Si retrocediéramos en el tiempo en busca de la fuente primigenia de la crisis institucional que se fue profundizando en todos los ámbitos de la nación durante el último cuarto de siglo, lo más seguro es que nos toparíamos con aquella afirmación de Chávez según la cual «aquí el único proyecto que tiene cabida es el bolivariano».
Frase que resume esa concepción del poder por la que se (des)orientó desde el primer día de gobierno hasta el momento en que exhaló su último suspiro y, si se quiere, hasta más allá por las malas artes de sus herederos. Lo decimos por los decretos firmados por vía digital, las reuniones fantasmas del gabinete ejecutivo y también porque dejó tan buenos émulos de sus extravíos que incluso, para infortunio general, en mucho lo han superado.
Ese proyecto, supuestamente «bolivariano», el único que podía desarrollarse y afianzarse a decir del caudillo, obviamente iba a encontrar resistencias de los actores sociales que no lo aceptaron pasivamente y que, por lo tanto, se tradujeron en trágicas turbulencias y descalabros sociales de distinto tipo. Pero esa es una vertiente distinta a la que hoy quisiéramos destacar.
Desde esa visión de Chávez, con viento de popa y vela inflada por los bien pagados soplos castristas, fue avanzando la imposición forzada de un modelaje según el cual el mandatado ejerce omnímodamente todo el poder, sin admitir escrutinios ni disensos, balances ni contrapesos y sin tener que responder por ello. O sea, sin ningún deber constitucional para con el resto de la sociedad.
Como hemos visto, este cuadro aquí abocetado y comprimido al día de hoy ha propiciado una concentración del poder en muy pocas manos (no más de cinco es lo que parece) que actúan como dueños absolutos e incuestionables de todas las instituciones. Han consolidado esa visión ya conocida en los sistemas totalitarios en la que el estado, el gobierno, el partido y la revolución, el nirvana que supuestamente han construido, son una y la misma cosa. Nirvana al fin, no admite escrutinio, pluralidad, rendición cuentas y, menos que menos, alternancia al frente del Estado. Y así, para colmo, hasta el trompetazo del Juicio Final.
Instaurada esa visión del ejercicio del poder que a veces parece rayar en el desquicio, el presidente es el dueño sin límites del Poder Ejecutivo; el presidente de la Asamblea Nacional es el amo del Poder Legislativo, incluso de las curules y los derechos de palabra. Del obsecuente TSJ se dispone por vía del comadrazgo combatiente, otros son los dueños del terror y ahora vemos cómo el Consejo Nacional Electoral, aunque no se mande solo, tiene también su propietario, aunque por delegación. Digamos que es un pequeño amito.
Así al menos actúa su presidente, Elvis Amoroso, según la sorpresiva denuncia del rector del CNE Juan Carlos Delpino. Sorpresiva no por lo que dijo, sino porque ya estamos acostumbrados al silencio cuasi sepulcral de los integrantes del máximo organismo electoral, hasta para hablar de lo más doméstico y rutinario de la organización de unos comicios nacionales o regionales. Parece que rigiera allí un pacto no sólo de silencio, sino también de invisibilidad.
Vinimos así los venezolanos a enterarnos de que el presidente del CNE, en plena campaña electoral para la presidencia de la República, no convoca, no llama a sesiones, que es decir desconoce por completo al resto de los rectores que lo acompañan en la directiva. No los deja votar ni porque su bando tiene mayoría. Ni para guardar las formas, ni para acicalar los desmanes.
Fue así como despachó la muy importante y deseada observación internacional de la Unión Europea mediante una cuartilla mal leída y peor argumentada ante las cámaras de televisión, que para variar también es de ellos.
El hoy dueño del CNE, como antes lo fue de la Contraloría General para inhabilitar candidatos en abierta violación de la Constitución, decide también quién puede y quién no puede ejercer el voto, como pasó con los venezolanos en el exterior y con las limitaciones a la inscripción al REP en el ámbito nacional. Por lo visto también ha decidido que el CNE no haya iniciado hasta la fecha la obligada campaña de promoción a la participación de los votantes. Otra ilegalidad. Tal vez presuma, no sin razón, que mientras mayor sea la afluencia de electores, más remota será la posibilidad de la cúpula a la que Amoroso responde permanezca empotrada en el poder.
Estamos obligados a imaginarnos y a desear un país donde las instituciones funcionen y respeten al ciudadano. En cualquier tiempo y lugar, en cualquier latitud democrática, el Poder Legislativo ya se hubiera abocado a conocer la situación interna del CNE, que para ello tiene una atribución contralora, más si lo que está ocurriendo es una flagrante violación de la Constitución nacional. Aquello probablemente hubiera desembocado en la destitución del infractor. Nada de eso pasará.
Pero más alarmante es que ni siquiera partes interesadas como los diversos aspirantes a la presidencia, fuera de la Plataforma Unitaria que respalda a Edmundo González, no hayan dicho una palabra sobre tamaña irregularidad. ¿Por qué? ¿No les incumbe o no los perjudica que, por ejemplo, no haya participación y observación internacional? ¿O es que son acaso ramificaciones periféricas y complacientes del «proyecto bolivariano»?.
El comportamiento fuera de ley del presidente del CNE nos ratifica, una vez más, cuán dura será la lucha que espera al pueblo venezolano para hacer valer su voluntad soberana de cambio y reinstitucionalización del país. El 28 de julio y después hasta el 10 de enero. Unidad, organización y voto.
https://talcualdigital.com/el-amito-del-cne-por-gregorio-salazar/
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