Shlomo Ben Ami 14 de febrero de 2016
La Unión Europea es un logro
destacable de la política moderna. Sobre una base de valores compartidos, creó
un espacio de paz, progreso y libertad que permitió dejar atrás enemistades
nacionales enraizadas en décadas, o siglos, de conflicto. Pero el abismo
político que se está abriendo entre los miembros orientales de la UE y los
occidentales, junto con el resurgimiento del nacionalismo en todo el
continente, enfrenta esos valores (y con ellos, el futuro de la integración
europea) a la prueba más dura de su historia.
En Europa del este, la democracia se
está volviendo cada vez más antiliberal. El primer caso fue Hungría bajo el
primer ministro Viktor Orbán, que lleva seis años implementando su idea
declarada de un “estado no liberal”. Ahora se le sumó Polonia: tras ganar las
elecciones en octubre, el partido derechista Ley y Justicia, de Jarosław
Kaczyński, lanzó una embestida para hacerse con el control de los medios de
comunicación, la administración pública y el Tribunal Constitucional. La UE ya
inició una investigación oficial sobre posibles violaciones a sus normas de
Estado de Derecho.
El giro al autoritarismo en Europa
del este fue acompañado por un abierto cuestionamiento de las cuotas de
migrantes paneuropeas, cuyo objetivo es aliviar la enorme crisis de refugiados
a la que se enfrenta Europa. Al mismo tiempo, solo el año pasado Alemania
registró a alrededor de un millón de solicitantes de asilo.
Esta división es reflejo de una
divergencia fundamental en la respuesta de ambas partes a la historia. La
esclarecida postura de Alemania en asuntos como la migración y las libertades
civiles es un rechazo directo a sus acciones durante la Segunda Guerra Mundial.
A pesar de que, como señala Timothy Snyder, historiador de Yale, los
colaboracionistas en las “tierras de sangre” entre Berlín y Moscú muchas veces
apoyaron los crímenes de los nazis, estas sociedades no tienen el complejo de
culpa de Alemania.
Una de las razones es que los
europeos del este no comparten la herencia del colonialismo. Por eso, ven al
hijo bastardo del imperio (las migraciones) como un problema que deben resolver
quienes lo engendraron: las viejas potencias coloniales europeas. Los países de
Europa del este (inseguros principiantes en el frágil progreso económico
ofrecido por la pertenencia a la UE) no creen tener ninguna obligación al
respecto.
Pero no es solo que a Europa del este
le falte voluntad de aceptar a los migrantes: se opone activamente a hacerlo, a
tono con la máxima de Władysław Gomułka de que “los países se construyen
siguiendo líneas nacionales, no multinacionales”. Esto también deriva en parte
de la Segunda Guerra Mundial: el Holocausto, primero, y después las limpiezas
étnicas de la posguerra, en las que murieron más de 30 millones de personas
(incluidos casi todos los alemanes de la región) reforzaron la aversión a la
multietnicidad. De hecho, estados multinacionales como Checoslovaquia y
Yugoslavia se desintegraron al desaparecer las dictaduras que los mantenían
unidos.
La historia no se olvida fácilmente.
Los polacos y otros pueblos que cayeron bajo el dominio soviético después de
1945 no pueden perdonar a Europa occidental que los haya sacrificado a Stalin
en Yalta. Tampoco ven que su liberación del totalitarismo sea un logro de
aquella. La gratitud de los europeos del este tiene otros destinatarios. El
Premio Nobel húngaro judío Imre Kertész hablaba por muchos en la región cuando
admitió su incapacidad de quitarse el apego emocional a los Estados Unidos,
país que lo liberó de Buchenwald y después ayudó a liberar a Hungría del comunismo
soviético.
El resurgimiento del autoritarismo en
Europa del este (que ya prevalecía en la región antes de la era comunista) se
alimenta de un temor profundamente arraigado a quedar en medio de dos enemigos
tradicionales (Alemania y Rusia) a los que todavía se ve con aprensión. Para
Ley y Justicia, y para la derecha polaca, los orígenes de la nueva Polonia no
hay que buscarlos en la lucha no violenta por la libertad emprendida por el
movimiento Solidaridad en los ochenta, que fascinó a Occidente, sino en el
heroico combate de los polacos contra los bolcheviques venidos de Asia y las
hordas alemanas durante la Segunda Guerra Mundial. Como expresó el ministro de
asuntos exteriores polaco Witold Waszczykowski, la “Europa de ciclistas y
vegetarianos”, con su ingenua cultura de corrección política y liberalismo, es
una amenaza, no un modelo.
Cuando el Comisario de Economía y
Sociedad Digital de la UE, el alemán Günther Oettinger, amenazó con poner al
gobierno polaco bajo supervisión por la captura de los medios y del tribunal
constitucional, el ministro de justicia polaco comparó esa propuesta con la
ocupación nazi. Y Kaczyński insistió, desafiante, en mantener el rumbo, a la
vez que desestimaba las amenazas, “particularmente de los alemanes”.
Esto constituye un cambio radical
respecto de los últimos años, cuando Polonia era el alumno modelo de la
expansión de la UE hacia el este. Con Polonia a la cabeza de un eje de miembros
rebeldes, la capacidad de la UE para proteger las libertades civiles dentro de
sus fronteras (y ni hablar de influir en la conducta de otros países, como
Rusia) quedará seriamente disminuida. Y dada la falta de instrumentos
vinculantes para impedir la transición de estados miembros al autoritarismo,
evitar que eso suceda no será fácil.
Europa es un continente saturado de
historia y acosado por el espectro de su repetición. Pero si, como
supuestamente observó Mark Twain, la historia no se repite, pero rima, el
recuerdo del pasado debería guiar a Europa del este, no tenerla de rehén. El
pasado es una advertencia, no un destino.
Shlomo
Ben Ami, a former Israeli foreign minister, is Vice President of the Toledo
International Center for Peace. He is the author of Scars of War, Wounds of
Peace: The Israeli-Arab Tragedy. Traducción: Esteban Flamini
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