2023 comenzó con protestas desde temprano. Protestas sociales que son un reclamo a la política, para que vuelva la vista y tome en serio su papel esencial de búsqueda del bien común. Reclamo a la política gubernamental, a la que incumbe la responsabilidad principal de atender lo que en medida nada despreciable, es consecuencia de sus acciones u omisiones, incluido el deterioro vertical de la reputación internacional de Venezuela y las medidas de gobiernos extranjeros que perjudican a los venezolanos, por cierto posteriores a la crisis que acentúan pero no han causado. Reclamo también, cómo no, a la política de quienes se ofrecen como alternativa al poder, en cuya agenda figuran escasamente y casi siempre limitados a la denuncia, los temas de la precariedad e incertidumbre que afecta la vida de la mayoría y las respuestas que señalen esperanza de superarlas.
La respuesta represiva a esas manifestaciones no es eficaz ni puede serlo. Tampoco la propaganda o las contramarchas de partidarios del grupo en el poder. La realidad no admite soluciones de apariencia y la realidad venezolana es la de una crisis demasiado larga, cuya anchura y profundidad no deja nadie a salvo, ni siquiera al “enchufadismo” emergente tentado de creer que está muy por encima del riesgo. Pero es que una sociedad donde la mayoría padece, no puede ser segura para ninguno de sus integrantes. Que eso no es nuevo es sabido, pero también que los mayoritarios padecimientos no se veían aquí desde tiempos muy remotos y el contexto de hoy, en Venezuela y el mundo, es muy distinto, así que nuestros retrocesos contrastan con los progresos que hoy son posibles y que en muchas partes existen, como están viviendo y relatan los casi ocho millones de compatriotas andan por el mundo, aunque no haya sido parejo su éxito en las lejanas latitudes. Y esa emigración gigantesca es, también, un dato inédito para nosotros los venezolanos.
Ya en 2022 se acentuaba la tendencia de años anteriores en cuanto a protestas, sobre todo por derechos económicos, sociales, culturales y ambientales, por encima de aquellas por derechos civiles y políticos. Pero este enero, siguiendo la misma tendencia, lo que se ha notado es una ola contagiosa y crecientemente masiva. Debe haber factores de organización o articulación, pero lo principal es que el descontento tiene un fermento real. Salarios bajísimos, servicios deteriorados, legalidad ineficaz. La pandemia “ayudó” al gobierno al posponer protestas, pero tarde o temprano, la realidad nos alcanza.
Protestan los educadores por salarios dignos. Lo mismo reclaman otros trabajadores, señaladamente los de la salud. Se escucha con más fuerza la voz de pensionados y jubilados. El hecho ostensible es que no les da. Es imposible vivir así. Es propia del gremialismo la reivindicación salarial y como a política gubernamental había sido elevar el salario mínimo, hacia esos lados apuntan lo petitorios. La verdad es que la inflación se devora los ingresos y mientras esa no sea controlada, cualquier aumento se esfumará. Pero así como el poder no explicará, porque el fondo de la cuestión lo acusa, tampoco se expresan con fuerza otros actores sociales que le digan a la gente por qué pasa lo que pasa y qué hay que hacer que se atrevan a salir del círculo vicioso.
La verdad es que son muy pocos los jóvenes que quieren ser docentes, eso se nota en la matrícula de los pedagógicos, mientras por otro lado abundan los que dejan la profesión. Ya ser profesor no es un menester de clase media. Con esa remuneración y lo que implica en estima social, ni hablar. Para ellos y para la sociedad toda, la vida real demuestra que el crecimiento relativo de una economía empequeñecida, lo que ha traído es acentuación de las desigualdades.
Proporción determinante de quienes protestan son o han sido trabajadores del sector público, donde peor está la cosa. La empresa privada que trabaja en este clima incierto, hace esfuerzos enormes por mejorar la situación para sus trabajadores.
Los que protestan lo hacen porque ya no es posible ocultar la realidad que se nos viene encima.
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