José Luis Farías 10 de diciembre de 2024
@fariasjoseluis
La
otra cara:
“No
temo morir, porque sé que el mundo recordará nuestros nombres. En algún lugar,
en algún momento, alguien contará nuestra historia y entenderá que no fue en
vano.” Carta de Nicola Sacco a su hijo Dante.
“No
lamento nada, salvo el dolor que nuestra muerte pueda causar a nuestros seres
queridos. Pero estoy en paz, porque sé que nuestras ideas no morirán con
nosotros. A través de la injusticia que sufrimos, otros abrirán los ojos. Otros
lucharán.” Última declaración de Bartolomeo Vanzetti
En la historia hay episodios que parecen diseñados no para resolver un conflicto, sino para perpetuarlo. Uno de esos casos es el de Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, dos inmigrantes italianos que fueron ejecutados en Massachusetts el 23 de agosto de 1927, tras un juicio que, más que justicia, ofreció un espectáculo macabro de prejuicios y propaganda durante seis años y tres meses. Su historia, como todas las grandes tragedias, trasciende el tiempo: no se trata solo de un juicio, sino de un espejo incómodo en el que se refleja lo peor de nuestras sociedades.
Nicola
Sacco era zapatero; Bartolomeo Vanzetti, pescador. Ambos compartían más que un
origen humilde: eran inmigrantes y anarquistas, etiquetas que, en los EE.UU.,
de los años veinte, los convertían en sospechosos permanentes. Fueron
acusados de robo y asesinato en un asalto a una fábrica de calzado en South
Braintree, Massachusetts. Pero lo que siguió no fue una investigación rigurosa,
sino un juicio cuyo resultado parecía decidido antes de empezar.
En el
tribunal, lo que realmente se juzgaba no era su culpabilidad, sino su
identidad. El fiscal, Frederick Katzmann, no necesitó pruebas contundentes para
condenarlos; le bastó con su procedencia y sus ideas. “Eran
italianos, anarquistas y extranjeros, ¿qué más hace falta saber?”,
parecía decir el sistema judicial estadounidense. Durante el juicio, la
evidencia balística fue confusa, los testigos contradictorios y las coartadas
ignoradas. Sin embargo, el juez Webster Thayer, cuya imparcialidad era tan ficticia
como su peluca, se mostró implacable: Sacco y Vanzetti eran culpables porque no
podían ser otra cosa.
Lo
fascinante —y trágico— del caso es cómo convirtió a Sacco y Vanzetti en
símbolos. Los dos hombres eran, ante todo, seres humanos comunes, con virtudes
y defectos, pero el juicio los transformó en mártires de una causa global. A lo
largo de los años veinte, manifestaciones masivas se extendieron desde Nueva
York hasta Buenos Aires, desde París hasta Tokio. Intelectuales como Albert
Einstein y H.G. Wells alzaron la voz; escritores como John Dos Passos y Upton
Sinclair denunciaron la farsa judicial. Incluso en su carta al tribunal,
Bartolomeo Vanzetti escribió con una dignidad que desarma: “He sufrido
porque soy radical, y de seguro he sufrido más por ser italiano”.
En el
estilo de los mejores cuentos kafkianos, el caso de Sacco y Vanzetti no tiene
resolución satisfactoria. Su ejecución no cerró el debate, sino que lo avivó.
Para algunos, sigue siendo un ejemplo de cómo la justicia puede prostituirse
ante el poder y los prejuicios. Para otros, es un recordatorio de la
fragilidad de la democracia frente a las ansiedades sociales: en la Norte
América de los años veinte, la Revolución Rusa aún resonaba como un eco
amenazante, y los inmigrantes eran chivos expiatorios ideales.
Se
podría decir que el caso de Sacco y Vanzetti no se trata de la verdad, sino del
relato. El relato oficial, el de su culpabilidad, no sobrevivió al tiempo, pero
el relato de su injusticia se ha vuelto inmortal. En ese sentido, la historia
no pertenece a los jueces que los condenaron, sino a quienes no dejan de
preguntarse: ¿y si hubieran sido inocentes? Al final, la grandeza del caso no
está en el veredicto, sino en la imposibilidad de olvidarlo.
Y
quizás ahí reside la auténtica justicia: Sacco y Vanzetti murieron, pero no
callaron. Su legado sigue vivo, no porque fueran héroes, sino porque
eran humanos. Humanos que, como todos, soñaban con un futuro mejor, aunque
ese futuro los excluyera. Y, en última instancia, es esa humanidad —no la culpa,
ni la inocencia— lo que los ha hecho eternos.
Una
radiografía de la injusticia
En “La
historia inacabada de Sacco y Vanzetti” (1977), Louis Joughin y Edmund
M. Morgan resumen el núcleo del caso con una frase de una lucidez casi
aterradora: “El juicio de Sacco y Vanzetti no fue solo un caso criminal,
sino una radiografía de una nación atrapada entre el miedo al extranjero y la
necesidad de justicia.” No se puede leer esta afirmación sin sentir el peso
de una paradoja que aún nos concierne: un sistema diseñado para impartir
justicia puede convertirse, bajo determinadas circunstancias, en un instrumento
de miedo y exclusión.
Joughin
y Morgan no se limitan a diseccionar el caso judicial; lo transforman en un
espejo incómodo de una época, una década en la que Estados Unidos, una nación
construida sobre la inmigración, miraba con recelo a los recién llegados. En
los años 20, el miedo al extranjero no era un sentimiento abstracto, sino una
fuerza tangible, convertida en política y ley. Los anarquistas eran vistos como
enemigos del orden establecido; los italianos, como una amenaza cultural. Sacco
y Vanzetti eran ambas cosas, y eso los convirtió en los culpables ideales mucho
antes de que se pronunciara el veredicto.
La
tesis de Joughin y Morgan es sencilla, pero devastadora: lo que se juzgó no
fueron los actos de Sacco y Vanzetti, sino su identidad. El tribunal no
examinó pruebas; examinó acentos, orígenes y creencias. La xenofobia no fue
solo el contexto del juicio, sino su motor. El miedo al extranjero,
alimentado por un clima de paranoia y crisis social, se filtró en las palabras
del fiscal, en los titulares de la prensa, en la mirada de los jurados.
El
resultado fue un juicio que, más que buscar la verdad, pareció confirmar los
prejuicios de una sociedad al borde del pánico. Esa es la radiografía a la que
aluden Joughin y Morgan: un país que, enfrentado a sus propios temores, eligió
proyectarlos sobre dos inmigrantes italianos, dos anarquistas cuya culpabilidad
nunca se probó, pero cuya condena resultó inevitable.
Joughin
y Morgan no escriben desde la indignación, sino desde el rigor analítico. Pero
el efecto de su libro es devastador porque, al reconstruir el caso, desnudan
una verdad incómoda: el juicio de Sacco y Vanzetti fue mucho más que un
error judicial; fue un acto de injusticia deliberada, un reflejo de los peores
instintos de una sociedad atrapada entre su fe en la justicia y su incapacidad
para aplicarla sin prejuicios. Una lección que, como ellos mismos
advierten, sigue siendo urgente. Porque las tensiones que definieron ese juicio
no han desaparecido; solo han cambiado de forma y de víctimas.
El
caso, como también señala Oliver Todd en su ensayo “Sacco y Vanzetti: La
ejecución de dos inocentes” (1997), no fue un juicio en el sentido
tradicional del término. Más bien, fue un escenario donde se representaron los
miedos y prejuicios de una nación en crisis. “Sacco y Vanzetti no
fueron solo víctimas de un error judicial, sino mártires de una lucha más
grande contra la intolerancia y el miedo,” escribe Todd, enmarcando el
caso como un espejo de la paranoia que dominaba a Estados Unidos en la década
de 1920. Aquella era una nación desgarrada por conflictos internos: la
inmigración masiva, el temor al anarquismo, la sombra de la Primera Guerra
Mundial. En ese contexto, Sacco y Vanzetti no fueron dos hombres juzgados, sino
dos símbolos condenados por su origen y sus ideas.
Todd
describe con minuciosidad cómo el sistema judicial estadounidense, en teoría un
baluarte de la justicia, se convirtió en una maquinaria de condena. “No
se juzgaba a Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, se juzgaba su origen, su
lengua, sus ideas.” En esta frase se resume la esencia de lo que Todd
denuncia: un proceso que no se basó en pruebas concluyentes, sino en prejuicios
profundamente arraigados. En lugar de ser protegidos por la ley, los acusados
fueron traicionados por un sistema que les negó la presunción de inocencia.
El
juez Webster Thayer, encargado del caso, emerge como la figura trágica de esta
farsa judicial. Todd lo describe como un hombre cuya parcialidad era tan
evidente que transformó su tribunal en un escenario teatral: “El juez
Thayer no ocultaba su desprecio por los acusados; su tribunal no era una sala
de justicia, sino un teatro de la condena.” Bajo su dirección, las pruebas,
ya de por sí débiles, se manipularon para sostener una narrativa de
culpabilidad que nunca se probó.
Sin
embargo, lo que diferencia el análisis de Todd de otros relatos es su atención
a la humanidad de Sacco y Vanzetti. A través de sus cartas, sus declaraciones y
su dignidad frente a la muerte, Todd rescata a los hombres detrás de los
nombres. “No nos quejamos por nosotros mismos, sino por aquellos que
seguirán siendo oprimidos después de nosotros,” dijo Vanzetti antes de
su ejecución. En estas palabras, Todd encuentra no solo un testimonio de su
inocencia, sino también un grito de resistencia contra un sistema que los
condenó por lo que representaban, no por lo que hicieron.
En el
vasto y sombrío panorama de la historia judicial estadounidense, pocos
episodios han dejado una marca tan indeleble como el caso de Sacco y Vanzetti.
Es un relato teñido de prejuicios, un juicio no de hechos, sino de identidades.
En sus páginas resuenan los ecos de una nación desgarrada por el miedo y la
intolerancia, y en sus márgenes se percibe el pulso opaco de una justicia
mancillada por la parcialidad.
Era
una época en la que la sombra de la xenofobia se extendía como un manto de
niebla sobre los Estados Unidos. Los inmigrantes, portadores de acentos
extranjeros y esperanzas ajenas, eran mirados con desconfianza. En
este escenario, Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, dos hombres de origen
italiano, fueron arrestados, no solo por su supuesta participación en un robo y
asesinato, sino también por el delito silencioso de ser extranjeros y
anarquistas.
El
juicio que siguió no fue, como señalaron Joughin y Morgan, una búsqueda
imparcial de la verdad, sino un ritual sombrío donde “las palabras
‘anarquista’ e ‘inmigrante’ resultaron más condenatorias que cualquier
evidencia material”. En este tribunal, la ley, otrora baluarte de justicia,
se había convertido en un espejo oscuro de los temores colectivos.
Ante
los ojos del Tribunal, las pruebas balísticas presentadas por la fiscalía
fueron un teatro de sombras, más inconsistentes que reveladoras. “El
caso contra Sacco y Vanzetti se sostuvo sobre un edificio de suposiciones más
que de certezas”, escribieron los autores, y cada palabra evocaba una
imagen de un juicio en el que la verdad había sido sacrificada en el altar de
la conveniencia.
Cada
testimonio que se presentaba, cada fragmento de evidencia, era un eco distante
de la realidad, manipulado para encajar en una narrativa que ya había decidido
su desenlace. Así, el juicio avanzó como un río oscuro, arrastrando consigo la
credibilidad del sistema judicial.
¿Acaso se juzgaba a dos hombres, o más bien a sus ideas y su origen? Los
rostros de Sacco y Vanzetti, marcados por la fatiga de interminables días de
acusaciones, parecían proyectar una súplica muda, no solo por sus vidas, sino por
un juicio justo.
El
público, enardecido por el espectáculo mediático que se tejía en torno al caso,
los condenó mucho antes de que el juez pronunciara su sentencia. Las
palabras de los periódicos, cargadas de veneno y prejuicio, envolvieron a la
nación en una narrativa que convertía a los acusados en monstruos antes de que
pudieran demostrar su humanidad.
Cuando finalmente se ejecutó la sentencia, los cuerpos de Sacco y Vanzetti
cayeron en el silencio eterno, pero sus nombres resonaron más allá del tribunal
y de la prisión. “Paradójicamente”, reflexionaron los autores, “la
injusticia cometida contra ellos otorgó a sus nombres una inmortalidad que la
justicia no habría garantizado”.
En las
calles de Massachusetts y en los rincones más lejanos del mundo, su muerte se
convirtió en un símbolo. La ejecución no apagó sus voces; las amplificó,
convirtiéndolas en un grito persistente que exigía justicia para los oprimidos
y los vulnerables.
“La historia de Sacco y Vanzetti no terminó con la ejecución; comenzó allí,
como un recordatorio perpetuo de los peligros de la intolerancia”. Estas
palabras finales de Joughin y Morgan reverberan como un eco siniestro, un aviso
de que las cicatrices de la injusticia no se borran fácilmente.
En el
manto oscuro de aquella tragedia, se dibuja un recordatorio para todas las
generaciones: mientras la justicia se vea empañada por el prejuicio, las
sombras de Sacco y Vanzetti continuarán acechando. Y en cada rincón
donde el poder pretenda aplastar la verdad, su historia volverá a contarse,
como un espectro eterno que nos mira desde el abismo del tiempo.
Y así,
como un poema interrumpido, como una melodía incompleta, la historia de Sacco y
Vanzetti permanece. No en los libros de historia, sino en el alma misma de
quienes aún creen en la fuerza redentora de la justicia.
Al
reflexionar sobre el legado de Sacco y Vanzetti, Oliver Todd recuerda que sus
nombres, que en vida fueron sinónimo de amenaza, se transformaron tras su
muerte en emblemas de resistencia. “Hoy, los nombres de Sacco y Vanzetti
son símbolos de resistencia; su muerte no fue en vano,” concluye Todd,
sugiriendo que, aunque no podemos corregir los errores del pasado, sí podemos
aprender de ellos.
La
memoria herida: Sacco y Vanzetti en la literatura y el arte
Hay
historias que se niegan a morir. Historias que, como heridas abiertas, se
convierten en obsesiones colectivas, en símbolos que atraviesan generaciones.
El caso de Sacco y Vanzetti es una de esas historias, y el compendio “Sacco
y Vanzetti en la literatura y el arte” (2007), un mapa de su
inmortalidad cultural. En sus páginas, varios autores diseccionan con
rigor académico y pasión contenida las representaciones artísticas del caso:
novelas, películas, obras de teatro y canciones que, lejos de limitarse a
narrar los hechos, han transformado esta tragedia en un espejo de las luchas y
contradicciones humanas.
No se
trata solo de recordar a Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, aquellos
inmigrantes italianos que, en 1927, murieron en la silla eléctrica tras un
juicio plagado de prejuicios y errores. Se trata de lo que ellos significan: el
miedo al otro, el poder aplastante de los sistemas judiciales, la endeblez de
la verdad. Cada representación artística del caso, desde la poderosa balada de
Joan Baez hasta las páginas inquietantes de Howard Fast, no es solo un
homenaje; es también una interrogación incómoda: ¿cuántos Sacco y Vanzetti
siguen muriendo en silencio hoy?
Sin
duda, hay historias que el tiempo debería borrar. Historias que, como
el juicio y ejecución de Sacco y Vanzetti, duelen tanto que parecieran gritar
para ser olvidadas. Sin embargo, el arte, con su obstinación poética y su
memoria colectiva herida, ha hecho justo lo contrario. En cada poema, cada
lienzo, cada escena de teatro y cada nota musical que evoca a estos dos
inmigrantes italianos, se perpetúa no solo el recuerdo de su tragedia, sino el
simbolismo universal de su injusticia.
“El arte
no se limita a contar historias; construye memorias y reinterpreta las verdades
de la historia,” dice el libro “Sacco y Vanzetti
en la literatura y el arte“. Y con razón. Donde los tribunales
fallaron, los poetas fueron los primeros en alzar la voz. Edna St. Vincent
Millay transformó la crudeza de sus condenas en belleza lírica, gritando
aquello que la justicia calló. Porque, como el libro señala con precisión, “en
cada verso que les dedicaron, hay más humanidad que en las páginas de sus
juicios.”
Pero
el arte no solo reacciona, también imagina. La narrativa histórica, en obras
como la de Howard Fast, se atrevió a completar las piezas faltantes,
reconstruyendo no solo los hechos, sino las emociones que los documentos
oficiales omitieron. “La novela se atrevió a imaginar lo que los
documentos oficiales omitieron,” y, en ese proceso, convirtió a Sacco
y Vanzetti en algo más que víctimas: los transformó en símbolos de resistencia.
El
teatro y la música no se quedaron atrás. “El escenario se convierte en
un tribunal paralelo, donde el público es el jurado,” señala el libro
al analizar el teatro de Michael Gold, que no busca resolver el caso, sino
enfrentarnos a nuestra propia humanidad. Y luego está la música, ese lenguaje
universal que no argumenta, pero conmueve. Joan Baez y Ennio Morricone
encapsularon la esencia de esta tragedia en “Here’s to You”,
recordándonos que el dolor y la indignación también pueden ser cantados.
Finalmente,
el cine llegó para ser testigo. Giuliano Montaldo, con su película “Sacco
e Vanzetti” (1971)utilizó la cámara como un arma contra el
olvido, porque, como señala el libro, “en el cine, las lágrimas del
espectador son el testimonio de la injusticia sufrida.“
Y aquí
estamos, décadas después, hablando de ellos. Sacco y Vanzetti ya no son
hombres; son metáforas de la lucha por la dignidad. Cada representación
artística de su historia es, como dice este libro imprescindible, “un
acto de memoria contra el olvido.” Porque el arte no solo retrata
el mundo; lo desafía. No solo nos invita a recordar, sino a reflexionar
sobre nuestras propias miserias, y quizá, solo quizá, a transformar la
realidad.
El
libro no se limita a celebrar estas obras como arte comprometido, sino que las
examina con mirada crítica, mostrando cómo cada interpretación transforma el
caso en algo más. En la literatura, Sacco y Vanzetti han sido héroes, mártires
y símbolos abstractos. En el cine, han sido víctimas, figuras casi bíblicas que
encarnan el sacrificio. En las canciones, sus nombres resuenan como un grito de
protesta, un himno contra la injusticia.
Pero
lo más fascinante del compendio es que no deja de insistir en una idea
esencial: el arte no solo recuerda, sino que reescribe. La
historia de Sacco y Vanzetti no pertenece al pasado; sigue viva porque el arte
la reinventa, porque su injusticia sigue siendo actual, porque aún no hemos
aprendido las lecciones que deberíamos haber aprendido de su tragedia.
Al
final, este libro no es solo un análisis de la representación artística de un
caso histórico. Es, en el fondo, una reflexión sobre la memoria y el poder del
arte. Sobre cómo las historias nos sobreviven y, en su persistencia, nos
obligan a enfrentarnos a nosotros mismos. Sacco y Vanzetti murieron en 1927,
pero su historia sigue aquí, más viva que nunca. Porque hay heridas que no se
cierran, porque hay preguntas que nunca dejamos de hacernos. Y porque, como
este libro demuestra, el arte es el único tribunal donde la justicia
siempre está por venir.
La
última palabra de Sacco y Vanzetti: Justicia en el abismo
La
literatura se construye con preguntas, no con respuestas. Y pocas historias
generan más preguntas, más rabia, más desamparo que la de Nicola Sacco y
Bartolomeo Vanzetti, dos inmigrantes italianos ejecutados en Estados Unidos en
1927 por un crimen que probablemente no cometieron. Pero su tragedia no radica
únicamente en el hecho de su ejecución injusta, sino en el testimonio que
dejaron: unas cartas que son, a un tiempo, un grito desgarrador y un monumento
a la dignidad.
Hay
momentos en que las palabras, lejos de ser un simple medio de comunicación, se
convierten en una forma de inmortalidad. Esto ocurre con las últimas cartas de
Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, escritas desde la celda de la muerte. Estas
cartas, redactadas con la certeza de un final inminente, no son únicamente
testamentos personales, sino monumentos a la dignidad humana. En ellas se
condensa no solo el drama de sus vidas, sino también el de una época marcada
por la intolerancia, el miedo y la injusticia.
Sacco,
el zapatero, y Vanzetti, el pescador, sabían que sus muertes no serían el
cierre de un capítulo, sino el comienzo de una historia. Y esa conciencia
atraviesa sus palabras, cargándolas de un significado que
trasciende lo personal. “Hijo mío, quiero que siempre recuerdes que tu
padre murió con valor y con una sonrisa en los labios porque sabía que no había
hecho ningún mal”, escribe Sacco a su pequeño Dante. Es una frase que
duele, no por lo que dice, sino por lo que implica: el intento desesperado de
un padre por proteger a su hijo de la carga de un legado injusto.
Pero
hay algo más: en esas palabras no solo late la voz de un padre amoroso, sino
también la de un hombre que se niega a doblegarse. Sacco, condenado por un
crimen que no cometió, no se despide con amargura, sino con una mezcla de
serenidad y desafío que resulta profundamente conmovedora. Su muerte, parece
decirnos, no es una derrota, sino un acto de resistencia.
Por su
parte, Vanzetti escribe con una intensidad casi mística. Su carta, menos íntima
que la de Sacco, es un manifiesto de principios. “Si pudiera vivir mil
vidas más, volvería a elegir este camino. Estoy orgulloso de morir por una
causa justa.” Estas palabras son el corazón de Vanzetti: una
declaración de fidelidad no solo a sus ideales anarquistas, sino también a su
humanidad. En ellas no hay miedo, solo una especie de redención
anticipada, como si su muerte, lejos de ser el fin, fuera el punto de partida
de algo más grande.
Estas
cartas no son discursos políticos, pero están cargadas de política. Sacco
y Vanzetti no fueron condenados por lo que hicieron, sino por lo que
representaban: inmigrantes, pobres, anarquistas. En el Estados Unidos
de la década de 1920, esos tres elementos eran una sentencia de muerte. Y ellos
lo sabían. “No nos quejamos por nosotros mismos, sino por aquellos que
seguirán siendo oprimidos después de nosotros”, escribió Vanzetti. Esta
frase es, quizás, la más devastadora de todas, porque encapsula la conciencia
de su destino y la transforma en una advertencia.
En sus
cartas finales, Sacco y Vanzetti no intentan redimir sus nombres; intentan, más
bien, redimir a quienes vienen después. En su declaración final ante el
tribunal, Vanzetti afirmó: “No estoy sufriendo por un crimen, sino por
ser quien soy”. Este reconocimiento de que la injusticia no radica en un
acto, sino en una identidad, es lo que convierte su historia en un símbolo.
Sin
embargo, reducir estas cartas a simples manifiestos políticos sería traicionar
su profundidad. En ellas hay también una ternura innegable, un amor que desafía
incluso a la muerte. Sacco, despidiéndose de su esposa Rosa, escribe: “Te
amo más de lo que nunca podré expresar, y este amor me da fuerzas para
enfrentar lo que viene”. Es una frase que humaniza al hombre detrás
del símbolo, recordándonos que Sacco no es solo un mártir, sino un esposo, un
padre, alguien capaz de sentir y temer.
En
última instancia, las cartas de Sacco y Vanzetti son mucho más que palabras
escritas desde el corredor de la muerte: son una lección sobre cómo enfrentar
la injusticia sin perder la dignidad, sobre cómo aceptar la mortalidad sin
renunciar a la vida. En ellas resuena no solo el dolor de dos
hombres, sino también la esperanza de que sus muertes sirvan para algo más.
Como
escribió Vanzetti en su última carta: “Nuestra muerte no será en vano;
nuestra memoria vivirá en la lucha de los que vengan después de nosotros.” Y
tenía razón. Porque, casi un siglo después, seguimos hablando de ellos,
seguimos leyendo sus palabras y seguimos recordando su historia. Y mientras lo
hagamos, Sacco y Vanzetti no habrán muerto del todo.
José
Luis Farías
@fariasjoseluis
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