Por Sumito Estévez
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Chela vive en la vieja
carretera que une a Los Robles con La Asunción. Pocos carros pasan por allí
desde que se hizo la autopista, lo que es una suerte porque la zona conserva un
testarudo aire rural a apenas un par de kilómetros de una isla de Margarita que
va modernizándose de manera desordenada. El patio de su casa es un caney
de unos sesenta metros cuadrados, con piso pulido, columnas de
cemento prefabricadas de las que se compran en mitades y se ensamblan, varias
hamacas guindadas justo en el borde y un techo de palma de factura impecable.
Un poco más allá, en una pequeña área también techada pero separada del caney,
ella y su esposo construyeron hace catorce años una cocina lo
suficientemente cómoda como para hacer sancocho para cincuenta personas.
Un sancocho de cachúa con
quimbombó, ocumo y pan de año humea quedo. Algunas personas pican en cuatro
unas tortas de casabe. Llego puntual a esta invitación de domingo al mediodía.
Hay bastantes carros en la estrecha vía de tierra y la algarabía que escapa
desde adentro del muro perimetral del terreno de Chela anuncia una buena tarde.
Me recibe radiante la
anfitriona y, a medida que me acerco al caney, una enorme pancarta dice:
“Gracias por el apoyo a nuestros emprendimientos”. Más abajo de esa frase están
los nombres del chef Rubén Santiago, el mío, el logotipo de un espacio que hice
para vender sus productos llamado Rincón Asuntino y los logotipos de una
universidad, una alcaldía y un ente de turismo.
¡He llegado a una fiesta en mi
honor! Más allá de lo halagador que es y del masaje para mi ego, saber que
me agradecen el esfuerzo con esta fiesta significa muchas cosas. Cosas por las
cuales muchos venimos trabajando desde hace varios años.
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El movimiento de pequeños
emprendimientos gastronómicos en la isla de Margarita es notable. Telúrico. Se
dio una tormenta perfecta en la que se sumaron organizaciones civiles y gubernamentales
de gerencia cultural, alcaldías, universidades dispuestas a dar herramientas en
emprendimiento, ONGs de cultura financiera y chefs con mucho ánimo de
sudar y hacer transferencia tecnológica.
No existe una sola semana en
la que en varios lugares de la isla no haya eventos de calle para comprar los
productos que se hacen cada día en casas de familia. Ya en Margarita es normal
ver esos productos en los bodegones compitiendo con las exquisiteces
importadas.
Los chips de pan de año de
Alberto, los chorreaditos de coco de Helen, la mermelada de ají dulce de Doris,
los dulces de Chelita, los antipastos de Ryna, los panes de Lourdes, los
bombones rellenos de frutas margariteñas de Michelle, el licor de ají de
Mariflor, los frapés de Rubén, los aceites y harinas de coco de Enmanuel, la
miel de papelón de Mary, el licor de tamarindo de Elianny, las pepitonas
picantes de Freddy. ¡Nombres y nombres de personas y productos que la gente se
sabe y los busca!
Un país, unos sueños, una
expresión cultural envasada en frascos: una Venezuela para exportar.
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Todos esos emprendimientos
surgieron de personas con buenas ideas, pero con mucho miedo. Todos son
emprendimientos familiares y en todos están involucrados varios miembros de
esas familias.
Todos los involucrados tenían
sus trabajos regulares, su quince y su último. En sus ratos libres fueron
pasando por una compleja curva de aprendizaje que va desde aprender a cobrar,
hasta garantizar insumos, descubrir que las recetas no quedan igual y hay que
aprender a resolverlo, patear la calle para inscribirse en festivales o
convencer al dueño de un supermercado para que compre sus productos, sufrir la
competencia que aparece luego de allanado el camino, preguntarse cuál es el
equilibrio entre costo y ganancia sin salir del mercado, saber cuantos
días durará el producto antes de deteriorase, tenerle miedo al sintagma
nominal inspector de impuestosin haber visto ganancia, preguntarse cuánto
dinero de las ventas debe usar para el mercado de la casa y cuánto destinar
para recompra de insumos en esta economía inflacionaria, descubrir que sin
dinero no hay publicidad y que sin publicidad no hay ventas, lograr la
convicción que le permita decir sí tengo siempre, hasta entender
que una de las mejores opciones de publicidad del emprendedor familiar es
buscar alianzas con periodistas y personajes famosos.
Miedo sobre miedo. Miedos que
no te permiten abandonar el trabajo fijo y convierten la rutina en un muro
infranqueable que no deja que el emprendimiento se desarrolle. Miedo
a esos miedos.
¡Hasta que un día se atreven!
Se lanzan al vacío. Queman las naves. Use usted la frase hecha que prefiera: el
hecho es que un día le dedican las 24 horas a desarrollar su
emprendimiento hasta que juntos hacen un sancocho en un caney lleno de
hamacas.
4
Aprender que se puede vivir de
un emprendimiento es aprender a ser sustentable. Y lograrlo es un proceso de
inflexión en extremo complejo que toma mucho tiempo y es apenas el
comienzo: el gran reto, más que ser sustentable, es ser sostenible. Es decir: descubrir
los mecanismos para perdurar en el tiempo.
No es sencillo aprender a
predecir y ser resiliente. Puede sonar cruel, pero luego de un esfuerzo ingente
y cuando finalmente logramos mantenernos económicamente gracias a nuestro
emprendimiento, es que descubrimos que apenas estamos en la fase inicial. El
verdadero lance no está en vivir de un negocio, sino durante mucho tiempo y
convertir esas empresas familiares en empresas de vida.
En el caso de Margarita hemos
logrado un paso trascendental al lograr que muchas familias estén manteniéndose
con lo que hace unos años era apenas un capricho de feria callejera. De hecho,
ya algunos de los productos dieron el gran salto a los anaqueles de los
bodegones y supermercados más prestigiosos. Es cuestión de tiempo y de resolver
algunas trabas burocráticas y de capacidad de producción, para que entonces
crucen el mar y lleguen a tierra firme, que es como los margariteños
le dicen a todo aquello que no es la isla.
Pero en medio de todo este
trabajo coordinado dejamos por fuera una piedra angular: los diseñadores
gráficos, los publicistas, los diseñadores industriales. Y si no tomamos
acciones pronto, esa omisión puede ser un error muy costoso.
Un error que podría bombardear las probabilidades de sostenibilidad
de este proyecto.
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Eso que llamamos “estética” es
algo que nadie decreta pero nos envuelve a todos. Las líneas de diseño de un
automóvil, el corte del cabello, los cambios en la ropa, el lugar que
ocupa en el cuerpo un tatuaje, la forma y el material de unos lentes, las
portadas de los libros… todo tiene un estilo que representa a generaciones
específicas y establece distancia entre aquello que llamamosantiguo y eso
que consideramos actual. Y el acto de comer no escapa de todo esto.
Las vajillas, las fotos de los
platos de comida y la forma de presentarlos, los ingredientes en
boga, las tendencias gastronómicas, la noción sobre lo que es sano y hasta la
forma de describir un plato en el menú son elementos que están
sometidos a formas estéticas muy específicas. Y no entenderlo es la diferencia
entre vender y no vender.
Mi angustia es grande. En este
momento los frascos y las bolsas de nuestros emprendedores reinan tranquilos en
los anaqueles. La razón no es otra que el hecho de que la crisis vació esos
anaqueles y por primera vez se abrió espacio para este tipo de productos. Pero
quiero creer que eso no será así por mucho tiempo. Este país está cambiando y
ese cambio es inevitable. Pronto será posible importar de nuevo. Y cuando eso
suceda nuestra mermelada, el jabón artesanal, la bolsita de lonjas crujientes
de pan de año y el vaso de cepillado dejarán de estar solos: tendrán
competencia.
Y usted y yo sabemos que la
primera decisión de compra la tomamos con los ojos. Es apenas la segunda vez
que la decisión la define el gusto. En pocas palabras: a la hora de comprar una
mermelada gana la botella con la etiqueta más bonita y sólo probaríamos otra si
la primera no nos gustó.
¿Pero qué significa la botella
con la etiqueta más bonita? Pues aquella que tiene la forma, los colores, el
tipo de letra, el eslogan, el nombre y la información sobre el producto que los
clientes esperan y que se parece a los gustos de esta generación de
compradores.
Y eso no queda sólo allí.
También hay detalles como la forma de un empaque, la facilidad a la hora de
abrirlo, la facilidad de guardarlo si no se va a consumir completo o el sonido
al abrirlo. Y eso influye en las decisiones de compra.
Hacer bien todo eso es tarea
de expertos. Así como rara vez queda bonita una casa si no es un arquitecto
quien la diseña, rara vez queda bonito un empaque o una etiqueta cuando la
hacemos con una plantilla en una computadora en casa.
Zapatero a su zapato.
Sería un espanto que, después
de todo lo que se ha logrado, se venga abajo la experiencia por no haber
involucrado a los diseñadores.
Y acepto mi cuota importante
de culpa en ello.
Mi llamado es concreto y sin
medias tintas: escuelas de diseño, diseñadores, tomen los casos de
emprendimiento gastronómico de Margarita y donen su saber a estas
familias. Si nos dicen que sí, con gusto los invitaremos a un sancocho en
un caney para echarles el cuento. Me contactan por Twitter y yo me encargo:
es @sumitoestevez.
En sus manos está la
posibilidad de que el pueblo le hable de tú a tú a la importación en los
anaqueles.
Un pueblo que ya hizo el
trabajo inmenso de envasar nuestros sabores con calidad.
06-02-16
http://prodavinci.com/blogs/carta-a-nuestros-disenadores-graficos-e-industriales-por-sumito-estevez/
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