Fernando Mires 7 de mayo de 2013
Con la sensibilidad que tienen los
grandes escritores, algunas veces los analistas, y casi nunca los políticos, al
escribir un artículo bajo el título "La larga muerte del chavismo",
detectó Mario Vargas Llosa el momento por el cual atraviesa Venezuela. Como
sucede con las bestias, aduce Vargas Llosa, la agonía de un régimen se
caracteriza por agresiones furiosas. Son las que precisamente ha venido
mostrando Nicolás Maduro desde que asumió su impugnada presidencia.
En cualquier país cuando un gobierno
es elegido con magra mayoría, éste busca asegurar su estabilidad abriéndose al
dialogo. Pero el gobierno de Maduro no es normal. La propia autodefinición del
régimen como revolucionario lleva al presidente ungido a concebir la política
como una suerte de "estado de excepción en permanencia". Gobernar, en
ese marco, es secundario: lo principal es la conquista o por lo menos, la
conservación del poder. Pero aún así. Si como demócrata Maduro ha mostrado
deficiencias, como revolucionario es simplemente una catástrofe.
Todos los grandes revolucionarios
antes de lanzar una ofensiva, acumulan fuerzas, conquistan a la mayoría,
aseguran su legitimidad, y solo después, asaltan el poder. Así ocurrió con
Lenin ("un paso atrás dos pasos adelante") Mao y el mismo
Castro.
Maduro en cambio, con destacamentos
políticos diezmados, sin legitimación y sobre todo, sin ideas, ha lanzado una
ofensiva final intentando realizar con la fuerza lo que no pudo alcanzar con
votos. Razón de más para pensar que lo que está buscando no es una revolución
sino algo distinto. Digámoslo abiertamente: todo parece indicar que Maduro se
encamina a crear condiciones para un lento golpe de Estado cuyo objetivo es
asegurar su permanencia y la de su grupo en el poder. Esa es la razón por la
cual el gobierno de Maduro da muestras de prematura descomposición. Nació
descompuesto y por lo mismo utiliza un lenguaje descompuesto.
No me refiero a la incongruencia
sintáxica, ni a la mitomanía necrológica, ni siquiera a la indecencia verbal
heredada del presidente que murió. Es que el hombre no habla, simplemente
vocifera. Y por si fuera poco, mintiendo y mintiendo da muestras de
incontenible pánico. Todos los días alguien lo quiere asesinar, ve complots
hasta debajo de su cama y por supuesto, nunca entrega prueba de nada.
¿Paranoia? ¿O hay detrás un cálculo orientado a destruir la vida política y
reemplazarla por una sociedad en estado de sitio? Hay indicios.
Diosdado, "hermano
menor" de Maduro, ya intentó al menos destruir a la Asamblea Nacional, es
decir, dar un golpe de Estado dentro del Estado.
Muy cuartelero será Cabello, pero
seguramente sabe que impedir hablar a la oposición en un parlamento es lo mismo
que impedir a los fieles rezar en una iglesia. Y pese a ser un dechado de la
antipolítica, Cabello también debe saber que el parlamento no es el lugar para
que los salvajes den curso libre a sus instintos.
Del mismo modo, muy demagogo será
Maduro, pero cuando llama al "parlamento de calle" debe saber que
desde los romanos, en toda nación civilizada la calle ha sido el lugar del
tránsito, del mercado, de las demostraciones y del paseo, pero no del
parlamento que es el lugar donde nacen las leyes. También debe saber, al
arrastrar a los militares a las calles bajo pretexto de combatir la
delincuencia, que sólo en los países que han sufrido golpes de Estado las
calles se llenan de militares asumiendo tareas que deben ser asignadas a la
policía.
La verdad, si uno analiza lo que
sucede en la Venezuela de Maduro, lo ocurrido en la Honduras de Zelaya y en el
Paraguay de Lugo, fueron tímidos "golpecitos". La gran diferencia es
que mientras en estos dos últimos casos el parlamento terminó "golpeando"
al gobierno, en el caso Maduro, el gobierno comenzó "golpeando"
al parlamento.
En el contexto mencionado Vargas Llosa
piensa que el chavismo ha llegado a su momento terminal. Cierto o no, hay que
coincidir en que el chavismo, como toda unidad orgánica, está sujeto a un
proceso de desarrollo que avanza desde su nacimiento a su fin. Ahora, en el
curso de ese proceso, el chavismo ha recorrido ya por lo menos tres fases. Así,
podemos hablar del chavismo como movimiento social, del chavismo
como ejercicio autocrático de gobierno y del chavismo como Estado.
De acuerdo a la primera fase, Chávez
llegó al gobierno como líder de un enorme movimiento social con fuerte
presencia de sectores subalternos no representados simbólicamente es las
esferas del poder.
En su segunda fase, convertido el
chavismo en gobierno, tuvo lugar vía misiones y concejos comunales una
estatización paulatina del movimiento social originario. Preocupación
central de Chávez fue mantener vivo el vínculo entre la instancia
movimientista con la estatal. El mismo Chávez actuaba como líder social y como
representación del Estado al mismo tiempo. Bajo esas condiciones su figura
adquirió una autonomía casi absoluta.
Mas todavía. Si Chávez frente a la
nación actuaba como autócrata, al interior del chavismo fue un dictador. La
palabra de Chávez, por más disparatada que hubiera sido era, quizás todavía es,
para el PSUV, la Ley. Chávez estaba según sus seguidores no en contra sino por
sobre la Ley.
En una tercera fase, y en el marco
determinado por la anomalía política descrita, los seguidores inmediatos del
líder lograron constituir una cúpula desde la cual tejieron una larga relación
de poderes verticalizados, todos convergentes con la cima estatal donde actuaba
el caudillo. Nació así una suerte de "nomenklatura" a la venezolana,
oligarquía estatal que se prolongó hasta en los rincones más lejanos del
territorio.
El poder del chavismo llegó así a ser
social, económico, político y militar. Social, porque mantenía atadas al Estado
las organizaciones sociales creadas por el propio régimen. Económico, porque
mediante el control de la renta petrolera el gobierno se convirtió en el
capitalista más poderoso de la nación. Política, porque en su forma de Estado,
el chavismo secuestró a todos los poderes públicos. Y militar, porque
Chávez mediante prebendas y presiones, logró convertir a las fuerzas
armadas en una instancia pretoriana ligada a su persona y no a la
Constitución. Y bien, todo ese orden, como si fuera un sistema solar, giraba en
torno a un sol. El sol era Chávez.
Después de la muerte de Chávez, para
proseguir con el símil, los diversos planetas continuaron existiendo, pero sin
eje de rotación.
Esa es la razón por la cual Maduro al
no ser un líder social tiene serios problemas para ejercer como autócrata
político, o si se quiere, es un autócrata sin fuerza social. De ahí su
descontrol, su desesperación, su aparente locura.
Ya en las elecciones del 14.04 quedó
demostrado que el capital político acumulado por Chávez al ser monopólico no
era traspasable.
Después de pocos días de gobierno,
Maduro no se encuentra ni se encontrará en condiciones de recuperar el
poder social perdido. Como autócrata nunca será un mediador entre movimiento
social y Estado como fue Chávez. Por consiguiente, no es errado suponer que el
carácter represivo del chavismo crecerá en la misma proporción en que decrece
su carácter movimientista. De este modo -es lo que captó la fina intuición de
Vargas Llosa- el destino de Maduro está sellado. No pasará a la historia ni
como revolucionario ni como líder. Todo lo contrario, a Maduro le está
reservado el rol de sepulturero del chavismo. Si será, además, el primer
dictador post-chavista, nadie lo puede saber, ni siquiera el mismo.
No obstante, y a pesar de todo, una
buena noticia ha llegado a Venezuela. La muerte del chavismo no arrastrará
consigo a la nación, ni tampoco surgirá un estado de descomposición social y
política (lo que los expertos llaman "anomia") Pues, paralelamente al
descenso del chavismo, asciende en Venezuela una alternativa que trasciende a
la oposición y a su propio líder, Capriles. Me refiero a la emergencia de una
rebelión política, constitucionalista, pacífica, social y nacional a la
vez.
La rebelión democrática de Venezuela
comenzó a tomar forma durante el proceso electoral que culminó con la precaria
y dudosa victoria de Maduro. Porque justo en los momentos que siguieron a los
masivos funerales, cuando nadie daba un centavo por la oposición, cuando
todas las encuestas daban por ganador absoluto al "hijo de su
padre", Capriles, en uno de esos momentos épicos de sintonía y conexión
que milagrean a través de la historia, se convirtió no sólo en candidato sino
en impulsor de un tsunami democrático y popular.
Junto con el muy cuestionado triunfo
del candidato chavista, ha nacido un movimiento social en su magnitud muy
similar al que llevó a Chávez al poder. Ese movimiento, electoral en sus
orígenes, ha pasado a transformarse después de la negativa del CNE a destapar
el fraude y de las agresiones cometidas por el gobierno en contra de
opositores, en una ola de indignación que recorre a la nación entera. Todos los
signos lo indican: ha nacido en Venezuela una rebelión democrática.
Sin embargo, a diferencia de las
grandes rebeliones históricas que ponen en juego el orden institucional de una
nación, la que ha nacido en Venezuela plantea la defensa de las instituciones
públicas avasalladas desde el Estado. Es por eso que el que dirige Capriles es un
movimiento, antes que nada, constitucionalista.
La disidencia y la oposición
venezolana no exige, como el chavismo, un nuevo orden mundial. Exige sí que se
respete el orden político nacional. Ese es el motivo por el cual la MUD y
Capriles, a despecho de unos pocos exaltados, han exigido a los suyos el
más irrestricto respeto a las vías constitucionales y legales.
¿Cuál es el sentido de que Capriles
recurra al CNE y después al Tribunal Superior de Justicia si todo el mundo sabe
que ambas son instituciones controladas por el chavismo? Esa, esa es
precisamente la razón. Al exigir Capriles al CNE que realice auditorías
correctas, la oposición no desconoce, por el contrario, reconoce a la
institución. El CNE en cambio, al seguir orden de gobierno y negar las auditorías,
se desconoce a sí mismo como instancia constitucional. Lo mismo puede ocurrir
al TSJ a cuyos magistrados Capriles les tiende la mano, brindándoles incluso la
oportunidad para que de una vez por todas se reivindiquen frente a la nación.
Los jueces podrán aceptar esa mano o no. Pero si no lo hacen, Capriles tendrá a
su lado no sólo la legitimidad, sino, además, la legalidad. Y a una rebelión
mayoritaria, legítima y legal a la vez, nunca la ha parado nadie.
Precisamente el carácter
constitucionalista de la rebelión democrática indica por qué Capriles y la MUD
han renunciado enfáticamente al ejercicio de la violencia.
Ellos saben que en un clima de
violencia, un gobierno como el de Maduro, apoyado en la legitimidad de las
armas pero no en las armas de la legitimidad, sólo puede obtener ventajas.
Quizás eso explica la incontenible violencia verbal y fáctica que caracteriza a
Maduro y a Cabello. Por lo demás, todo el país lo sabe: no es la oposición la
que anda golpeando en las puertas de los cuarteles, sino el mismo gobierno.
La rebelión democrática venezolana, al
haber elegido la vía de la no violencia, no es un caso aislado. Por el
contrario, se inscribe en una tradición de rebeliones triunfantes realizadas
por medios pacíficos desde fines del siglo XX hasta nuestros días.
Las rebeliones que pusieron fin al
comunismo soviético en la URSS y Europa del Este, con la excepción de Rumania,
tuvieron todas un carácter pacífico. Las rebeliones antidictatoriales que
tuvieron lugar en Argentina, en Chile y en el Uruguay, fueron, como hoy ocurre
con la venezolana, pacíficas y constitucionalistas. Incluso las dos rebeliones
más exitosas de la "primavera árabe", la tunecina y la egipcia,
fueron gestadas en el marco de una oposición predominantemente pacífica. Gadafi
en Libia convirtió, en cambio, la rebelión pacífica en guerra civil; y la
perdió. Assad hizo lo mismo en Siria y también, tarde o temprano, la
perderá.
La violencia es el recurso de los que
no tienen o han perdido el poder político. Quien tiene el poder escribió Hannah
Arendt, no precisa de la violencia. El poder político a la vez, contiene otros
tres poderes. El de la mayoría, el de la legitimidad y el de la legalidad. Esos
tres poderes ya se encuentran en las manos de la oposición venezolana. Chávez,
preciso es decirlo, no dejó ningún testamento.
Adelaida, la hija del Che, no sé si
tiene otro mérito, declaró que el venezolano es un pueblo ignorante, aún no
preparado cultural y políticamente para asumir el inmenso legado de Chávez. Al
leer tamaño disparate no pude sino recordar al gran Bertold Brecht.
Cuando la dictadura comunista de la
RDA, después de los luctuosos sucesos que dejó detrás de sí la rebelión popular
del 17 de junio de 1953, distribuyó volantes en los que se decía que el
gobierno había perdido la confianza en el pueblo, Brecht entonces escribió “¿no
sería en ese caso más conveniente que el gobierno disolviera al pueblo y
eligiera a otro?"
Raúl, Nicolás y Diosdado van a tener
también que buscarse otro pueblo. El venezolano les salió muy bravo, demasiado
arrecho.
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