Francisco Fernández-Carvajal 30 de noviembre de 2018
—
Anhelo del Cielo.
— La
«divinización» del alma, de sus potencias y del cuerpo glorioso.
— La
gloria accidental. Estar vigilantes.
I. Me
mostró el río del agua de la vida claro como un cristal, procedente del trono
de Dios y del Cordero. En medio de su plaza, y en una y otra orilla del río,
está el árbol de la vida, que produce frutos doce veces (...). En ella estará
el trono de Dios y del Cordero, y sus siervos le darán culto, verán su rostro y
llevarán su nombre grabado en sus frentes1.
La Sagrada Escritura acaba donde comenzó: en el Paraíso. Y las lecturas de este
último día del año litúrgico nos señalan el fin de nuestro caminar aquí en la
tierra: la Casa del Padre, nuestra morada definitiva,
El Apocalipsis nos
enseña, mediante símbolos, la realidad de la vida eterna, donde se verá
cumplido el anhelo del hombre: la visión de Dios y la felicidad sin término y
sin fin. San Juan nos presenta en esta lectura el encuentro de
quienes fueron fieles en esta vida: el agua es el símbolo del Espíritu Santo,
que procede del Padre y del Hijo, representado por el río que surge del trono
de Dios y del Cordero. El nombre de Dios sobre las frentes de los elegidos
expresa su pertenencia al Señor2.
En el Cielo ya no habrá noche: no será necesaria luz ni lámparas ni el
sol, porque el Señor Dios alumbrará sobre ellos y reinará por los siglos de los
Siglos3.
La
muerte de los hijos de Dios será solo el paso previo, la condición
indispensable, para reunirse con su Padre Dios y permanecer con Él por toda la
eternidad. Junto a Él ya no habrá noche. En la medida en que vamos
creciendo en el sentido de la filiación divina, perdemos el miedo a la muerte,
porque sentimos con más fuerza el anhelo de encontrarnos con nuestro Padre, que
nos espera. Esta vida es solo el camino hasta Él; «por eso es necesario vivir y
trabajar en el tiempo llevando en el corazón la nostalgia del Cielo»4.
Muchos
hombres, sin embargo, no tienen en su corazón esta «nostalgia del Cielo» porque
se encuentran aquí satisfechos de su prosperidad y confort material y se
sienten como si estuvieran en casa propia y definitiva, olvidando que no
tenemos aquí morada permanente5 y
que nuestro corazón está hecho para los bienes eternos. Han empequeñecido su
corazón y lo han llenado de cosas que poco o nada valen, y que dejarán para
siempre dentro de un tiempo no demasiado largo.
Los
cristianos amamos la vida y todo lo que en ella encontramos de noble: amistad, trabajo,
alegría, amor humano..., y no debe extrañarnos que a la hora de dejar este
mundo experimentemos cierto temor y desazón, pues el cuerpo y el alma fueron
creados por Dios para estar unidos y solo tenemos experiencia de este mundo.
Sin embargo, la fe nos dará el consuelo inefable de saber que la vida
se transforma, no se pierde; y al deshacerse la casa de nuestra habitación
terrena, se nos prepara en el Cielo una eterna morada6.
Después nos espera la Vida.
Los
hijos de Dios quedarán maravillados en la gloria al ver todas las perfecciones
de su Padre, de las que solo tuvieron un anticipo en la tierra. Y se sentirán
plenamente en su casa, en su morada ya definitiva, en el seno de la Trinidad
Beatísima7.
Por
eso, podemos exclamar: «¡Si no nos morimos!: cambiamos de casa y nada más. Con
la fe y el amor, los cristianos tenemos esta esperanza; una esperanza cierta.
No es más que un hasta luego. Nos debíamos morir despidiéndonos
así: ¡hasta luego!»8.
II. Los
santos del Altísimo recibirán el reino y lo poseerán por los siglos de los
siglos9.
En el
Cielo todo nos parecerá enteramente joven y nuevo. Y esta novedad será tan
impresionante que el viejo universo habrá desaparecido como un volumen
enrollado10; y, sin embargo, el Cielo no será extraño a
nuestros ojos. Será la morada que aun el corazón más depravado siempre anheló
en el fondo de su ser. Será la nueva comunidad de los hijos de Dios, que habrán
alcanzado allí la plenitud de su adopción. Estaremos con nuevos corazones y
voluntades nuevas, con nuestros propios cuerpos transfigurados después de la
resurrección. Y esta felicidad en Dios no excluirá las genuinas relaciones
personales. «Ahí entran todos los amores humanos verdaderos, auténticamente personales:
El amor de los esposos, aquel entre padre e hijos, la amistad, el parentesco,
la limpia camaradería...
»Vamos
todos caminando por la vida y, según pasan los años, son cada vez más numerosos
los seres queridos que nos aguardan al otro lado de la barrera
de la muerte. Esta se convierte en algo menos temeroso, incluso en algo alegre,
cuando vamos siendo capaces de advertir que es la puerta de nuestro
verdadero hogar en el que nos aguardan ya los que nos
han precedido en el signo de la fe. Nuestro común hogar no
es la tumba fría; es el seno de Dios»11.
Aquí
nos encontramos con una pobreza desoladora para hacernos cargo de lo que será
nuestra vida en el Cielo junto a nuestro Padre Dios. El Antiguo Testamento
apunta la vida del Cielo evocando la tierra prometida, en la que ya no se
sufrirán la sed y el cansancio, sino que, por el contrario, abundarán todos los
bienes. No padecerán hambre ni sed, ni les afligirá el viento solano ni
el sol, porque los guiará el que se ha compadecido de ellos, y los llevará a
manantiales de agua12.
Jesús, en el que tiene lugar la plenitud de la revelación, nos insiste una y
otra vez en esta felicidad perfecta e inacabable. Su mensaje es de alegría y de
esperanza en este mundo y en el que está por llegar.
El
alma y sus potencias, y el cuerpo después de la resurrección, quedarán como
divinizados, sin que esto suprima la diferencia infinita entre la creatura y su
Creador. Además de contemplar a Dios tal como es en sí mismo, los
bienaventurados conocen en Dios de modo perfectísimo a las criaturas
especialmente relacionadas con ellos, y de este conocimiento obtienen también
un inmenso gozo. Afirma Santo Tomás que los bienaventurados conocen en Cristo
todo lo que pertenece a la belleza e integridad del mundo, en cuanto forman
parte del universo. Y por ser miembros de la comunidad humana, conocen lo que
fue objeto de su cariño o interés en la tierra; y en cuanto criaturas elevadas
al orden de la gracia, tienen un conocimiento claro de las verdades de fe
referentes a la salvación: la encarnación del Señor, la maternidad divina de
María, la Iglesia, la gracia y los sacramentos13.
«Piensa
qué grato es a Dios Nuestro Señor el incienso que en su honor se quema; piensa
también en lo poco que valen las cosas de la tierra, que apenas empiezan ya se
acaban...
«En
cambio, un gran Amor te espera en el Cielo: sin traiciones, sin engaños: ¡todo
el amor, toda la belleza, toda la grandeza, toda la ciencia ... ! Y sin
empalago: te saciará sin saciar»14.
III. En
el Cielo veremos a Dios y gozaremos en Él con un gozo infinito, según la
santidad y los méritos adquiridos aquí en la tierra. Pero la misericordia de
Dios es tan grande, y tanta su largueza, que ha querido que sus elegidos
encuentren también un nuevo motivo de felicidad en el Cielo a través de los
bienes legítimos creados a los que el hombre aspira; es lo que llaman los
teólogos gloria accidental. A esta bienaventuranza pertenecen la
compañía de Jesucristo, a quien veremos glorioso, al que reconoceremos después
de tantos ratos de conversación con Él, de tantas veces como le recibimos en la
Sagrada Comunión..., la compañía de la Virgen, de San José, de los Ángeles, en
particular del propio Ángel Custodio, y de todos los santos. Especial alegría
nos producirá encontrarnos con los que más amamos en la tierra: padres,
hermanos, parientes, amigos..., personas que influyeron de una manera decisiva
en nuestra salvación...
Además,
como cada hombre, cada mujer, conserva su propia individualidad y sus
facultades intelectuales, también en el Cielo es capaz de adquirir otros
conocimientos utilizando sus potencias15.
Por eso será un motivo de gozo la llegada de nuevas almas al Cielo, el progreso
espiritual de las personas queridas que quedaron en la tierra, el fruto de los
propios trabajos apostólicos a lo largo del tiempo, la fecundidad sobrenatural
de las contrariedades y dificultades padecidas por servir al Maestro... A esto
se añadirá, después del juicio universal, la posesión del propio cuerpo,
resucitado y glorioso, para el que fue creada el alma. Esta gloria
accidental aumentará hasta el día del juicio universal16.
Es
bueno y necesario fomentar la esperanza del Cielo; consuela en los momentos más
duros y ayuda a mantener firme la virtud de la fidelidad. Es tanto lo que nos
espera dentro de poco tiempo que se entienden bien las continuas advertencias
del Señor para estar vigilantes y no dejarnos envolver por los asuntos de la
tierra de tal manera que olvidemos los del Cielo. En el Evangelio de la Misa de
hoy17, el último del año litúrgico, nos advierte Jesús: Tened
cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida, la preocupación del
dinero y se os eche encima aquel día... Estad siempre despiertos... y manteneos
en pie ante el Hijo del Hombre.
Pensemos
con frecuencia en aquellas otras palabras de Jesús: Voy a prepararos un
lugar18. Allí, en el Cielo, tenemos nuestra casa definitiva, muy
cerca de Él y de su Madre Santísima. Aquí solo estamos de paso. «Y cuando
llegue el momento de rendir nuestra alma a Dios, no tendremos miedo a la
muerte. La muerte será para nosotros un cambio de casa. Vendrá cuando Dios
quiera, pero será una liberación, el principio de la Vida con mayúscula. Vita
mutatur, non tollitur (Prefacio I de Difuntos) (...). La vida
se cambia, no nos la arrebatan. Empezaremos a vivir de un modo nuevo, muy
unidos a la Santísima Virgen, para adorar eternamente a la Trinidad Beatísima,
Padre, Hijo y Espíritu Santo, que es el premio que nos está reservado»19.
Mañana
comienza el Adviento, el tiempo de la espera y de la esperanza; esperemos a
Jesús muy cerca de María.
1 Primera
lectura. Año II. Apoc 22, 1-6. —
2 Cfr. Sagrada
Biblia, EUNSA, Pamplona 1989, vol. XII, Apocalipsis, in
loc. —
3 Apoc 22,
5. —
4 Juan
Pablo II, Alocución 22-X-1985. —
5 Heb 13,
14. —
6 Misal
Romano, Prefacio de difuntos. —
7 Cfr. B.
Perquin, Abba, Padre, p. 343. —
8 San
Josemaría Escrivá, en Hoja informativa sobre el proceso de
beatificación de este Siervo de Dios, n. 1, p. 5. —
11 C.
López-Pardo, Sobre la vida y la muerte, Rialp, Madrid 1973,
p. 358. —
12 Is 49,
10. —
13 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 1, q. 89, a. 8. —
14 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 995. —
15 Cfr. Santo
Tomás, o. c., 1, q. 89, ad 1 ad 3, aa. 5 y 6; 3, q. 67, a.
2. —
16 Cfr. Catecismo
Romano, 1, 13, n. 8. —
17 Lc 21,
34-36. —
18 Jn 14,
2. —
19 A.
del Portillo, Homilía 15-VIII-1989, en Romana,
n. 9, VII-XII-89, p. 243.
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