Francisco Fernández-Carvajal 07 de noviembre de
2019
@hablarcondios
— La ayuda a las almas del Purgatorio, una verdad
vivida en la Iglesia desde los primeros tiempos.
— Acortar su espera para entrar en el Cielo con
nuestra oración y buenas obras.
— Las indulgencias.
I. En este mes de
noviembre la Iglesia, como buena Madre, multiplica los sufragios por las almas
del Purgatorio y nos invita a meditar sobre el sentido de la vida a la luz de
nuestro fin último: la vida eterna, a la que nos encaminamos deprisa.
La liturgia nos recuerda que a las almas que se
purifican en el Purgatorio llega el amor de sus hermanos de la tierra, que se
puede merecer por ellas y acortar esa espera del Cielo. La muerte no destruye
la comunidad fundada por el Señor, sino que la perfecciona. La unión en Cristo
es más fuerte que la separación corporal, porque el Espíritu Santo es un
poderoso vínculo de unión entre los cristianos. Hasta ellos fluye el amor y la
fidelidad de los que peregrinan por la tierra llevándoles alegría y acortando
ese poco espacio que todavía les separa de la bienaventuranza eterna; y esto,
aunque no se intente expresamente. Si se quiere conscientemente, esa corriente
de amor y alegría hacia ellos es mayor aún1.
En la Liturgia de las Horas2 leemos
hoy la narración de una batalla que los israelitas ganaron con la ayuda divina.
Al día siguiente de la victoria, cuando Judas Macabeo mandó recoger los cuerpos
de los soldados caídos en la lucha, se descubrió que habían muerto aquellos que
entre sus ropas llevaban objetos consagrados a los ídolos de los pueblos
vecinos. Al ver esto, todos bendijeron al Señor, justo Juez, que
descubre las cosas ocultas. Judas Macabeo mandó entonces hacer una colecta,
y recogieron dos mil dracmas, que envió a Jerusalén para ofrecer
sacrificios por el pecado. Porque –concluye el autor sagrado– obra
santa y piadosa es orar por los difuntos para que sean absueltos de sus pecados.
Innumerables epitafios y muchos textos atestiguan que
la Iglesia, desde los primeros tiempos, «conservó con gran piedad el recuerdo
de los difuntos y ofreció sufragios por ellos»3,
con el pleno convencimiento de que podía aliviar las penas de las almas del
Purgatorio. Pues «si los hombres de Matatías expiaron con oblaciones los
crímenes de aquellos que cayeron en el combate después de haber obrado
impíamente –comenta San Efrén–, ¡cuánto más los sacerdotes del Hijo expían, con
santas ofrendas y la oración de su boca, los pecados de los difuntos!»4.
Tanto arraigó entre los primeros cristianos la
costumbre de pedir por los difuntos que muy pronto se estableció un lugar fijo
dentro de la Misa para recomendarlos a Dios, incluso por sus nombres: acuérdate,
Señor, de tus hijos N. y N., que nos han precedido en el signo de la fe y
duermen ya el sueño de la paz. A ellos, Señor, y a cuantos descansan en Cristo,
te rogamos les concedas el lugar del consuelo, de la luz y de la paz. En
otra Plegaria Eucarística podemos leer: Acuérdate también de nuestros
hermanos que durmieron con la esperanza de la resurrección y de todos los que
han muerto en tu misericordia; admítelos a contemplar la luz de tu rostro5.
Estos términos empleados en la liturgia de la Misa provienen muy probablemente
de los epitafios de los sepulcros de las catacumbas: «con el signo de la fe»,
«con el sueño de los justos», «lugar de refrigerio», son fórmulas que se
encuentran en los cementerios romanos de los primeros siglos y en las Actas
de los Mártires6.
Esta verdad –la de poder interceder por quienes nos
precedieron–, admitida desde siempre por el pueblo cristiano, fue declarada
solemnemente como verdad de fe7.
Nosotros, mientras hacemos este rato de meditación,
podemos recordar a esas personas que ya han muerto y que siguen estando unidas
a nosotros por fuertes vínculos. Examinemos hoy cómo es nuestra oración por
ellos. No olvidemos que se trata de una gran obra de misericordia muy grata al
Señor.
II. ¡Oh
Dios!, Tú eres mi Dios, yo te busco desde el amanecer; mi alma tiene sed de Ti,
mi carne languidece junto a Ti, como tierra árida y seca, sin agua8. Mi
alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo iré y compareceré ante la faz de
Dios?9. A las almas del Purgatorio se les puede aplicar con especial
fuerza esta necesidad y deseo del autor sagrado.
Los pecados llevan consigo un doble desorden. En
primer lugar, está la ofensa a Dios, que acarrea para el alma lo que los
teólogos llaman reato de culpa, la enemistad y alejamiento de Dios
que, si se trata de un pecado mortal, supone una desviación radical del alma
respecto al fin para el que ha sido creada, y se hace merecedora de la
privación eterna de Dios. Esa culpa, en el caso de los pecados cometidos
después del Bautismo, se perdona en la Confesión sacramental.
Además, y en la medida en que el pecado significa una
conversión hacia las criaturas, provoca un desorden que alcanza al propio
pecador, que trunca su propia realización personal, y a los otros fieles, a los
que está unido íntimamente por la Comunión de los Santos, y a los que perjudica
y ofende, pues, ciertamente, «el pecado merma al hombre, impidiéndole lograr su
propia plenitud»10;
pero además, «el alma que se abaja por el pecado abaja consigo a la Iglesia y,
en cierto modo, al mundo entero»11.
Estas consecuencias del pecado personal es lo que se llama reato, o
resto, de pena, que subsiste ordinariamente incluso después de la
absolución sacramental, y que ha de repararse en esta vida con el cumplimiento
de la penitencia impuesta en la Confesión, de otras buenas obras, o mediante
las indulgencias concedidas por la Iglesia. El alma que sale de este mundo sin
la suficiente reparación, o con pecados veniales y faltas de amor a Dios, deberá
purificarse en el Purgatorio12,
pues en el Cielo no puede entrar nada sucio13.
Allí satisfacen por sus culpas y manchas, sin merecimiento alguno –con la
muerte termina el tiempo de merecer–, sin aumento de su amor a Dios.
En el Purgatorio, junto a un dolor inimaginable,
existe también una gran alegría, porque las almas allí detenidas se saben
confirmadas en gracia y, por tanto, destinadas a la felicidad eterna. Nosotros
podemos merecer y ayudar a las almas que se preparan para entrar en el Cielo,
principalmente con la Santa Misa, lo más grande que –unidos a Cristo– podemos
ofrecer a Dios Padre en este mundo. La Iglesia, al conmemorar cada año a todos
los fieles difuntos, se acuerda, especialmente a lo largo de este mes de
noviembre, de esos hijos suyos que aún no pueden participar plenamente de la
bienaventuranza eterna, y alienta al frecuente ofrecimiento del Santo
Sacrificio por ellos, concede especiales indulgencias aplicables a estas almas
y mueve a todos a que colaboren en una obra de misericordia que da sus frutos
más allá del mundo terreno. El Señor ha querido que cualquier obra buena
realizada en estado de gracia pueda ayudar a los difuntos y alcanzar un premio
ante Él; y estos méritos pueden ser aplicados por los difuntos del Purgatorio,
a modo de sufragio, de ayuda. Así, la recepción de los sacramentos,
especialmente de la Comunión, el Santo Rosario, el ofrecimiento de la
enfermedad, del dolor, de las contrariedades de cada día. Entre estas obras
disponemos cada jornada de un gran instrumento de ayuda a nuestros hermanos
difuntos: el trabajo o el estudio, hechos a conciencia, con perfección humana y
sentido sobrenatural.
III.
Particular importancia en la ayuda que podemos prestar a las almas del
Purgatorio tienen las indulgencias, plenarias o parciales, que
pueden aplicarse como un sufragio; incluso algunas están previstas
exclusivamente en favor de los difuntos. La Iglesia concede indulgencia parcial
por muchas obras de piedad (por la oración mental, el rezo del Ángelus o
del Regina Coeli; el uso de un objeto piadoso –crucifijo,
cruz, rosario, escapulario, medalla– bendecido por un sacerdote, y si está
bendecido por el Romano Pontífice o por un prelado se gana indulgencia plenaria
en la fiesta de San Pedro y San Pablo realizando un acto de fe; lectura de la
Sagrada Escritura; rezo del Acordaos; Comunión espiritual, con
cualquier fórmula; todas las letanías; rezo del Adoro te devote; Salve;
oración por el Papa; retiro espiritual...), y algunas las enriquece aún más,
otorgándoles –con las condiciones habituales: Confesión, Comunión, oración por
el Romano Pontífice– el beneficio de la indulgencia plenaria, que
remite toda la pena temporal debida por los pecados. Es lo que sucede, por
ejemplo, con el rezo del Rosario en familia, la práctica del Viacrucis,
la media hora de oración ante el Santísimo Sacramento, la piadosa visita a un
cementerio en estos primeros ocho días del mes de noviembre...
Según enseñan Santo Tomás de Aquino14 y
otros muchos teólogos, las almas del Purgatorio pueden acordarse de las
personas queridas que han dejado en la tierra y pedir por ellas, aunque ignoren
–a no ser que Dios se lo quiera manifestar– las necesidades concretas de quienes
aún viven en la tierra. Interceden por sus seres queridos que dejaron aquí,
como nosotros rezamos por ellos aun sin saber con certeza si están en el
Purgatorio o gozan ya de Dios en el Cielo. Ellas no pueden merecer, pero sí
interceder, poniendo delante del Señor los méritos adquiridos aquí en la
tierra; nos ayudan en muchas de las necesidades diarias, «y especialmente a los
que estuvieron unidos a ellos durante esta vida»15,
a quienes más les ayudaron a alcanzar la salvación, a quienes tenían
especialmente encomendados. No dejemos de acudir a ellas..., y seamos generosos
en los sufragios a los que la liturgia nos mueve en este mes de modo muy
particular.
1 Cfr. M.
Schmaus, Teología dogmática, Rialp, Madrid 1965, vol.
II, Los novísimos, p. 503. —
2 Cfr. Liturgia
de las Horas. Primera lectura. 1 Mac 9, 1-22. —
3 Conc
Vat II, Const. Lumen gentium, 50. —
4 San
Efrén, Testamentum, 78. —
5 Misal
Romano, Plegarias I y II. —
6 Cfr. F.
Suárez, El sacrificio del altar, Rialp, Madrid 1989, p.
208. —
7 II
Conc. de Lyon, Profesión de fe de Miguel Paleólogo. Dz 464
(858). —
8 Sal 52,
1. —
9 Sal 41,
3. —
10 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 13. —
11 Juan
Pablo II, Exhort. Apost. Reconciliatio et paenitentia,
2-XII-1984, 16 —
12 S.
C. para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos sobre algunas
cuestiones referentes a la escatología, 17-V-1979, 7. —
13 Apoc 21,
27. —
14 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 1, q. 89. —
15 M.
Schmaus, o. c., p. 507.
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