Francisco Fernández-Carvajal 01 de septiembre
de 2019
@hablarcondios
— Jesús misericordioso. Imitarle.
— Preocuparnos por la situación espiritual de quienes
nos rodean.
— Otras manifestaciones de la misericordia.
I. Volvió Jesús de
Nazaret, donde se había criado, y según su costumbre entró en la
sinagoga el sábado1.
Allí le entregaron el libro del Profeta Isaías para que leyera. Jesús abrió el
libro por un pasaje directamente mesiánico: El Espíritu Santo está
sobre mí, por lo cual me ha ungido para evangelizar a los pobres; me ha enviado
para anunciar la redención a los cautivos y devolver la vista a los ciegos,
para poner en libertad a los oprimidos, y para promulgar el año de gracia del
Señor.
Jesús, enrollando el libro, lo devolvió y se sentó.
Había una gran expectación entre sus vecinos, con los que había convivido
tantos años: Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en Él. Muy
probablemente estaría presente la Virgen. Entonces, el Señor les dijo con toda
claridad: Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír.
Isaías2 anunciaba
en este pasaje la llegada del Mesías que libraría a su pueblo de sus aflicciones.
Las palabras del Señor «son su primera declaración mesiánica, a la que siguen
los hechos y palabras conocidas a través del Evangelio. Mediante tales hechos y
palabras, Cristo hace presente al Padre entre los hombres. Es altamente
significativo –sigue comentando Juan Pablo II– que estos hombres sean en primer
lugar los pobres carentes de medios de subsistencia, los privados de libertad,
los ciegos que no ven la belleza de la creación, los que viven en aflicción de
corazón o sufren a causa de la injusticia social, y finalmente los pecadores.
Con relación a estos especialmente, Cristo se convierte sobre todo en signo
legible de Dios que es amor»3.
Más tarde, cuando los enviados del Bautista le
preguntan si Él es el Cristo o si han de esperar a otro, Jesús les responde que
comuniquen a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los cojos
andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, los
pobres son evangelizados...4.
El amor de Cristo se expresa particularmente en el
encuentro con el sufrimiento, en todo aquello en que se manifiesta la fragilidad
humana, tanto física como moral. De esta manera revela la actitud continua de
Dios Padre hacia nosotros, que es amor5 y rico
en misericordia6.
La misericordia será el núcleo fundamental de su
predicación y la razón principal de sus milagros. También la Iglesia «abraza
con su amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, en los
pobres y en los que sufren reconoce la imagen de su Fundador, pobre y paciente,
se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo»7.
¿Y qué otra cosa haremos nosotros si queremos imitar
al Maestro y ser buenos hijos de la Iglesia? Cada día se nos presentan
incontables ocasiones de poner en práctica la enseñanza de Jesús acerca de
nuestro comportamiento ante el dolor y la necesidad. Y esta actitud compasiva y
misericordiosa ha de ser en primer lugar con los que habitualmente tratamos,
con quienes Dios ha puesto a nuestro cuidado y con los más necesitados.
Pensemos hoy junto al Señor cómo es nuestro trato con estas personas y con todos.
¿Sé darme cuenta de su dolor –físico o moral–, de su cansancio o de la
necesidad que padecen? ¿Me presto con solicitud a darles la ayuda que precisan?
¿Procuro aliviarles de sus males o de la carga que llevan, sobre todo cuando
les resulta excesivamente pesada?
II. ...me ha
ungido para evangelizar a los pobres, me ha enviado para anunciar la redención
a los cautivos y devolver la vista a los ciegos, para poner en libertad a los
oprimidos... No hay pobreza mayor que la que provoca la falta de fe,
ni cautividad y opresión más grandes que las que el demonio ejerce en quien
peca, ni ceguera más completa que la del alma que ha quedado privada de la
gracia: «el pecado produce la más dura tiranía», afirma San Juan Crisóstomo8.
Si la mayor desgracia, el peor de los desastres, es
alejarse de Dios, nuestra mayor obra de misericordia será en muchas ocasiones
acercar a los sacramentos, fuentes de Vida, y especialmente a la Confesión, a
nuestros familiares y amigos. Si sufrimos con sus penas, enfermedades y
desgracias, ¿cómo no nos dolerá si vemos que no conocen a Jesucristo, que no le
tratan o que le han dejado? La verdadera compasión comienza por la situación
espiritual de su alma, que hemos de procurar remediar con la ayuda de la
gracia. ¡Qué gran obra de misericordia es el apostolado!
Toda miseria moral, cualquiera que sea, reclama
nuestra compasión. Así, entre estas obras que, por vía de ejemplo, ha señalado
desde antiguo la Iglesia, está «enseñar al que no sabe». Cuando el número de
analfabetos ha decrecido en tantos países, ha
aumentado en proporciones asombrosas la ignorancia religiosa, incluso
en naciones de antigua tradición cristiana. «Por imposición laicista o por
desorientación y negligencia lamentables, multitudes de jóvenes bautizados
están llegando a la adolescencia con total desconocimiento de las más
elementales nociones de la Fe y de la Moral y de los rudimentos mínimos de la
piedad. Ahora, enseñar al que no sabe significa, sobre todo, enseñar a los que
nada saben de religión, significa «evangelizarles», es decir, hablarles de Dios
y de la vida cristiana. La catequesis ha pasado a ser en la actualidad una obra
de misericordia de primera importancia»9.
¡Cuánto bien hace la madre que enseña el catecismo a
sus hijos, y quizá a los amigos de sus hijos! ¡Qué recompensa tan grande dará
el Señor a quienes prestan con generosidad su tiempo en una labor de
catequesis, y a quienes aconsejan el libro oportuno que ilustra la inteligencia
y mueve los afectos del corazón! Es abrirles el camino que lleva a Dios; no
tienen una necesidad mayor.
III.
Imitar a Jesús en su actitud misericordiosa hacia los más necesitados nos
llevará en muchas ocasiones a dar consuelo y compañía a quienes se encuentran
solos, a los enfermos, a quienes sufren una pobreza vergonzante o descarada.
Haremos nuestro su dolor, les ayudaremos a santificarlo, y procuraremos
remediar ese estado en el modo en que nos sea posible. Cuánto puede confortar a
estas personas un rato de compañía –buscado quizá con espíritu de sacrificio, a
la salida del trabajo, cuando lo que apetecía era descansar, etc.–, con una
conversación sencilla y amable, bien preparada, en la que el sentido
sobrenatural que procuramos dar a nuestras palabras y comentarios –de noticias
positivas, de iniciativas de apostolado– deja en el enfermo o en el anciano una
luz de fe y confianza en Dios; con delicadeza y oportunidad, nos atreveremos a
prestar algunos servicios, a arreglarle la cama, a leer un rato algún libro
piadoso ameno, incluso divertido10.
Cada día es más necesario pedir al Señor un corazón
misericordioso para todos, pues en la medida en que la sociedad se deshumaniza,
los corazones se vuelven duros e insensibles. La justicia es virtud
fundamental; pero la justicia sola no basta: se precisa además la caridad. Por
mucho que mejorase la legislación laboral y social, siempre será necesario el
calor del corazón humano, fraternal y amigo, que se acerca a esas situaciones a
las que la mera justicia no llega, pues la misericordia «no se limita a
socorrer al necesitado de bienes económicos; se dirige, antes que nada, a
respetar y comprender a cada individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad
de hombre y de hijo del Creador»11.
La misericordia nos lleva a perdonar con prontitud y
de corazón, aunque quien ofende no manifieste arrepentimiento por su falta o
rechace la reconciliación. El cristiano no guarda rencores en su alma; no se
siente enemigo de nadie. Nos esforzaremos en querer a quienes son desgraciados
por su propia culpa, incluso por su propia maldad. El Señor solo nos preguntará
si esa persona es desgraciada, si sufre, «pues eso basta para que sea digno de
su interés. Esfuérzate sin duda en protegerlo contra sus malas pasiones, pero
desde el momento en que sufre, sé misericordioso. Amarás a tu prójimo, no
cuando lo merezca, sino porque es tu prójimo»12.
El Señor nos pide una actitud compasiva que se
extienda a todas las manifestaciones de la vida. También en el juicio sobre el
prójimo, a quien hemos de mirar desde el ángulo en el que queda más favorecido.
«Aunque vierais algo malo –aconseja San Bernardo– no juzguéis al instante a
vuestro prójimo, sino más bien excusadle en vuestro interior. Excusad la
intención, si no podéis excusar la acción. Pensad que lo habrá hecho por
ignorancia, o por sorpresa, o por desgracia. Si la cosa es tan clara que no
podéis disimularla, aun entonces creedlo así, y decid para vuestros adentros:
la tentación habrá sido muy fuerte»13.
Frecuentemente hemos de recordar que, si somos
misericordiosos, obtendremos del Señor esa misericordia para nuestra vida que
tanto necesitamos, particularmente para esas flaquezas, errores y fragilidades,
que Él bien conoce. Esa confianza en la infinita compasión de Dios nos llevará
a permanecer siempre muy cerca de Él.
María, Reina y Madre de Misericordia, nos
dará un corazón capaz de compadecerse eficazmente de quienes sufren a nuestro
lado.
1 Evangelio
de la Misa. Lc 4, 16-30. —
2 Cfr. Is 61,
1-2 —
3 Juan
Pablo II, Enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, 3.
—
4 Lc 7,
22 ss. —
5 1
Jn 4, 16. —
6 Ef 2,
4. —
7 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 8. —
8 San
Juan Crisóstomo, Comentario al Salmo 126. —
9 J.
Orlandis, 8 Bienaventuranzas, pp. 104-105. —
10 Cfr. Santo
Cura de Ars, Sermón sobre la limosna, en F. Fernández-Carvajal, Antología
de textos, Palabra, 14ª ed., Madrid 2003, n. 355-1. —
11 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 72. —
12 G.
Chevrot, Las Bienaventuranzas, Rialp, 8ª ed., Madrid 1981,
p. 170. —
13 San
Bernardo, Sermón sobre el Cantar de los Cantares, 40.
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