Francisco Fernández-Carvajal 06 de noviembre de
2019
@hablarcondios
— Son los enfermos quienes tienen necesidad de médico.
Jesús ha venido a curarnos.
— La oveja perdida. La alegría de Dios ante nuestras
diarias conversiones.
— Jesucristo sale muchas veces a buscarnos.
I. Leemos en el
Evangelio de la Misa1 que
publicanos y pecadores se acercaban a Cristo para oírle. Pero los
fariseos y los escribas murmuraban diciendo: este recibe a los pecadores y come
con ellos.
Meditando la vida del Señor podemos ver con claridad
cómo toda ella manifiesta su absoluta impecabilidad. Más aún, Él mismo
preguntará a quienes le acusan: ¿Quién de vosotros me argüirá de
pecado?2, y «durante toda su vida, lucha con el pecado y con todo lo
que engendra pecado, comenzando por Satanás, que es padre de la mentira... (cfr. Jn 8,
44)»3.
Esta batalla de Jesús contra el pecado y contra sus
raíces más profundas no le aleja del pecador. Muy al contrario, lo aproxima a
los hombres, a cada hombre. En su vida terrena Jesús solía mostrarse
particularmente cercano de quienes, a los ojos de los demás, pasaban por
«pecadores» o lo eran de verdad. Así nos lo muestra el Evangelio en muchos
pasajes; hasta tal punto que sus enemigos le dieron el título de amigo
de publicanos y de pecadores4.
Su vida es un constante acercamiento a quien necesita la salud del alma. Sale a
buscar a los que precisan ayuda, como Zaqueo, en cuya casa Él mismo se
invitó: Zaqueo, baja pronto -le dice-, porque hoy me
hospedaré en tu casa5.
El Señor no se aleja, sino que va en busca de los más distanciados. Por eso
acepta las invitaciones y aprovecha las circunstancias de la vida social para
estar con quienes no parecían tener puestas sus esperanzas en el Reino de Dios.
San Marcos nos indica cómo después del llamamiento de Mateo, muchos
publicanos y pecadores estaban a la mesa con Jesús y con sus discípulos6.
Y Cuando los fariseos murmuran de esta actitud, Jesús responde: No
tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos...7.
Aquí, sentado con estos hombres que parecen muy alejados de Dios, se nos
muestra Jesús entrañablemente humano. No se aparta de ellos; por el contrario,
busca su trato. La manifestación suprema de este amor por quienes se encuentran
en una situación más apurada tuvo lugar en el momento de dar su vida por todos
en el Calvario. Pero en este largo recorrido hasta la Cruz, su existencia es
una manifestación continua de interés por cada uno, que se expresa en estas
palabras conmovedoras: El Hijo del hombre no ha venido para ser
servido, sino a servir...8.
A servir a todos: a quienes tienen buena voluntad y están más preparados para
recibir la doctrina del Reino, y a quienes parecen endurecidos para la Palabra
divina.
La meditación de hoy nos debe llevar a aumentar
nuestra confianza en Jesús cuanto mayores sean nuestras necesidades;
especialmente si en alguna ocasión sentimos con fuerza la propia flaqueza:
Cristo también está cercano entonces. De igual forma, pediremos con confianza
por aquellos que están alejados del Señor, que no responden a nuestro desvelo
por acercarlos a Dios y que aun parece que se distancian más. «¡Oh, qué recia
cosa os pido, verdadero Dios mío –exclama Santa Teresa–: que queráis a quien no
os quiere, que abráis a quien no os llama, que deis salud a quien gusta de
estar enfermo y anda procurando la enfermedad!»9.
II. Jesucristo
andaba constantemente entre las turbas, dejándose asediar por ellas, aun
después de caída ya la noche10,
y muchas veces ni siquiera le permitían un descanso11.
Su vida estuvo totalmente entregada a sus hermanos los hombres12,
con un amor tan grande que llegará a dar la vida por todos13.
Resucitó para nuestra justificación14;
ascendió a los Cielos para prepararnos un lugar15;
nos envía su Espíritu para no dejarnos huérfanos16.
Cuanto más necesitados nos encontramos, más atenciones tiene con nosotros. Esta
misericordia supera cualquier cálculo y medida humana; es «lo propio de Dios, y
en ella se manifiesta de forma máxima su omnipotencia»17.
El Evangelio de la Misa continúa con esta bellísima
parábola, en la que se expresan los cuidados de la misericordia divina sobre el
pecador: Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no
deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la
encuentra? Y cuando la encuentra, la carga sobre los hombros muy contento; y al
llegar a casa reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: ¡Felicitadme!
he encontrado la oveja que se me había perdido. «La suprema misericordia
–comenta San Gregorio Magno– no nos abandona ni aun cuando lo abandonamos»18.
Es el Buen Pastor que no da por definitivamente perdida a ninguna de sus
ovejas.
Quiere expresar también aquí el Señor su inmensa
alegría, la alegría de Dios, ante la conversión del pecador. Un gozo divino que
está por encima de toda lógica humana: Os digo que así también habrá
más alegría en el Cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y
nueve justos que no necesitan convertirse, como un capitán estima más al
soldado que en la guerra, habiendo vuelto después de huir, ataca con más valor
al enemigo, que al que nunca huyó pero tampoco mostró valor alguno, comenta San
Gregorio Magno; igualmente, el labrador prefiere mucho más la tierra que,
después de haber producido espinas, da abundante mies, que la que nunca tuvo
espinas pero jamás dio mies abundante19.
Es la alegría de Dios cuando recomenzamos en nuestro camino, quizá después de
pequeños fracasos en esas metas en las que estamos necesitados de conversión:
luchar por superar las asperezas del carácter; optimismo en toda circunstancia,
sin dejarnos desalentar, pues somos hijos de Dios; aprovechamiento del tiempo
en el estudio, en el trabajo, comenzando y terminando a la hora prevista,
dejando a un lado llamadas por teléfono inútiles o menos necesarias; empeño por
desarraigar un defecto; generosidad en la mortificación pequeña habitual... Es
el esfuerzo diario para evitar «extravíos» que, aunque no gravemente, nos
alejan del Señor.
Siempre que recomenzamos, cada día, nuestro corazón se
llena de gozo, y también el del Maestro. Cada vez que dejamos que Él nos
encuentre somos la alegría de Dios en el mundo. El Corazón de Jesús «desborda
de alegría cuando ha recobrado el alma que se le había escapado. Todos tienen
que participar en su dicha: los ángeles y los escogidos del Cielo, y también
deben alegrarse los justos de la tierra por el feliz retorno de un solo
pecador»20. Alegraos conmigo..., nos dice. Existe también
una alegría muy particular cuando hemos acercado a un amigo o a un pariente al
sacramento del perdón, donde Jesucristo le esperaba con los brazos abiertos.
Señor -canta
un antiguo himno de la Iglesia-, has quedado extenuado, buscándome:
//¡Que no sea en vano tan grande fatiga!21.
III. Y
cuando la encuentra, la carga sobre los hombros muy contento...
Jesucristo sale muchas veces a buscarnos. Él, que
puede medir en toda su hondura la maldad y la esencia de la ofensa a Dios, se
nos acerca; Él conoce bien la fealdad del pecado y su malicia, y sin embargo
«no llega iracundo: el Justo nos ofrece la imagen más conmovedora
de la misericordia (...). A la Samaritana, a la mujer con seis maridos, le dice
sencillamente a ella y a todos los pecadores: Dame de beber (Jn 3,
4-7). Cristo ve lo que ese alma puede ser, cuánta belleza –la imagen de Dios
allí mismo–, qué posibilidades, incluso qué “resto de bondad” en la vida de
pecado, como una huella inefable, pero realísima, de lo que Dios quiere de
ella»22.
Jesucristo se acerca al pecador con respeto, con
delicadeza. Sus palabras son siempre expresión de su amor por cada alma. Vete
y no peques más23,
advertirá solamente a la mujer adúltera que iba a ser apedreada. Hijo
mío, ten confianza, tus pecados te son perdonados24,
dirá al paralítico que, tras incontables esfuerzos, había sido llevado por sus
amigos hasta la presencia de Jesús. A punto de morir, hablará así al Buen
Ladrón: En verdad, en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el
Paraíso25. Son palabras de perdón, de alegría y de recompensa. ¡Si
supiéramos con qué amor nos espera Cristo en cada Confesión! ¡Si pudiéramos
comprender su interés en que volvamos!
Es tanta la impaciencia del Buen Pastor que no espera
a ver si la oveja descarriada vuelve al redil por su cuenta, sino que sale él
mismo a buscarla. Una vez hallada, ninguna otra recibirá tantas atenciones como
esta que se había perdido, pues tendrá el honor de ir a hombros del pastor.
Vuelta al redil y «pasada la sorpresa, es real ese más de
calor que trae al rebaño, ese bien ganado descanso del pastor, hasta la calma
del perro guardián, que solo alguna vez, en sueños, se sobresalta y certifica,
despierto, que la oveja duerme más acurrucada aún, si cabe, entre las otras»26.
Los cuidados y atenciones de la misericordia divina sobre el pecador
arrepentido son abrumadores.
Su perdón no consiste solo en perdonar y olvidar para
siempre nuestros pecados. Esto sería mucho; con la remisión de las culpas
renace además el alma a una vida nueva, o crece y se fortalece la que ya
existía. Lo que era muerte se convierte en fuente de vida; lo que fue tierra
dura es ahora un vergel de frutos imperecederos.
Nos muestra el Señor en este pasaje del Evangelio el
valor que para Él tiene una sola alma, pues está dispuesto a poner tantos
medios para que no se pierda, y su alegría cuando alguno vuelve de nuevo a su
amistad y a su cobijo. Y este interés es el que hemos de tener para que los
demás no se extravíen y, si están lejos de Dios, para que vuelvan.
1 Lc 15,
1-10. —
2 Jn 8,
46. —
3 Juan
Pablo II, Audiencia general 10-II-1988. —
4 Cfr. Mt 11,
18-19. —
5 Cfr. Lc 19,
1-10. —
6 Cfr. Mc 2,
13-15. —
7 Cfr. Mc 2,
17.—
8 Mc 10,
45. —
9 Santa
Teresa, Exclamaciones, n. 8. —
10 Cfr. Mc 3,
20. —
11 Cfr. Ibídem.
—
12 Cfr. Gal 2,
20. —
13 Cfr. Jn 13,
1. —
14 Cfr. Rom 4,
25. —
15 Cfr. Jn 14,
2. —
16 Cfr. Jn 14,
18 —
17 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 30, a. 4. —
18 San
Gregorio Magno, Homilía 36 sobre los Evangelios. —
19 Cfr. ídem, Homilía
34 sobre los Evangelios, 4. —
20 G.
Chevrot, El Evangelio al aire libre, pp. 84-85. —
21 Himno Dies
irae. —
22 F.
Sopeña, La Confesión, pp. 28-29. —
23 Jn 8,
11. —
24 Mt 9,
2. —
25 Lc 24,
43. —
26 F.
Sopeña, o. c. p. 36.
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