Por Simón García
Ser maestro supone tener,
difundir e instruir sobre ideas mejores. Esta calidad de conocimientos, a veces
acompañada de sabiduría práctica, es lo que motiva a seguirlas. El profesor
Fernando Mires nos devuelve, con luminosa energía, el sentido original de la
palabra maestro porque reúne varias condiciones para serlo: contar con obra
hecha, tener el propósito de compartirla y encontrar personas deseosas de
hacerlo.
Celebro que Fernando Mires
se haya dedicado a reflexionar sobre la crisis de Venezuela y que ejerza
frecuentemente su “pedagogía política” para ayudarnos a discernir sobre la
acción con la que intentamos superarla. Su solidaridad crítica, sea como
censura a lo que estima inconveniente o como clara búsqueda de verdad, ha sido
muy útil.
En uno de sus recientes
textos sobre las luchas de los venezolanos para reconquistar la democracia, ¿Me
permiten un par de objeciones?, el profesor Mires se refiere a dos artículos,
uno de Trino Márquez, Entre el centro político y la firmeza, y otro mío,
Barbados con corazón, para indicar acuerdos y recomponer preguntas que
estimulan un cambio de enfoque. Trataré de responder sus astutas objeciones.
La suerte es la mano
invisible de la política. Aunque no sea exacto afirmarlo, se dice y repite que
a Juan Guaidó le tocó, por un lance sortario, estar en posición para trastocar,
con sorpresivas decisiones, la rutina que normalizaba a una oposición tranquila
y previsible. Lo cierto es que hoy Guaidó expresa la voluntad de la Asamblea
Nacional, ostenta la condición de Presidente (E ) de la República de Venezuela
y cuenta con un sólido respaldo interno e internacional. En esas circunstancias
es válido asumir un par de las interconectadas preguntas de Mires: ¿Cómo
impedir que ese capital político sea dilapidado?, ¿Qué política levantar frente
a una fracción que ha hecho de la agresión a Guaidó su programa y su doctrina?
La segunda pregunta conduce
a precisar, entre los dos lazos del torniquete extremista cual es el más dañino
y cual es el eslabón que, sacado, puede llevar a romper la cadena de la
dominación. El extremismo opositor que pulveriza a Guaidó porque no pide
invasión es la proyección de una película de guerra desde las butacas de un
cine. Quiere desbancar a Guaidó porque aspira ocupar ese lugar sin merecerlo.
El extremismo oficialista
quiere “matar” a la oposición así extermine a la población. Esta labor de
tierra arrasada la combina con fuertes operaciones represivas, cerco a la
libertad de expresión, acoso a las universidades y debilitamiento de las
organizaciones sociales. Asiduamente dejan caer frases que saben el tipo de
reacción que provocará automáticamente en ciertos opositores.
Pero el extremismo
oficialista tiene su caballo de Troya en una cultura que idolatra a Guaidó,
considera toda crítica una deslealtad y toda diferencia un ataque. Reduce la
amplitud del movimiento opositor a una contracción integrista y moralista del
“sólo nosotros somos puros”. Su fortalecimiento debilita a Guaidó porque
excluye a mucha gente. Esta capa, puertas adentro del respaldo a Guaidó, esta
erigiendo muros rodeados de alambre de púas, difícil de franquear.
Guaidó y los partidos de la
Asamblea Nacional tienen que hacerse inmunes a las presiones extremistas que
piden rodearse de un círculo de acero, igual que las que exigen freír en misiles
la cabeza de los oficialistas. Ambas prédicas dinamitan la estrategia
democrática y electoral. En aspectos como este, el liderazgo histórico de los
partidos no debe permitirse inhibiciones.
La política transicional de
la oposición democrática debe contener junto con las denuncias, movilizaciones
internas, amenazas y sanciones, unas concretas y atractivas ofertas para
aumentar en la coalición actualmente dominante la influencia de los sectores
que admiten, bajo determinadas garantías posteriores, la inevitabilidad de una
elección presidencial. Son sectores que anticipan evitar la destrucción del
país y que prolongar el poder de Maduro le cierra camino a la continuidad del
proyecto revolucionario en condiciones democráticas.
Esos sectores, hoy parte del
sustento de Maduro, aún minoritarios, están convencidas que les conviene
favorecer la transición y comenzar a aportar en la reconstrucción de Venezuela.
A vuelta del cambio tendrán un rol que jugar, en un gobierno de integración o
desde la oposición, en la reconstrucción de la democracia, el mercado, la
sociedad y el bienestar de los ciudadanos.
El sectarismo aísla. En vez
de la apropiación sectaria de Guaidó hay que demostrar que todo aliado vale, al
margen de su tamaño social y político. Para avanzar no se puede ceder a la
tentación de atrincherarse en una parcela. La misión actual de todas las
fuerzas de cambio es determinar, desde distintas posiciones y políticas
particulares, cómo dar respuestas a la primera pregunta de Mires. Existe un
interés común: contar con un liderazgo plural que amplíe las bases de apoyo
para un cambio político, pacífico y electoral. Existe también un político,
Guaidó, que puede convertirse en el líder de una nación durante esta etapa. No
hay otro dirigente en condiciones de actuar como el tejedor de una gran alianza
y el promotor de un nuevo entendimiento plural a mediano plazo.
Hay que levantar una acción
que restablezca los vínculos entre la política y la ética, muestre su
justificación social, ejerza capacidad integradora de un variado arco de
intereses y asome la potencia civilizatoria que contiene el cambio en términos
de desarrollo humano.
Nunca más que antes la
función pública debe ser desempeñada con una honestidad que ponga fín al
período histórico de mayor y más impune corrupción gubernamental. La finalidad
del cambio es devolverle la democracia a la sociedad, asegurar que las personas
puedan tener derecho a la felicidad y que el trabajo pueda generar bienestar
para la mayoría.
La solución del conflicto de
poder tiene una trascendencia social que no puede ser secundarizada ni
reducirse a un cambio de cancha de los autoritarismos. La transición tiene un
horizonte civilizatorio y una exigencia de futuro que no puede ser soslayado y
que no podrá satisfacerse si llegar al poder responde al afán exclusivo de
amarrar los caballos en Miraflores.
El manejo de la cosa
pública, por parte de Guaidó debe ser transparente. La relación con él no puede
instalar un esquema mesiánico. Debe darle cabida al debate y al análisis
crítico, atender el derecho a la diferencia y desautorizar condenas a priori a
las disidencias o exclusión de minorías porque se niegan a aplaudir sin conocer
lo que aplauden. Es un presidente, debe rendir cuenta al país de sus
actuaciones.
Los sectores opositores
minoritarios están en el deber de contribuir a crear zonas de acción común y
ajustar sus desacuerdos con la exigencia general de favorecer cambios. No
deberían extraviarse respecto al objetivo compartido ni dejar de sumarse a un
esfuerzo común para vencer las extraordinarias ventajas de las que aún dispone
un poder que no manda para resolver los problemas sino para perpetuarse a la
fuerza.
La necesidad de superar el
estadio prepolítico de los extremismos alienta la revalorización del centro
político, no como un lugar de espera o de respuesta a las posiciones de los
extremos, sino como construcción de espacios activos de entendimiento y de
organización de demandas de inclusión de más de la mitad de los venezolanos que
aún no siente la atracción de una alternativa en la oposición.
A ese amalgama de actitudes
de centro no que responderle con temores y prejuicios, sino crear condiciones
para que la conformación de una identificación con el centro sea una masa de
reserva de los partidos de cambio democrático y no un drene hacia la furia
extremista o la anomia antipolítica.
El pensamiento centro, al
menos entre sus muchas manifestaciones, la que pretende orientar Todos Unidos,
no tiene doble fondo ni oculta un plan para competir con los partidos: Es una
exigencia, desde la sociedad, de un nuevo modo de hacer política. El
centro es el lugar para manufacturar aproximaciones, consensos y compromisos.
El centro no es partidismo, es politización cívica, democrática y progresista.
01-09-19
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