Francisco Fernández-Carvajal 01 de diciembre de 2018
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Vigilantes ante la llegada del Mesías.
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Principales enemigos de nuestra santidad: las tres concupiscencias. La
Confesión, medio para preparar la Navidad.
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Vigilantes mediante la oración, la mortificación y el examen de conciencia.
I. Dios
todopoderoso, aviva en tus fieles, al comenzar el Adviento, el deseo de salir
al encuentro con Cristo, acompañados por las buenas obras1.
Quizá
hayamos tenido la experiencia –decía R. Knox en un sermón sobre el Adviento2–
de lo que es caminar en la noche y arrastrar los pies durante kilómetros, alargando
ávidamente la vista hacia una luz en la lejanía que representa de alguna forma
el hogar. ¡Qué difícil resulta apreciar en plena oscuridad las distancias! Lo
mismo puede haber un par de kilómetros hasta el lugar de nuestro destino, que
unos pocos cientos de metros. En esa situación se encontraban los profetas
cuando miraban hacia adelante en espera de la redención de su pueblo. No podían
decir, con una aproximación de cien años ni de quinientos, cuándo habría de
venir el Mesías. Solo sabían que en algún momento la estirpe de David retoñaría
de nuevo, que en alguna época se encontraría una llave que abriría las puertas
de la cárcel; que la luz que solo se divisaba entonces como un punto débil en
el horizonte se ensancharía al fin, hasta ser un día perfecto. El pueblo de
Dios debía estar a la espera.
Esta
misma actitud de expectación desea la Iglesia que tengamos sus hijos en todos
los momentos de nuestra vida. Considera como una parte esencial de su misión
hacer que sigamos mirando al futuro, aunque ya se ha cumplido el segundo
milenio de aquella primera Navidad, que la liturgia nos presenta inminente. Nos
alienta a que caminemos con los pastores, en plena noche, vigilantes,
dirigiendo nuestra mirada hacia aquella luz que sale de la gruta de Belén.
Cuando
el Mesías llegó, pocos le esperaban realmente. Vino a los suyos, y los
suyos no le recibieron3.
Muchos de aquellos hombres se habían dormido para lo más esencial de sus vidas
y de la vida del mundo.
Estad
vigilantes, nos dice el Señor en el Evangelio de la Misa. Despertad,
nos repetirá San Pablo4.
Porque también nosotros podemos olvidarnos de lo más fundamental de nuestra
existencia.
Convocad
a todo el mundo, anunciadlo a las naciones y decid: Mirad a Dios nuestro
Salvador, que llega. Anunciadlo y que se oiga; proclamadlo con fuerte voz5.
La Iglesia nos alerta con cuatro semanas de antelación para que nos preparemos
a celebrar de nuevo la Navidad y, a la vez, para que, con el recuerdo de la
primera venida de Dios hecho hombre al mundo, estemos atentos a esas otras
venidas de Dios, al final de la vida de cada uno y al final de los tiempos. Por
eso, el Adviento es tiempo de preparación y de esperanza.
«Ven,
Señor, y no tardes». Preparemos el camino para el Señor que
llegará pronto; y si advertimos que nuestra visión está nublada y no vemos con
claridad esa luz que procede de Belén, de Jesús, es el momento de apartar los
obstáculos. Es tiempo de hacer con especial finura el examen de conciencia y de
mejorar en nuestra pureza interior para recibir a Dios. Es el momento de
discernir qué cosas nos separan del Señor, y tirarlas lejos de nosotros. Para
ello, este examen debe ir a las raíces mismas de nuestros actos, a los motivos
que inspiran nuestras acciones.
II. Como
en este tiempo queremos de verdad acercarnos más a Dios, examinaremos a fondo
nuestra alma. Allí encontraremos los verdaderos enemigos que luchan sin tregua
para mantenernos alejados del Señor. De una forma u otra, allí están los
principales obstáculos para nuestra vida cristiana: la concupiscencia
de la carne, la concupiscencia de los ojos y el orgullo de la vida6.
«La
concupiscencia de la carne no es solo la tendencia desordenada de los sentidos
en general (...), no se reduce exclusivamente al desorden de la sensualidad,
sino también a la comodidad, a la falta de vibración, que empuja a buscar lo
más fácil, lo más placentero, el camino en apariencia más corto, aun a costa de
ceder en la fidelidad a Dios (...).
»El
otro enemigo (...) es la concupiscencia de los ojos, una avaricia de fondo, que
lleva a no valorar sino lo que se puede tocar (...).
»Los
ojos del alma se embotan; la razón se cree autosuficiente para entender todo,
prescindiendo de Dios. Es una tentación sutil, que se ampara en la dignidad de
la inteligencia, que Nuestro Padre Dios ha dado al hombre para que lo conozca y
lo ame libremente. Arrastrada por esa tentación, la inteligencia humana se
considera el centro del universo, se entusiasma de nuevo con el seréis
como dioses (Gen 3, 5) y, al llenarse de amor por sí
misma, vuelve la espalda al amor de Dios.
»La
existencia nuestra puede, de este modo, entregarse sin condiciones en manos del
tercer enemigo, de la superbia vitae. No se trata solo de
pensamientos efímeros de vanidad o de amor propio: es un engreimiento general.
No nos engañemos, porque este es el peor de los males, la raíz de todos los
descaminos»7.
Puesto
que el Señor viene a nosotros, hemos de prepararnos. Cuando llegue la Navidad,
el Señor debe encontrarnos atentos y con el alma dispuesta; así debe hallarnos
también en nuestro encuentro definitivo con Él. Necesitamos enderezar los
caminos de nuestra vida, volvernos hacia ese Dios que viene a nosotros. Toda la
existencia del hombre es una constante preparación para ver al Señor, que cada
vez está más cerca, pero en el Adviento la Iglesia nos ayuda a pedir de una
manera especial; Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas,
haz que camine con lealtad: enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador8.
Prepararemos
este encuentro en el sacramento de la Penitencia. Cercana ya la Navidad de
1980, el Papa Juan Pablo II estuvo con más de dos mil niños en una parroquia
romana. Y comenzó la catequesis: ¿Cómo os preparáis para la Navidad?
Con la oración, responden los chicos gritando. Bien, con la oración,
les dice el Papa, pero también con la Confesión. Tenéis que confesaros
para acudir después a la Comunión. ¿Lo haréis? Y los millares de
chicos, más fuerte todavía, responden: ¡Lo haremos! Sí, debéis hacerlo,
les dice Juan Pablo II. Y en voz más baja: El Papa también se confesará
para recibir dignamente al Niño Dios.
Así lo
haremos también nosotros en las semanas que faltan para la Nochebuena, con más
amor, con más contrición cada vez. Porque siempre podemos recibir con mejores
disposiciones este sacramento de la misericordia divina, como consecuencia de
examinar más a fondo nuestra alma.
III. En
aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Estad sobre aviso, velad y orad,
porque no sabéis cuándo será el tiempo (...). Velad, pues, porque no sabéis
cuándo vendrá el dueño de la casa: si a la tarde, o a media noche, o al canto
del gallo, o a la mañana. No sea que cuando viniere de repente, os halle
durmiendo. Y lo que a vosotros digo a todos digo, velad9.
Para
mantener este estado de vigilia es necesario luchar, porque la tendencia de
todo hombre es vivir con los ojos puestos en las cosas de la tierra.
Especialmente en este tiempo de Adviento, no vamos a dejar que se
ofusquen nuestros corazones con la glotonería y embriaguez y los cuidados de
esta vida, y perder de vista así la dimensión sobrenatural que deben tener
todos nuestros actos. San Pablo compara esta vigilia sobre nosotros a la
guardia que hace el soldado bien armado que no se deja sorprender10.
«Este adversario enemigo nuestro por dondequiera que pueda procura dañar; y
pues él no anda descuidado, no lo andemos nosotros»11.
Estaremos
alerta si cuidamos con esmero la oración personal, que evita la tibieza y, con
ella, la muerte de los deseos de santidad; estaremos vigilantes si no
descuidamos las mortificaciones pequeñas, que nos mantienen despiertos para las
cosas de Dios. Estaremos atentos mediante un delicado examen de conciencia, que
nos haga ver los puntos en que nos estamos separando, casi sin darnos cuenta,
de nuestro camino.
«Hermanos
–nos dice San Bernardo–, a vosotros, como a los niños, Dios revela lo que ha
ocultado a los sabios y entendidos: los auténticos caminos de la salvación.
Meditad en ellos con suma atención. Profundizad en el sentido de este Adviento.
Y, sobre todo, fijaos quién es el que viene, de dónde viene y a dónde viene,
para qué, cuándo y por dónde viene. Tal curiosidad es buena. La Iglesia
universal no celebraría con tanta devoción este Adviento si no contuviera algún
gran misterio»12.
Salgamos
con corazón limpio a recibir al Rey supremo, porque está para venir y no
tardará, leemos en las antífonas de la liturgia.
Santa
María, Esperanza nuestra, nos ayudará a mejorar en este tiempo de Adviento.
Ella espera con gran recogimiento el nacimiento de su Hijo, que es el Mesías.
Todos sus pensamientos se dirigen a Jesús, que nacerá en Belén. Junto a Ella
nos será fácil disponer nuestra alma para que la llegada del Señor no nos
encuentre dispersos en otras cosas, que tienen poca o ninguna importancia ante
Jesús.
1 Colecta
de la Misa del día. —
2 Cfr.
R. A. Knox, Sermón sobre el Adviento, 21-XII-1947. —
3 Jn 1,
11.—
4 Cfr. Rom 13,
11. —
5 Salmo
responsorial. Lunes de la I Semana de Adviento. —
6 1
Jn 2, 16. —
7 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 5-6. —
8 Salmo
responsorial de la Misa del día. Ciclo C. Sal 24. —
9 Mc 13,
33-37. Evangelio de la Misa del día. Ciclo B. —
10 Cfr. 1
Tes 5, 4-11. —
11 Santa
Teresa, Camino de perfección, 19, 13. —
12 San
Bernardo, Sermón sobre los seis aspectos del Adviento, 1.
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