Hace poco estuve en Ospino, viejo pueblo de la llanura portugueseña donde, como en toda esa región vecina de la mía, tengo amistades de varias décadas. En la historia de Ospino leemos el heroísmo de las batallas. En 1814, año aciago para los patriotas, defendía esa Villa el Capitán José María Rodríguez del ataque por las fuerzas monárquicas. El 2 de febrero, su Batallón “Barlovento” recibió refuerzos enviados desde Barquisimeto por Urdaneta y el intento de toma realista fue vencido con el apoyo valiente del pueblo ospinero.
En 1854, sacudida Venezuela por la violencia de las guerras civiles de montonera, revolucionarios alzados contra José Gregorio Monagas tomaron Araure y arrasaron Ospino, cuya población sufrió las consecuencias, con costo de vidas y propiedades. Vuelta de hoja, en la “guerra larga” o Guerra Federal, nuevos episodios escribieron páginas para la comprensión del significado de aquellas duras realidades. Otra vez en febrero, en 1863, el jefe del Cantón Aniceto Parra defendió Ospino del ataque de las fuerzas federales de Zamora que lo superaban en número. Los cadáveres regados en las calles de Ospino quedaron como testimonio del precio pagado por el pueblo.
El caudillismo, las “revoluciones” más de nombre que de contenido, personalismos envueltos en la bandera roja del conservatismo o amarilla del liberalismo, las refriegas intestinas que empobrecieron el país, centenares a lo largo del siglo XIX, dejaron un saldo de atraso y al final, una aparente paz impuesta por la mano de hierro de la dictadura.
En su reciente Historia Universal de las Soluciones, libro que leo y releo con provechoso placer, Marina plantea un contraste que no debería escapar a nuestra comprensión. La guerra está abrigada por un aura de nobleza que oculta sus atrocidades, mientras que la paz es subestimada. La guerra, escribe, es “la quintaesencia del formato conflicto” pues llega al extremo de reconocer “valores más altos que la propia vida”. Se la mitifica, mientras se implica que la paz debilita. Por su lado, en La Rebelión de las Masas Ortega y Gasset apunta “El enorme esfuerzo que es la guerra solo puede evitarse si se entiende por paz un esfuerzo todavía mayor, un sistema de esfuerzos complicadísimos y que requieren la venturosa intervención del genio”.
De un guerrero, el Libertador Bolívar, es esta reflexión de 1814, antes de episodios más largos y cruentos de su dolorosa vivencia bélica. En proclama a los ciudadanos de Cundinamarca, “…la guerra es el compendio de todos los males, la tiranía es el compendio de todas las guerras”. Sólo el derecho encauza el poder y la democracia lo mantiene en sintonía con la libertad y la paz. Acaso esa convicción lo llevó a abrazar al realista Morillo en Santa Ana de Trujillo y firmar el humanitario tratado de regularización de la guerra que había negociado Sucre.
Recién se cumplieron ochenta años del desembarco aliado en la costa normanda de la Francia ocupada por los Nazis. Hitler apostó a la debilidad de la democracia y perdió.
Se recuerda los nombres de los héroes en el campo de batalla. Los eventos de la guerra, gloriosos unos, dolorosos todos, que sin embargo, son superados por el más bien ignorado heroísmo de la paz. Lo que en tres siglos los hombres y mujeres han ido construyendo con su trabajo, su inversión, su creatividad, así como con su pensamiento, su civismo, su legalidad, su solidaridad.
El mismo Ospino ha dado a Venezuela notables ciudadanos. Como el médico e intelectual Daniel Camejo Acosta, en los comienzos del siglo XX un apasionado de comprender, curar y servir. La misma vertiente de medicina humanista nos trae a Raúl H. De Pasquali, bioanalista de intensa actividad sanitarista en una Venezuela necesitada. Escritor, artista plástico, historiador, comunicador. Cronista de Ospino hasta su partida. Ospinero también fue el poeta David Herrera Rodríguez, uno de los grandes sonetistas del siglo XX nacional. Un genio de esa exigente composición poética, Garcilaso nos incita, Carpe diem a aprovechar el día, ante la constancia de que el tiempo es fugaz, que se va sin darnos cuenta.
Los venezolanos necesitamos poner en el sitial de honor que merece, el heroísmo callado y tesonero de la paz. Lo logrado por generaciones venezolanas. Como hay obras que son monumentos, debería haber estatuas para las vidas de hombres y mujeres consagradas al servicio útil, como las de los docentes, médicos y enfermeras, agricultores o ganaderos, empresarios, artistas, intelectuales, deportistas, juristas, defensores de derechos humanos y por qué no, digámoslo sin complejos, aquellos políticos y gobernantes que con honradez ponen lo mejor de sus capacidades, el máximo de sus esfuerzos, para con una dignidad que no pueden enlodar aventureros, demagogos o mercaderes, hacen su aporte para que tengamos todos, una vida mejor.
De los sacrificios de esas venezolanas y esos venezolanos, así como de los de sus familias, nadie habla, nadie escribe. A esos méritos nadie canta. Y deberíamos. La paz nace de un heroísmo constructivo sereno, paciente, laborioso, tenaz.
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