Francisco Fernández-Carvajal 08 de noviembre de
2019
@hablarcondios
— Pertenecemos a Dios por entero.
— Unidad de vida.
— Rectificar la intención.
I. En la Antigüedad,
el siervo se debía íntegramente a su señor. Su actividad llevaba consigo una
dedicación tan total y absorbente que no cabía compartirla con otro trabajo u
otro amo. Así se entienden mejor las palabras de Jesús, que leemos en el
Evangelio de la Misa1: Ningún
criado puede servir a dos señores, pues odiará a uno y amará al otro, o
preferirá a uno y despreciará al otro. Y concluye el Señor: No
podéis servir a Dios y al dinero.
Seguir a Cristo significa encaminar a Él todos
nuestros actos. No tenemos un tiempo para Dios y otro para el estudio, para el
trabajo, para los negocios: todo es de Dios y a Él debe ser orientado.
Pertenecemos por entero al Señor y a Él dirigimos nuestra actividad, el
descanso, los amores limpios... Tenemos una sola vida, que se ordena a Dios con
todos los actos que la componen. «La espiritualidad no puede ser nunca
entendida como un conjunto de prácticas piadosas y ascéticas yuxtapuestas de
cualquier modo al conjunto de derechos y deberes determinados por la propia
condición; por el contrario, las propias circunstancias, en cuanto respondan al
querer de Dios, han de ser asumidas y vitalizadas sobrenaturalmente por un
determinado modo de desarrollar la vida espiritual, desarrollo que ha de
alcanzarse precisamente en y a través de aquellas circunstancias»2.
Como el hilo sujeta las cuentas de un collar, así el
deseo de amar a Dios, la rectitud de intención, dan unidad a todo cuanto
hacemos. Por el ofrecimiento de obras pertenecen al Señor todas nuestras
actividades de la jornada, las alegrías y las penas. Nada queda fuera del amor.
«En nuestra conducta ordinaria, necesitamos una virtud muy superior a la del
legendario rey Midas: él convertía en oro cuanto tocaba.
»—Nosotros hemos de convertir –por amor– el trabajo
humano de nuestra jornada habitual, en obra de Dios, con alcance eterno»3.
El quehacer de todos los días, el cuidado de los
instrumentos que empleamos en el trabajo, el orden, la serenidad ante las
contradicciones que se presentan, la puntualidad, el esfuerzo que supone el
cumplimiento del deber... es la materia que debemos transformar en el oro del
amor a Dios. Todo está dirigido al Señor, que es quien da un valor eterno a
nuestras obras más pequeñas.
II. El empeño por
vivir como hijos de Dios se realiza principalmente en el trabajo, que hemos de
dirigir a Dios; en el hogar, llenándolo de paz y de espíritu de servicio; y en
la amistad, camino para que los demás se acerquen más y más al Señor. Con todo,
en cualquier momento del día o de la noche debemos mantener ese empeño por ser,
con la ayuda de la gracia, hombres y mujeres de una pieza, que no se comportan
según el viento que corre o que dejan el trato con el Señor para cuando están
en la iglesia o recogidos en oración. En la calle, en el trabajo, en el
deporte, en una reunión social, somos siempre los mismos: hijos de Dios, que
reflejan con amabilidad su seguimiento a Cristo en situaciones bien
diversas: ya comáis, ya bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo
todo para la gloria de Dios4,
aconsejaba San Pablo a los primeros cristianos. «Cuando te sientes a la mesa
–comenta San Basilio a propósito de este versículo–, ora. Cuando comas pan,
hazlo dando gracias al que es generoso. Si bebes vino, acuérdate del que te lo
ha concedido para alegría y alivio de enfermedades. Cuando te pongas la ropa,
da gracias al que benignamente te la ha dado. Cuando contemples el cielo y la
belleza de las estrellas, échate a los pies de Dios y adora al que con su
Sabiduría dispuso todas estas cosas. Del mismo modo, cuando sale el sol y
cuando se pone, mientras duermas y despierto, da gracias a Dios que creó y
ordenó todas estas cosas para provecho tuyo, para que conozcas, ames y alabes
al Creador»5. Todas las realidades nobles nos deben llevar a Él.
De la misma manera que cuando se ama a una criatura de
la tierra se la quiere las veinticuatro horas del día, el amor a Cristo
constituye la esencia más íntima de nuestro ser y lo que configura nuestro
actuar. Él es nuestro único Señor, al que procuramos servir en medio de los
hombres, siendo ejemplares en el trabajo, en los negocios, a la hora de vivir
la doctrina social de la Iglesia en los diversos ámbitos de nuestra actividad,
en el cuidado de la naturaleza, que es parte de la Creación divina... No
tendría sentido que una persona que tratara al Señor con intimidad no se esforzara
a la vez, y como una consecuencia lógica, por ser cordial y optimista, por ser
puntual en su trabajo, por aprovechar el tiempo, por no hacer chapuzas en su
tarea...
El amor a Dios, si es auténtico, se refleja en todos
los aspectos de la vida. De aquí que, aunque las cuestiones temporales tengan
su propia autonomía y no exista una «solución católica» a los problemas
sociales, políticos, etc., tampoco existan ámbitos de «neutralidad», donde el
cristiano deje de serlo y de actuar como tal6.
Por eso, el apostolado fluye espontáneo allí donde se encuentra un discípulo de
Cristo, porque es consecuencia inmediata de su amor a Dios y a los hombres.
III. Los
fariseos que escuchaban al Señor eran amantes del dinero y
trataban de compaginar su amor a las riquezas y a Dios, al que pretendían
servir. Por eso, se burlaban de Jesús. También hoy los hombres
tratan, en ocasiones, de ridiculizar el servicio total a Dios y el desprendimiento
de los bienes materiales, porque –como los fariseos– no solo no están
dispuestos a ponerlo en práctica, sino que ni siquiera conciben que otros
puedan tener esa generosidad: piensan, quizá, que pueden existir ocultos
intereses en quienes de verdad han escogido, en medio del mundo o fuera de él,
a Cristo como único Señor7.
Jesús pone al descubierto la falsedad de aquella
aparente bondad de los fariseos: Vosotros -les dice- os
hacéis pasar por justos delante de los hombres; pero Dios conoce vuestros
corazones; porque lo que parece excelso ante los hombres, es abominable delante
de Dios. El Señor señala con una palabra fortísima –abominable– la
conducta de aquellos hombres faltos de unidad de vida que, con la apariencia de
ser fieles servidores de Dios, estaban muy lejos de Él, como se reflejaba en
sus obras: gustan pasear vestidos con largas túnicas y anhelan los
saludos en las plazas, los primeros asientos en las sinagogas y los primeros
puestos en los banquetes, y devoran las casas de las viudas con el pretexto de
largas oraciones...8.
En realidad, poco o nada amaban a Dios; se amaban a sí mismos.
Dios conoce vuestros corazones. Estas palabras del Señor nos deben llenar de consuelo,
a la vez que nos llevarán a rectificar muchas veces la intención para rechazar
los movimientos de vanidad y de vanagloria, de tal modo que nuestra vida entera
esté orientada a la gloria de Dios. Agradar al Señor ha de ser el gran objetivo
de todas nuestras acciones. El Papa Juan Pablo I, cuando aún era Patriarca de
Venecia, escribía este pequeño cuento, lleno de enseñanzas. A la entrada de la
cocina estaban echados los perros. Juan, el cocinero, mató un ternero y echó
las vísceras al patio. Los perros las comieron, y dijeron: «Es un buen
cocinero, guisa muy bien».
Poco tiempo después, Juan pelaba los guisantes y las
cebollas, y arrojó las mondaduras al patio. Los perros se arrojaron sobre
ellas, pero torciendo el hocico hacia el otro lado dijeron: «El cocinero se ha
echado a perder, ya no vale nada».
Sin embargo, Juan no se conmovió lo más mínimo por
este juicio, y dijo: «Es el amo quien tiene que comer y apreciar mis comidas,
no los perros. Me basta con ser apreciado por mi amo»9.
Si actuamos de cara a Dios, poco o nada nos debe importar que los hombres no lo
entiendan o que lo critiquen. Es a Dios a quien queremos servir en primer lugar
y sobre todas las cosas. Luego resulta que este amor con obras a Dios es, a la
vez, la mayor tarea que podemos llevar a cabo en favor de nuestros hermanos los
hombres.
Nuestra Madre Santa María nos enseñará a enderezar
nuestros días y nuestras horas para que nuestra vida sea un verdadero servicio
a Dios. «No me pierdas nunca de vista el punto de mira sobrenatural. -Rectifica
la intención, como se rectifica el rumbo del barco en alta mar: mirando a la
estrella, mirando a María. Y tendrás la seguridad de llegar siempre a puerto»10.
1 Lc 16,
13-14. —
2 A.
del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, Palabra, 4ª
ed., Madrid 1976, p. 113. —
3 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 742. —
4 1
Cor 10, 31. —
5 San
Basilio, Homilía in Julittam martirem. —
6 Cfr. I. Celaya, Unidad
de vida y plenitud cristiana, Pamplona 1985, p. 335. —
7 Cfr. Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota
a Lc 16, 13-14. —
8 Cfr. Lc 20,
45-47. —
9 Cfr. A.
Luciani, Ilustrísimos señores, pp. 12 ss. —
10 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 749.
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