, el engendrar en un espacio cálido y protegido, el
cuidar, alimentar con amor y ternura para que la vida crezca…Una palabra que
por su contenido es totalmente opuesta al escenario que está viviendo de
tortura, azotes, clavos, dolor, agonía, sufrimiento.
Al
poner en labios de Jesús la palabra mujer, el evangelista quiere mostrar lo que
Jesús tiene en su corazón, que es amor a la humanidad, pues en cada mujer con
capacidad de engendrar se observa la esperanza de un nuevo ser que puede ser
engendrado. Esa es la experiencia de los que vivieron y padecieron los horrores
de la Segunda guerra Mundial en los
campos de concentración al escuchar el primer llanto de un nacimiento luego de
la guerra, experiencia que les lleva a decir todavía creo en la humanidad, en la
posibilidad de que sea distinta pues comienza un nuevo ser a habitar este
mundo.
Y
Jesús sigue apostando por la humanidad al entregarle el discípulo a María como
si se tratara de en un nuevo nacimiento. Al pie de la cruz ella recibe una
nueva maternidad, ahora no solo es la de su hijo por la sangre, sino la los
hijos que por amor a Jesús son engendrados en el Amor del Padre. Hay esperanza,
pues la mujer María recibe al discípulo,
escuchando ahora la voz de su propio Hijo, ejerciendo su libertad como
en la encarnación, aceptando esta nueva maternidad y confirmando que el amor
crea fraternidad y triunfa sobre el odio que divide y destruye.
A
los ojos de los soldados, parece que triunfa la muerte, pues hay un hombre solo
en la cruz, y sus discípulos están dispersos. A los ojos de su Madre, se está
creando la familia de Jesús que ya no será por la sangre sino por la obediencia
y el amor a su Hijo de aquellos que la reciben en su casa. Su misión será ahora
ser madre de toda la humanidad, incluso de los que asesinaron a su Hijo, y esto
es posible por la presencia del Espíritu de Amor que pacientemente obra en su
corazón.
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