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viernes, 27 de enero de 2012

El sentido de la política.


Texto de la Conferencia dictada por Fernando Mires en la Universidad Central de Venezuela (UCV) con motivo del quincuagésimo aniversario del Centro de Estudios del Desarrollo (CENDES) (14 de Octubre de 2011)
Por Fernando Mires

 1. Una pregunta indiscreta

Una vez por semana, casi siempre los días martes, en un café italiano llamado “Prosecco”, nos reunimos un pequeño grupo de ex docentes de la universidad de Oldenburg, todos al igual que yo, jubilados. Nuestro objetivo es conversar acerca de esto y de lo otro. Mas suele suceder que esto y lo otro se reduce a un único tema: la política. Y sin embargo, ninguno de nosotros es político. Fue esa la razón por la cual un día se me ocurrió hacer una pregunta indiscreta: “¿Por qué nos gusta tanto la política?”.

Como es posible imaginar, las respuestas fueron diversas. Unos dijeron que les gustaba porque la política es un modo de polemizar sin agredirnos. Otros aseguraban que nos gustaba porque somos ciudadanos de la misma ciudad. No faltó otro quien, como afilando la hoja de un cuchillo, dijo: “Hablamos de política para no hablar de otras cosas”. Uno, recordando una frase de Aristóteles, no tuvo mejor idea que afirmar que el ser humano es un animal político. En lo de animal estuvimos de acuerdo. En lo de político, no tanto. Y como suele suceder en las reuniones inter-inter-académicas, el tema no quedó zanjado. Todo lo contrario.

Uno de los pocos, pero también más conocidos dictámenes de Hannah Arendt –recordé al regresar a casa- dice: “El sentido de la política es la libertad”. Con esa frase –pensé- podríamos haber resuelto el problema. Pues, como a la mayoría nos gusta más la libertad que la opresión, y si el sentido de la política es la libertad, la pregunta del porqué nos gusta tanto la política se resolvería por sí sola. No obstante, pensando con más detención, puede que sea ahí donde recién comienzan los problemas. Lo mismo opinaba H. Arendt.

Cuando Hannah Arendt escribía que el sentido de la política es la libertad hacía solo mención al sentido originario de la política, sentido que no podía ser otro sino el asignado por los antiguos griegos. Pero la misma H. Arendt destacaba en uno de sus borradores destinados a culminar en un libro que no alcanzó a terminar (“Introducción a la Política”) que el sentido de la política en los tiempos actuales debe ser redefinido. La razón es que –como yo mismo constataba en la cafetería- nuestra vida se encuentra tan politizada que ya es imposible seguir buscando la libertad a través de la política. O como sugería Hannah Arendt: puede ser que hoy la libertad comienza ahí donde termina la política. ¿Y dónde termina? Mi respuesta no es nada de genial, pero por ahora no tengo otra: la política termina en lo no-político, y lo no-político hay que buscarlo en la vida íntima, en la privacidad, en el arte, en la religión, o en otros lados que por el momento no se me ocurren.

También podríamos decirlo así: a diferencia de los griegos para quienes la política era uno de muchos espacios, nosotros, los post-griegos, estamos amenazados de ser invadidos por el mundo político hasta el punto que si no nos detenemos a tiempo podemos terminar repitiendo la amenazante (y totalitaria) consigna de los estudiantes sesentistas: “todo es político”. En fin, hay señales que nos indican que el sentido de la libertad ya no debemos buscarlo en la política sino más bien fuera de ella. ¿Pero cómo liberarnos de la política si nos hemos convertidos en seres politólicos hasta el punto de que en una reunión no podemos hablar de otra cosa que no sea de política?

La política nos gusta, y nos gusta tanto que no sólo no podemos, tampoco queremos hablar de otra cosa. Como los alcohólicos, los tabacólicos, los trabajólicos, quienes no pueden ser liberados de sus vicios, los politólicos solo podemos liberarnos de nuestro “deseo de política” hablando de política pero con ello no nos liberamos de la política; todo lo contrario. De este modo no tengo otro camino que volver al principio y repetir la misma pregunta: ¿Por qué nos gusta tanto la política?

Voy a intentar responder a esa pregunta haciendo lo que casi todo el mundo me critica: separar los elementos de la pregunta (otros lo llaman: de-construir). Y bien, la pregunta contiene dos elementos: el gusto y la política. Ahora, el gusto no puede ser separado del deseo pues si deseamos algo es porque nos gusta. Y al llegar aquí resulta para mí imposible evitar dos evocaciones. Una es a Kant y la otra es a Lacan.

2. Sobre gustos no hay nada escrito

Sorpresiva puede resultar la evocación a Kant. No lo es tanto si recordamos que su libro Crítica del Juicio iba a llevar en principio como título, Crítica del Gusto. Y si nos aventuramos en sus páginas descubrimos que “el gusto” (Geschmack) ocupa un lugar central en su discurso filosófico. El gusto -otras veces nos habla el filósofo de “inclinaciones”- no nos lleva a emitir ningún juicio, pero sin gusto no podemos emitir ningún juicio. Haga usted mismo la prueba.

Si juzgamos a favor de lo bueno, de lo justo, de lo bello, es porque hemos aprendido a gustar de esas cualidades más que de lo malo, de lo injusto y de lo feo. O en otras palabras: si no aprendemos a gustar bien, juzgaremos mal. Trasponiendo la idea kantiana al nivel del tema de la política, comprobaremos que no podemos hablar de política sin emitir juicios, ya sea sobre personas, partidos, programas, etc. De tal modo que cuando discutimos de política discutimos acerca de nuestros gustos (preferencias) políticas.

Ahora, como en gustos no hay nada escrito, dice el conocido refrán, tenemos diferentes gustos. Y así nos vemos casi siempre en la obligación de justificar nuestros gustos frente a los demás, sobre todo cuando los demás quieren imponernos sus gustos. La defensa (justificación) de nuestros gustos es entonces lo que llamamos argumentación. No obstante, no se trata de cualquiera argumentación como por ejemplo defender mi gusto por los pasteles de manzana frente a quienes gustan de los pasteles de fresa.

Los gustos en política son gustos sobre la ciudad, el país, la nación, y no por último, sobre determinadas personas. Eso quiere decir que en el gusto político está involucrado nada menos que mi propio ser: historia, biografías, experiencias, relaciones de pertenencia (sociales, culturales, religiosas, amistosas) en fin, todo lo que uno ha sido, es y quiere ser. En el gusto por la política – ese es el punto adonde voy- está uno mismo. Cuando yo justifico mi gusto político entonces, me estoy justificando frente, junto o en contra de los demás. Aunque a los demás “no les guste”.

En el fondo, cada vez que hablamos de política, hablamos de nosotros. Esa es quizás la profunda razón psicoanalítica por la cual mi querido y fenecido amigo, el filósofo Zoltan Szankay, hablaba siempre del “campo político de proyección”. Hacia la política, quería decirme, proyectamos nuestros deseos de ser. Y con eso ya estamos, como se ve, abandonando el concepto kantiano de gusto para comenzar a hablar del deseo, o como ya fue anunciado: del deseo de Lacan, que no es lo mismo que el gusto kantiano.

El deseo –ni lacaniano ni otro- no es igual al gusto, como mal sugiere el lenguaje corriente. En cierto modo podría afirmar que el gusto viene del deseo, pero no el deseo del gusto. En el mejor de los casos, el gusto por una cosa nos permite adivinar el deseo que está más allá de la cosa. Por ejemplo, el gusto por una rosa deja pre-sentir un deseo por la belleza, belleza que está más allá de la rosa. En términos filosóficos: el deseo trasciende a la cosa deseada. Y el deseo lacaniano trasciende al propio deseo. El deseo lacaniano, para decirlo en breve, es el deseo que está más allá del deseo. ¿Cómo explicarlo? Del modo más simple que se me ocurre: todo deseo o es deseo total, o no es deseo. Todo deseo es deseo de ser, y el ser, al ser un ser, busca la plenitud de su ser.

El deseo del ser es un deseo de vida total e infinita. Los otros deseos, los que nosotros llamamos deseos, no son más que pre-deseos, deseos interruptos, tres cuartos de deseo, nunca el deseo mismo. O para decirlo en clave casi teológica: el deseo parcial (el deseo-cosa, el deseo cosificado, el deseo que da a la cosa su dignidad: la dignidad de la cosa) viene del deseo total del mismo modo como un rayo de luz viene del sol ¿De dónde sino puede venir? ¿O hemos de leer a Ken Wilber para que nos explique por qué la parte viene de un todo, pero ningún todo de una parte?

Pero, dirán ustedes ¿qué tiene todo eso que ver con la política? Ese es el punto, amigos míos, donde lo injuntable se junta (Kant y Lacan) Lo que quiero decir es que no hay política sin el deseo de la política. De ahí que ya tenemos un esbozo de respuesta a mi pregunta inicial: ¿Por qué nos gusta tanto la política? Respuesta: Porque la deseamos, carajo, porque la deseamos.

La inevitable pregunta que sigue es ¿y por qué deseamos a la política? Formulada de modo aún más radical ¿Qué es lo que deseamos en la política? Para que no perdamos el hilo, será conveniente volver un poco más atrás, a ese párrafo que dice así: “Y bien, la pregunta (o el porqué de la cosa) contiene dos elementos. El gusto y la política”. Como ya hemos hablado del elemento “gusto”, hablaremos ahora del otro elemento: “la política”. ¿Pero, qué es la política? Quizás habría que pedir consejo a los grandes maestros.

3. Los amigos y los enemigos

Los maestros dicen muchas cosas pero en un sólo punto están de acuerdo, a saber, que sin política hay guerra, siendo Hannah Arendt la que radicalizó ese acuerdo, añadiendo que allí donde no impera la política asistimos al reinado del terror, formulación irrefutable, no sólo por su lógica sino por la historia, sobre todo la del siglo XX. Luego, si es así, hemos de convenir que Clausewitz se equivocaba totalmente al afirmar que la guerra es la continuación de la política por otros medios. Desde una perspectiva histórica ocurre exactamente al revés: la política es la continuación de la guerra por otros medios.

La política supone la creación de un espacio donde tratamos de aniquilar al adversario sin matarlo. En cierto modo la política es una guerra simbólica y lo es en dos sentidos. Primero, porque simboliza los actos de la guerra y segundo, porque las armas de la política son las palabras y toda palabra es un símbolo.

Advierto desde ya que muchos no estarán de acuerdo con mi afirmación relativa a que los humanos deseamos la guerra y para que no nos maten inventamos un simulacro: la política. Eso me obliga a ser más preciso. Lo que en el fondo deseamos –ya sea en la guerra o en la política- es el poder, y el poder de todo poder, es el poder-ser.

Ahora, si deseamos el poder es porque no lo tenemos pues nadie desea lo que tiene. Quiero decir, hemos sido enviados al mundo portando un vacío de poder, vacío que condiciona nuestro deseo de poder que es a la vez el reflejo pálido de nuestro deseo de ser. Pero el poder aparece ante nosotros como “el poder de los otros” (en la infancia: los padres, los maestros; más adelante la policía, y luego el gobierno; el Estado) Y frente al poder no tenemos más alternativa que acatarlo o subvertirlo. Por supuesto, el deseo de subvertirlo será siempre más fuerte que el deseo de acatarlo, y eso obliga –recordando a Foucault- a que vivamos la vida como una permanente lucha por el poder. Lucha que cuando es militar o política es inevitablemente colectiva.

Tanto en la política como en la guerra la lucha en contra de los otros lleva a la configuración de un nos-otros. Quiero decir: así como el sí viene de un no, lo nuestro es un derivado de lo vuestro. O así como la presencia del otro lleva al descubrimiento de lo propio (y no al revés) la presencia de un vosotros que se interpone al deseo de varios, lleva a la constitución de un nosotros. Luego, eso lo sabemos todos, la política aparece allí donde hay un antagonismo de los otros con un nosotros. En ese punto la política no se diferencia de la guerra.

Tanto el “vosotros” como el “nosotros” son relaciones, vínculos negativos y positivos que hemos contraído para defendernos o para atacar. Tiene razón entonces Hannah Arendt cuando afirma que el ser humano no es político; al contrario, es profundamente a-político. Eso quiere decir que la politicidad del ser humano no viene de su naturaleza sino de su relación con los demás, relación que no está ni en los unos ni en los otros, sino “entre” los unos y los otros. Esa relación es, por cierto, doble. Por un lado es negativa, pues la política será siempre realizada en contra de algo, o alguien. Por otro lado es positiva, pues para estar “en contra de” requiero unirme “con los míos”. Quien va a la política pensando que allí sólo va a encontrar buenos amigos, se equivoca rotundamente.

Me atrevería a decir incluso que la virtud (polémica) de un político se mide por su capacidad para hacerse de buenos enemigos. Visto el problema desde su reverso: quien logra tener buenos enemigos logrará tener buenos amigos pues estos últimos se prueban como amigos en la adversidad, es decir, frente a los adversarios. De ahí que no hay una relación más personal que aquella negativa que construimos frente a un adversario. Quizás deba aclarar este punto con una anécdota.

El día que murió Pinochet llamé por teléfono a un amigo chileno quien había padecido indecibles torturas bajo la dictadura. Cuando le pregunté si se sentía feliz ante tan buena noticia, él me contestó: “Mira, pensé que éste iba a ser uno de los días más felices de mi vida pero no es así. No siento tristeza, por supuesto. Lo que siento en cambio, es algo así como un vacío”. Creí entenderlo, mi amigo, al igual que yo, había perdido a un terrible enemigo. Y la enemistad, más que la amistad, puede ser una fuerte relación, lo que para decirlo en el sentido de San Pablo cuando se refería al Katekom, es algo que nos sostiene, tanto, y a veces más, que la propia amistad. Pues la enemistad nos da motivos para luchar. No ocurre así con la amistad pues uno no lucha en contra de los amigos. En fin, entre el enemigo y el “yo” hay un vínculo, un vínculo que será más estrecho mientras más fuerte sea “nuestra” enemistad.
Ese “entre” es un vínculo “nosótrico” con el “otro”. La guerra y la política, es lo que quiero destacar, son fuentes de relación humana. Ni en la guerra ni en la política estamos solos. Por el contrario, estamos rodeados de enemigos por todos lados. ¿Será esa entonces una de las razones por las cuales a mí y a mis colegas nos gusta tanto hablar de política? ¿No será el habla política un modo y un medio para no sentirnos tan solos en este mundo frente a tanto enemigo que nos rodea?

4. La Política y el Tiempo

Efectivamente, a través de los acuerdos y de los desacuerdos nos relacionamos a favor o en contra de algo. Nos relacionamos, es decir, nos vinculamos como amigos y adversarios. Nos desunimos con unos y por eso mismo nos unimos con otros. No existe por lo tanto una política individual. Los verbos de la política deben ser siempre conjugados en tiempo de plural. Y, a diferencia con la guerra, nos articulamos -sea entre nosotros, sea con nosotros- por medio de las palabras, incluso por medio de las que callamos.

La política si fuera un arte sería en primera línea un arte gramático, que duda cabe. Hablando de política nos articulamos gramaticalmente. Primero, en y con nosotros mismos buscando el acercamiento más posible entre lo que sentimos y pensamos con lo que queremos y con lo que debemos decir. Segundo, estableciendo diferencias, acercamientos, alejamientos, antagonismos y reconciliaciones, nos articulamos con los demás. Tercero, al hablar de política hablamos de acontecimientos políticos y con ello nos articulamos con el propio tiempo en que vivimos.

Creo que ya me he referido con cierta extensión a las dos primeras articulaciones, pero no así a la tercera: la articulación en y con el tiempo. Afirmación decisiva pues vivimos y somos en el tiempo. Más decisiva es todavía si tomamos en cuenta que el tiempo no sólo trascurre, además ocurre, con lo que ya estoy insinuando que en la medición del tiempo intervienen por lo menos dos cronologías. La primera es la cronométrica, determinada por aparatos de medición como son los relojes y los calendarios. La segunda es eventual, pues está determinada por eventos, es decir por lo que acontece, sucede, ocurre. Para poner otro ejemplo: yo recuerdo mi pasado a partir de los diferentes periodos presidenciales que he presenciado en los países donde he vivido. Me nombran un periodo presidencial e inmediatamente establezco asociaciones con hechos que ocurrieron en ese intervalo. Eso quiere decir que yo al menos, si viviera bajo una dictadura, o por lo menos bajo un gobierno muy largo, tendría serios problemas para recordar mi propio pasado.

De todas las perversiones propias a las dictaduras -o de las de sus sucedáneos históricos, los autoritarismos post-modernos- creo que no es la menor la de apropiarse del tiempo de los ciudadanos. Es por eso que el ideal de cada dictador es anular el pasado, borrar la memoria de los pueblos y construir una vida sin acontecimientos: una nueva periodización donde todo el pasado sea relegado a un fondo oscuro que contraste con la supuesta luminosidad que dio origen al advenimiento de la dictadura. Pero, y es lo que aterra a cada dictador, si hay un antes, tiene que haber un después de la dictadura Es la ley de la vida. Es también la ley de la muerte.

Cuando hablamos de política hablamos entonces de acontecimientos políticos a los cuales interpretamos de este o de otro modo. Y si tenemos en cuenta que la historia ocurre de acuerdo a lo que sucede o acontece en el tiempo, y si además consideramos que lo que sucede o acontece es muchas veces político, cuando hablamos de política no sólo participamos en el mundo que nos ha tocado vivir sino, además, con nuestras frases e ideas, alimentamos la esfera de la política. Estoy hablando de una, permítaseme usar el término, poliosfera formada por diversos discursos que trans-curren en diversas direcciones de acuerdo a lo que o-curre en el mundo. O también dicho así: cuando hablamos de política, la poliosfera se alimenta a sí misma a través de nosotros.

¿Qué quiero insinuar con este aparente juego de ideas? Algo muy político, y se trata de lo siguiente: la historia no es un proceso objetivo sino una sucesión temporal formada por acontecimientos los que cuando son asuntos de la polis son politizados. Luego, la historia está condicionada por la política y no la política por la historia. La historia es y será siempre, historia política. Eso significa a su vez que cuando hablamos de política estamos formando parte de la historia en un mundo al que llegamos no sólo para vivirlo sino también para disputarlo. O más preciso: porque llegamos para vivirlo, debemos com-partirlo, es decir, re-partirlo, es decir partirlo, y por lo mismo disputarlo.

¿Será por eso que nos gusta tanto la política? Yo creo que sí.

5. Política y democracia

Y bien; recién al llegar a este punto pienso que estamos en condiciones de replantear la pregunta inicial relativa al “sentido de la política”. Recordemos que la misma Hannah Arendt, cuando afirmó que el sentido de la política es la libertad, manifestó dudas sobre su propia afirmación, preguntándose si el problema que hoy afrontamos es el de un exceso de política, exceso que podía llevar a un mundo donde todo es política y la política es todo. Lamentablemente H. Arendt no dio respuesta definitiva a esa inquietante pregunta. Quizás ha llegado el momento de responderla. Veamos:

Si un exceso de política lleva a la negación de la política quiere decir que para liberarnos de ese exceso será necesario limitar a la política, o lo que es igual: reducir el espacio de lo político a un mínimo –valga la redundancia- políticamente soportable. Esa reducción de lo político tiene un nombre preciso: democracia. Conclusión que para quienes imaginan que política y democracia es lo mismo, puede resultar asombrosa. Sin embargo, desde una perspectiva histórica es fácil comprobar que la política precede, forma parte y trasciende a la democracia. Eso significa que también bajo una dictadura puede haber política. Más aún, en tanto la tensión de los antagonismos es mucho más intensa bajo una dictadura que en una democracia, puede ser incluso posible que bajo una dictadura exista más política que en una democracia.

La democracia es sólo uno entre muchos ordenes políticos o, para decirlo con la célebre frase de Winston Churchill: “Es la peor forma de gobierno con excepción de todas las demás”. Con eso Churchill nos estaba diciendo que la democracia es sólo una forma de la política. Una entre tantas. Por consiguiente, el sentido no de la política, pero sí de la democracia, es resguardar la existencia de la política al interior de ciertos límites (La Constitución, las leyes, el Derecho).

Precisando: podemos decir que el sentido de la democracia es doble: por una parte, protege a las prácticas políticas, pero por otra nos protege de un exceso de política. Esa es la razón por la cual toda democracia es delegativa.

¿Y la democracia no es acaso también participativa? preguntarán algunos. Por supuesto, repondo: toda democracia debe garantizar la participación ciudadana. En el hecho, al ser miembros de partidos, seguidores de corrientes, emisores de opiniones, y sobre todo, eligiendo y votando, es decir, delegando, estamos participando activamente en política. Esa es la razón por la cual la delegación no sólo no es antagónica a la participación. Además, es su condición. Así como sin participación política la democracia se convierte en un cascarón vacío, sin delegación política la democracia deja de existir.

Ninguna democracia puede, por lo tanto, obligar a los ciudadanos a participar en política, y mucho menos a favor de algún gobierno o Estado. La participación política, para que lo sea, ha de ser siempre una decisión voluntaria: una opción ciudadana. O dicho más claramente: la democracia, al proteger a la política, pero también al protegernos de la política, ha de proteger, no sólo los derechos de la oposición, sino también, los de los escépticos, de los dubitativos y de los a-políticos. Hay veces, incluso, en las que la no participación política puede ser una decisión política. Para poner un ejemplo: antes de que el muro de Berlín fuera deribado, el modo de participar políticamente en los países comunistas era, para muchos disidentes, no participar.

A su vez, los delegados que elegimos realizan tareas políticas que nosotros no podemos, no queremos o no debemos realizar. Ellos son los así llamados políticos profesionales. De ahí que no han faltado opiniones -algunas siguiendo las tesis de Carl Schmitt- que sostienen que un exceso de democracia –y por lo mismo, un exceso de delegación y de profesionalización- puede ser nocivo para la propia vida política. Precisamente ese es uno de los problemas que afrontan las democracias europeas de nuestro tiempo. La sobreprotección democrática ha terminado por inhibir las prácticas ciudadanas en función de una representación extrema de lo político en el Estado. En contra de ese exceso de delegación han surgido, entre otros, los movimientos de los “indignados” en España, o de los “Piratas” en Alemania.
Si la vida democrática se traduce en un exceso de delegación, o en una extrema institucionalización de los conflictos, podría llegarse efectivamente a la despolitización de las naciones. Esa es la razón por la cual en otro artículo me refería a la necesidad de que la democracia debe ser mantenida gracias y no en contra de sus conflictos. En ese sentido me pareció conveniente establecer la diferencia entre las luchas por la democracia, y las luchas en democracia.

Las primeras, las luchas por la democracia, se dan cuando no hay democracia (lucha antidictatorial, por ejemplo) o cuando la democracia está amenazada, como es el caso de algunos países latinoamericanos, o cuando la democracia es muy exigua, limitada, excluyente o precaria. Las luchas en democracia, en cambio, son aquellas donde los diversos grupos que conforman una nación hacen valer -de acuerdo a normas vigentes- sus derechos, sus ideales y sus intereses. De ahí que el sentido actual de la política –y subrayo la palabra actual pues mañana su sentido puede ser otro- es la lucha por y en la democracia. Quiero decir: si es cierto que la democracia y la política no son lo mismo, tampoco podemos negar que desde las revoluciones democráticas del siglo XlX hasta nuestros días ha ido consolidándose una alianza entre democracia y política hasta el punto de que la vida de una ha comenzado a depender de la otra.

Lo que quisiera destacar en fin, es que el sentido actual de la política ya no es la lucha por una libertad abstracta sino por la democracia, y en los casos más felices, por más democracia. Pero esa democracia no se encuentra al final de la lucha sino en la lucha misma, y esa lucha no tiene final.

Muchas gracias.

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