Francisco Fernández-Carvajal 09 de noviembre de
2019
@hablarcondios
— La resurrección de los cuerpos, declarada por Jesús.
— Los cuerpos están destinados a dar gloria a Dios
junto con el alma.
— Nuestra filiación divina, iniciada ya en el alma por
la gracia, será consumada por la glorificación del cuerpo.
I. La liturgia de
la Misa de este domingo propone a nuestra consideración una de las verdades de
fe recogidas en el Credo, y que hemos repetido muchas veces: la resurrección de
los cuerpos y la existencia de una vida eterna para la que hemos sido creados.
La Primera lectura1 nos
habla de aquellos siete hermanos que, junto con su madre, prefirieron la muerte
antes que traspasar la Ley del Señor. Mientras eran torturados, confesaron con
firmeza su fe en una vida más allá de la muerte: Vale la pena morir a
manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará.
Otros lugares del Antiguo Testamento también expresan
esta verdad fundamental revelada por Dios. Era una creencia universalmente
admitida entre los judíos en tiempos de Jesús, salvo por el partido de los
saduceos, que tampoco creían en la inmortalidad del alma, en la existencia de
los ángeles y en la acción de la Providencia divina2.
En el Evangelio de la Misa3 leemos
cómo se acercaron a Jesús con la intención de ponerle en un aprieto. Según la
ley del levirato4,
si un hombre moría sin dejar hijos, el hermano estaba obligado a casarse con la
viuda para suscitar descendencia. Así –le dicen a Jesús– ocurrió con siete
hermanos: Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la
mujer? Porque los siete han estado casados con ella. Les parecía que las
consecuencias de esta ley provocaban una situación ridícula a la hora de poder
explicar la resurrección de los cuerpos.
Jesús deshace esta cuestión, frívola en el fondo,
reafirmando la resurrección y enseñando las propiedades de los cuerpos
resucitados, La vida eterna no será igual a esta: allí no tomarán ni
mujer ni marido..., pues son iguales a los ángeles e hijos de Dios, siendo
hijos de la resurrección. Y, citando la Sagrada Escritura5,
pone de manifiesto el grave error de los saduceos, y argumenta: No es
Dios de muertos, sino de vivos; todos viven para Él. Moisés llamó al Señor
Dios de Abrahán, Dios de Isaac y Dios de Jacob, que hacía tiempo que habían
muerto. Por tanto, aunque estos justos hayan muerto en cuanto al cuerpo, viven
con verdadera vida en Dios, pues sus almas son inmortales, y esperan la
resurrección de los cuerpos6.
Los saduceos ya no se atrevían a preguntarle más.
Los cristianos profesamos en el Credo nuestra
esperanza en la resurrección del cuerpo y en la vida eterna. Este artículo de
la fe «expresa el término y el fin del designio de Dios» sobre el hombre. «Si
no existe la resurrección, todo el edificio de la fe se derrumba, como afirma
vigorosísimamente San Pablo (cfr. 1 Cor 15). Si el cristiano
no está seguro del contenido de las palabras vida eterna, las
promesas del Evangelio, el sentido de la Creación y de la Redención
desaparecen, e incluso la misma vida terrena queda desposeída de toda esperanza
(cfr. Heb 11, l)»7.
Ante la atracción de las cosas de aquí abajo, que pueden aparecer en ocasiones
como las únicas que cuentan, hemos de considerar repetidamente que nuestra alma
es inmortal, y que se unirá al propio cuerpo al fin de los tiempos; ambos –el
hombre entero: alma y cuerpo– están destinados a una eternidad sin término.
Todo lo que llevemos a cabo en este mundo hemos de hacerlo con la mirada puesta
en esa vida que nos espera, pues «pertenecemos totalmente a Dios, con alma y cuerpo,
con la carne y con los huesos, con los sentidos y con las potencias»8.
II. La muerte, como
enseña la Sagrada Escritura, no la hizo Dios; es pena del pecado de Adán9.
Cristo mostró con su resurrección el poder sobre la muerte: mortem
nostram moriendo destruxit et vita resurgendo reparavit, muriendo destruyó
nuestra muerte, y resurgiendo reparó nuestra vida, canta la Iglesia en el Prefacio
pascual. Con la resurrección de Cristo la muerte ha perdido su aguijón, su
maldad, para tornarse redentora en unión con la Muerte de Cristo. Y en Él y por
Él nuestros cuerpos resucitarán al final de los tiempos, para unirse al alma,
que, si hemos sido fieles, estará dando gloria a Dios desde el instante mismo
de la muerte, si nada tuvo que purificar.
Resucitar significa volver a levantarse aquello que
cayó10, la vuelta a la vida de lo que murió, levantarse vivo aquello
que sucumbió en el polvo. La Iglesia predicó desde el principio la resurrección
de Cristo, fundamento de toda nuestra fe, y la resurrección de nuestros propios
cuerpos, de la propia carne, de «esta en que vivimos, subsistimos y nos
movemos»11. El alma volverá a unirse al propio cuerpo para el que fue
creada. Y precisa el Magisterio de la Iglesia: los hombres «resucitarán con los
propios cuerpos que ahora llevan»12.
Al meditar que nuestros cuerpos darán también gloria a Dios, comprendemos mejor
la dignidad de cada hombre y sus características esenciales e inconfundibles,
distintas de cualquier otro ser de la Creación. El hombre no solo posee un alma
libre, «bellísima entre las obras de Dios, hecha a imagen y semejanza del
Creador, e inmortal porque así lo quiso Dios»13,
que le hace superior a los animales, sino un cuerpo que ha de resucitar y que,
si se está en gracia, es templo del Espíritu Santo. San Pablo recordaba
frecuentemente esta verdad gozosa a los primeros cristianos: ¿no sabéis
que vuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo, que habita en vosotros?14.
Nuestros cuerpos no son una especie de cárcel que el
alma abandona cuando sale de este mundo, no «son lastre, que nos vemos
obligados a arrastrar, sino las primicias de eternidad encomendadas a nuestro
cuidado»15. El alma y el cuerpo se pertenecen mutuamente de manera
natural, y Dios creó el uno para el otro. «Respétalo –nos exhorta San Cirilo de
Jerusalén–, ya que tiene la gran suerte de ser templo del Espíritu Santo. No
manches tu carne y si te has atrevido a hacerlo, purifícala ahora con la
penitencia. Límpiala mientras tienes tiempo»16.
III. La
altísima dignidad del hombre se encuentra ya presente en su creación, y con la
Encarnación del Verbo, en la que existe como un desposorio del Verbo con la
carne humana17, llega a su plena manifestación. Cada hombre «ha sido
comprendido en el misterio de la redención, con cada uno ha sido unido Cristo,
para siempre, por parte de este misterio. Todo hombre viene al mundo concebido
en el seno materno, naciendo de madre, y es precisamente por razón del misterio
de la Redención por lo que es confiado a la solicitud de la Iglesia. Tal
solicitud afecta al hombre entero y está centrada sobre él de manera del todo
particular. El objeto de esta premura es el hombre en su única e irrepetible
realidad humana, en la que permanece intacta la imagen y semejanza de Dios
mismo»18.
Enseña Santo Tomás que nuestra filiación divina,
iniciada ya por la acción de la gracia en el alma, «será consumada por la
glorificación del cuerpo (...), de forma que así como nuestra alma ha sido
redimida del pecado, así nuestro cuerpo será redimido de la corrupción de la
muerte»19. Y cita a continuación las palabras de San Pablo a los
filipenses: Nosotros somos ciudadanos del Cielo, de donde también esperamos
al Salvador, al Señor Jesucristo, el cual transformará nuestro humilde cuerpo
conforme a su Cuerpo glorioso en virtud del poder que tiene para someter a sí
todas las cosas20.
El Señor transformará nuestro cuerpo débil y sujeto a la enfermedad, a la
muerte y a la corrupción, en un cuerpo glorioso. No podemos despreciarlo, ni
tampoco exaltarlo como si fuera la única realidad en el hombre. Hemos de
tenerlo sujeto mediante la mortificación porque, a consecuencia del desorden
producido por el pecado original, tiende a «hacernos traición»21.
Es de nuevo San Pablo el que nos exhorta: Habéis
sido comprados a gran precio. Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo22.
Y comenta el Papa Juan Pablo II: «La pureza como virtud, es decir, capacidad
de mantener el propio cuerpo en santidad y respeto (cfr. 1
Tes 4, 4), aliada con el don de piedad, como fruto de la inhabitación
del Espíritu Santo en el templo del cuerpo, realiza en él una
plenitud tan grande de dignidad en las relaciones interpersonales, que Dios
mismo es glorificado en él. La pureza es gloria del cuerpo humano ante
Dios. Es la gloria de Dios en el cuerpo humano»23.
Nuestra Madre Santa María, que fue asunta al Cielo en
cuerpo y alma, nos recordará en toda ocasión que también nuestro cuerpo ha sido
hecho para dar gloria a Dios, aquí en la tierra y en el Cielo por toda la
eternidad.
1 2
Mac 7, 1-2; 9-14. —
2 Cfr. J.
Dheilly, Diccionario bíblico, voz Saduceos,
p. 921. —
3 Lc 20,
27-38. —
4 Cfr. Dt 25,
5 ss. —
5 Ex 3,
2; 6. —
6 Cfr. Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota
a Lc 20, 27-40. —
7 S.
C. para la Doctrina de la Fe, Carta sobre algunas cuestiones
referentes a la escatología. 17-V-1979. —
8 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 177. —
9 Cfr. Rom 5.
12. —
10 Cfr. San
Juan Damasceno, Sobre la fe ortodoxa, 27. —
11 Cfr. J.
Ibáñez-F. Mendoza, La fe divina y católica de la Iglesia,
Magisterio Español, Madrid 1978. nn. 7, 216 y 779. —
12 Ibídem.
—
13 San
Cirilo de Jerusalén, Catequesis, IV, 18. —
14 1
Cor 6, 19. —
15 Cfr. R.
A. Knox, El torrente oculto, Rialp, Madrid 1956, p. 346.
—
16 San
Cirilo de Jerusalén, Catequesis, IV, 25. —
17 Tertuliano, Sobre
la resurrección, 63. —
18 Juan
Pablo II, Enc. Redemptor hominis, 4-III-1979, 13. —
19 Santo
Tomás, Comentario a la Carta a los Romanos, 8, 5. —
20 Flp 3,
21. —
21 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 196 —
22 1
Cor 6, 20, —
23 Juan
Pablo II, Audiencia general 18-III-1981.
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